El retorno de la momia

Esta nueva adaptación de La momia ya tiene más secuelas que sus predecesoras. Aquí andamos ya por El retorno del retorno del retorno de la momia, y me llevo una. Quién le iba a decir al viejo criminal de Ferrol que sus residuos mortales iban a ser, así que pasaran 44 años del hecho biológico, combustible para la campaña electoral de un partido nominalmente socialista. Quién se lo iba a decir también, por cierto, a los dos presidentes de esa formación, Mister Equis y Mister Zetapé, que sumando un jartá de años en el gobierno de la nación, no se acordaron para nada de los huesos del caudillo de España por la gracia de Dios. Y ahora, en cambio, se agita a cada rato el espantajo. ¿Por qué?

La respuesta oficial, ya me la sé, es que por dignidad, por reparación a las víctimas y blablablá. Soy consciente de que ese relato cala entre mucha gente que tiene cuentas pendientes con el régimen asesino. Pero por eso mismo todo este baile con el difunto de hace casi medio siglo resulta más indecente. No se puede usar una cuestión tan seria para hacer electoralismo de aluvión. Menos, cuando todo lo que se ha hecho hasta la fecha es una sucesión de anuncios que siempre han resultado fallidos. Eso, sin contar con el buscado efecto —así de triste— de resucitar no a Franco sino a los franquistas. Incluso, de crearlos ex-novo entre chiquilicuatres que ni habían nacido cuando palmó el sátrapa.

Mi propuesta sigue siendo cortar el chorro económico al Valle de los Caídos y dejar que se venga abajo solito, allá cuidados. Las exhumaciones que de verdad me parecen urgentes son las de los miles de cadáveres que permanecen en las cunetas.

El 3 de marzo, en Europa

42 años después, la matanza del 3 de marzo de 1976 en Gasteiz ha llegado al Parlamento europeo. Es decir, a uno de sus organismos casi arcanos para el común de los mortales, con un nombre, por demás, que a los que somos de natural escéptico nos hace pensar en una suerte de dispensario burocrático para el derecho al pataleo: Comisión de Peticiones. Y no se crean que es tan fácil situarse a pie de ventanilla. Por lo que contaba hace un par de días en Onda Vasca la eurodiputada Izaskun Bilbao Barandika, ha habido que batirse el cobre durante meses para que Nerea Martínez y Andoni Txasko, portavoces incombustibles e imprescindibles de Martxoak 3, fueran escuchados ayer en Bruselas.

Por lo demás, casi sonroja lo primario de la reclamación que toca seguir difundiendo a los cuatro decenios largos del asesinato de los cinco de Zaramaga. El puro catón: verdad, reparación, justicia y como resumen y corolario, fin de la impunidad. Se imagina uno la cara de pasmo del auditorio al ser informado de que hasta la fecha, ningún gobierno español —da igual su color— ha hecho absolutamente nada siquiera para reconocer que aquello ocurrió, que tuvo unos culpables en diferente grado y, desde luego, que las víctimas y sus familias merecen, además de un trato humano, la misma consideración que cualquiera de las muchísimas personas que han sido objeto de sufrimiento injusto. No se pide nada más que eso. Y nada menos. Cuesta trabajo creer, aunque desgraciadamente los hechos confirman que ha sido así, que cada gabinete que ha sucedido a aquel presidido por el inefable Arias Navarro se haya alineado sistemáticamente con los asesinos.

Una salida para el Valle de los Caídos

¿Qué hacer con el Valle de los Caídos? ¿Dinamitarlo o gastarse una pasta para reconvertirlo en centro de interpretación de la memoria, la reconciliación, la no repetición y me llevo una? Confieso que me tienta mucho la primera opción, aunque el tipo civilizado y en el fondo cobardón que soy me solía hacer apostar en público por la segunda. Se queda como Dios vendiendo la moto del parque temático alumbrado por magníficas intenciones y pésimo sentido de la realidad. Puede que durante un par de fines de semana o tres la cosa funcionara, pero enseguida se convertiría en otro enorme quemadero de pasta pública. Mantener un monstruo así, incluso a medio gas, sale por un pico. Sí, efectivamente, ya está saliendo. Por eso urge encontrar la solución y resulta tan sugerente la alternativa del trinitrotolueno a discreción.

Luego, claro, uno piensa en los miles de inocentes —ojo, de ambos bandos— cuyos huesos se pudren allí, y se da cuenta de la tremenda falta de respeto que supondría hacerlos volar por los aires. ¿Entonces? Pues creo que el mejor modo de zanjar la cuestión es el que propone un antifranquista probado como Gregorio Morán. Tan simple como no hacer nada. O sea, solo una cosa: cerrar el grifo de fondos públicos, retirar hasta el último céntimo de subvención a la orden religiosa que parasita el mausoleo, y dejar que la naturaleza se encargue del resto, incluidas las tumbas de Franco y José Antonio. Por si acaso, se ponen en los alrededores unas señales advirtiendo del peligro de derrumbes, y a esperar. Me parece más honesto que, como han hecho sus señorías en el Congreso español, brindar al sol.

3 de marzo, no tocar

Para una juez de Gasteiz, la matanza del 3 de marzo de 1976 es una cuita del pasado que no hay que remover. A instancias, cómo no, de la peculiar fiscalía de Araba, su señoría ha desestimado la querella de las Juntas Generales del territorio bajo una de esas argumentaciones entre la perogrullada y el encaje de bolillos que tan queridas le son al gremio de las togas y las puñetas.

En la versión corta, y aunque cupiera tipificarlos como asesinatos u homicidios, la cosa se resume en que los hechos está prescritos. Nos ha jorobado, diríamos los legos. Ya imaginábamos que era así, y es de cajón que por eso mismo, lo que se pide en la denuncia es que se califiquen los sucesos como delitos de lesa humanidad, que son los no sujetos a caducidad. Pero ahí es donde viene el jeribeque judicioso. Como quiera que la ley que introduce la figura de delito de lesa humanidad en el derecho penal español es de 2003, se concluye que no cabe aplicársela a acontecimientos anteriores a su promulgación.

Seguramente, es un razonamiento técnicamente irrefutable. Tanto como moralmente injusto y hasta mezquino. Mucho más, si tenemos en cuenta que lo que buscan esta y otras querellas no es llevar a la cárcel a los culpables de la masacre que siguen con vida, sino determinar su responsabilidad criminal en lo que el tristemente célebre policía de la grabación denominó “la paliza más grande de la Historia”. No tiene ni medio pase que 41 años después de aquella actuación policial a sangre y fuego, la versión oficial, amén de dejar marchar de rositas a quienes la ordenaron y ejecutaron, siga convirtiendo a las víctimas en verdugos.

Y siguen negándolo

A instancias del Gobierno español, faltaría más, el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco ha tumbado varios aspectos del decreto de Lakua que reconoce moral y económicamente a las víctimas de abusos policiales. Desde la Secretaría de Paz y Convivencia aseguran que, en todo caso, lo laminado no afecta a lo básico del texto, aunque en prevención de males mayores y para no ponérselo fácil a los buscavueltas, anuncian que convertirán el decreto en ley antes de fin de año.

Ya ven que las cuestiones de principios básicos acaban sepultadas por el enjambre judicioso, como si estuviéramos ante un asunto de tecnicismos para juristas muy cafeteros y no ante una flagrante y desvergonzada maniobra para seguir negando que las llamadas Fuerzas de Seguridad del Estado vulneraron a saco los derechos humanos. Y ojo, que ni siquiera estamos hablando de hoy o de anteayer porque, conociendo el paño y mostrando una buena voluntad infinita, los redactores del texto se cuidaron de establecer el periodo de los abusos reconocibles entre 1960 y 1978; cualquiera se mete con los más recientes.

Lo tremendo es que ni aún con ese pragmatismo magnánimo se ha conseguido que el búnker arroje la menor señal de humanidad. ¿Por qué? Ante semejante obcecación numantina, no caben más explicaciones que las evidentes. Por de pronto, se trata de preservar el monopolio del sufrimiento en manos de las únicas víctimas que, al parecer, merecen tal nombre. Y por el mismo precio, es una forma de retratarse como orgullosos herederos de aquellos uniformados que lo dieron todo —pero todo, todo— por la una, la grande y la libre España.

Egunkaria, ¿y ya está?

Es asombrosa la naturalidad con la que asumimos la injusticia. Leo, escucho y hasta yo mismo he contado en Gabon de Onda Vasca que con el archivo de la causa económica, el caso Egunkaria queda definitivamente cerrado. Definitivamente. ¿Se hacen cargo de la magnitud del adverbio? Estamos diciendo en apenas una línea que once años y tres meses de atropellos sucesivos se van al limbo y que, además, tenemos que celebrarlo porque bien está lo que bien acaba y porque podría haber sido mucho peor. Para aumentar mi sorpresa y desasosiego, una de las personas que ha padecido en sus carnes la suma de arbitrariedades, el exconsejero delegado del diario laminado, Iñaki Uria, me dice que da por bueno el desenlace. En sus palabras percibo el brutal hastío de quien ha sido puesto al límite de sus fuerzas una y otra vez y ya solo aspira a que dejen de apalearlo. Humanamente compresible, faltaría más, pero al mismo tiempo, elocuente sobre la inmensa desventaja con que los mortales de a pie encaramos los pulsos con el poder. Perderlo casi todo en lugar de todo es una victoria. Las costas en bilis las pagamos de nuestro bolsillo, o sea, de nuestras entrañas.

Pues yo me rebelo, aunque sea en esta insignificante columna y en la pequeñez de mi ser. He escrito demasiado sobre el reconocimiento del daño injustamente causado como para aceptar ahora que esta página haya que pasarla a medio leer. No hablo de revancha. Ni siquiera de una reparación que sé imposible. Me valdría, siendo nada, una sincera petición de perdón.

El daño causado

Reconocer el daño injustamente causado es, miren ustedes qué perogrullada, reconocer el daño injustamente causado. Y hacerlo a pelo, porque sí, porque siendo imposible esa reparación de la que tanto se habla en vano, es lo menos que se le debe a quien se le provocó el sufrimiento, una disculpa. Pero no una de trámite en media línea perdida por ahí, como si todo el mal hubiera consistido en un pisotón al subir al autobús o fuera producto de un malentendido tonto. Algo de más fuste, pensado, elaborado, que se note que ha llevado su tiempo y que parte de la absoluta sinceridad. Tampoco vale apostillarlo con que si yo no empecé, a otros que han hecho cosas peores no se les pide lo mismo, es que había un conflicto… ni demás prosa justificatoria. Aunque las acciones se hayan dado en un contexto muy determinado, cada una es personal e intransferible.

¿Es que acaso hay que humillarse? No va por ahí. Un exceso de flagelo sonaría demasiado artificioso y habría motivos para desconfiar. Basta con unas gotas de naturalidad y otras de empatía, sin perder nunca de vista que incluso las palabras mejor escogidas y dichas no serán capaces de restaurar los estragos cometidos.

Se nos suele olvidar —o directamente no queremos contemplarlo así— que estamos hablando de una cuestión puramente moral. Es fatal mezclarla con las estrategias políticas coyunturales o vincularla, como se está haciendo, con la obtención de hipotéticos beneficios penitenciarios. Si queremos que el reconocimiento del daño causado tenga algún sentido o algún valor, no podemos ni exigirlo ni ofrecerlo a cambio de contrapartida alguna.