Políticos en la escalinata del ayuntamiento de Bilbao. Enfrente, cámaras; muchas cámaras. Antes y después, declaraciones perfectamente intercambiables. En esto sí parecen estar de acuerdo y sin duda lo están. Ni una más, tolerancia cero, hay que acabar con esta lacra, una sociedad como la nuestra no puede permitir… y así, hasta agotar el repertorio habitual, que no da para demasiadas florituras. También hablan de medidas. ¡Medidas! Como la última vez, como la anterior y como la anterior a la anterior. ¿Será que no se toman? ¿Será que se toman y no se ponen en práctica? ¿Será que se toman, se ponen en práctica y no sirven para nada? ¿Será que la realidad es más tozuda que los boletines oficiales y la legislación vigente? Elijan la opción que más les convenza, que también puede ser ninguna.
Con todo, aunque en las líneas precedentes lo pareciera, no es mi intención cargar sobre los hombros de nuestros representantes públicos una responsabilidad que les trasciende. Conozco lo suficiente a la mayoría de los y las que aparecen en esas fotos como para estar convencido de que, sin distinción de siglas, este sí es un problema que se llevan a casa, les quita el sueño y les hace sentirse impotentes. Y sé con total seguridad que harían más si supieran qué y cómo.
Ahí estamos concernidos todos los demás, no ya como sociedad, que es un concepto comodín cada vez más difuso y confuso, un especie de refugio colectivo para diluir las culpas y repartirlas de manera que toque a casi nada por cabeza. No, esto hay que afrontarlo de uno en uno y de una en una. Primero, como examen de conciencia, naturalmente, venciendo la tentación de autoabsolverse. Inmediatamente después, fijando la mirada crítica a nuestro alrededor para identificar a quienes por acción o vergonzosa omisión están contribuyendo a perpetuar la violencia machista. A algunos, no necesariamente políticos, los encontrarán tras las pancartas.