Diario de la segunda ola

¿Exagero al inaugurar esta nueva serie? Ojalá. Incluso me consta que técnicamente es discutible que estemos en una segunda oleada. Pero tengo muy fresco —demasiado— el recuerdo del estreno del primer diario del covid-19 (entonces solo se decía en masculino) el 11 de marzo de este mismo año. Se me tachó de alarmista, cenizo y apocalíptico. Cuatro días después decretaron el eterno confinamiento que pasamos mientras miles de nuestros congéneres iban muriendo casi literalmente como chinches y otros miles pasaban semanas infernales en la UCI de hospitales siempre al límite o más allá. Impotentes ante la sangría que amenazaba con llevársenos a nosotros o a cualquiera de los nuestros, conjurábamos el canguelo aplaudiendo desde la ventana a las ocho de la tarde y repitiendo como una letanía que todo saldría bien.

¿Lo hizo? Ciertamente, no. Ahí están el zarpazo al censo y el cataclismo económico que sigue sin ver fondo. Sin embargo, en mayo las tremebundas cifras sanitarias fueron dándose la vuelta y se nos ofreció la posibilidad de recuperar, siempre con mil y una limitaciones, algunas de nuestras rutinas anteriores al desembarco del virus. Todo lo que se nos pedía era un poco de juicio, una migaja de sentido común para administrar una libertad más condicionada que condicional. Aunque la posibilidad de que nos tocara la lotería maldita no era descartable del todo, las actividades más peligrosas (que no eran las que cacareaban los profetas de lance) estaban tasadas y medidas. Sabíamos qué debíamos evitar a toda costa. Y unos lo hicimos, pero otros, no sé cuántos, no. Así hemos llegado hasta aquí.

Los dueños del vertedero

Sorprende la rapidez y la contundencia de la empresa Verter Recycling para denunciar lo que consideran “detención ilegal” de su propietario, su ingeniero jefe y su gerente. Cómo hubiéramos agradecido una celeridad semejante para haber aclarado las circunstancias de la tragedia —parece que nada accidental— del vertedero de Zaldibar, su vertedero, según consta en el registro de la propiedad. Pero no. Todo lo que hemos tenido en estos casi seis meses eternos han sido tibias notas de despeje a córner, pobres excusas y, en definitiva, silbidos a la vía. Para qué otra cosa, si el marronazo del desplome se lo estaba comiendo a mordiscos el gobierno vasco o, más concretamente, el lehendakari.

Y miren, yo no digo que el ejecutivo o el propio Iñigo Urkullu hayan estado acertados en todas sus decisiones, especialmente en los primeros días tras el desplome, cuando mostraron más titubeos de los necesarios. Pero nos conocemos lo suficiente, porque tenemos un puñado de casos calcados a este, para saber que el carroñerismo político no se iba a parar en barras. Como botón de muestra, los buitres de signo ideológico opuesto cacareando las mismas letanías presuntamente en nombre de los dos trabajadores sepultados. Sin descartar otras responsabilidades, ahora el foco está donde debe, en los dueños de la empresa.

Curva en vertical

Repaso mis propias rutinas de hace apenas dos meses, cuando todo alrededor parecía una amenaza atroz. Rozar un pomo, un interruptor o una barandilla provocaba una carrera desesperada al grifo más cercano y, por lo menos, dos apretones ansiosos al dispensador de jabón líquido. Una visita al supermercado, en aquellos días todavía de mascarillas casi inexistentes y gel hidroalcohólico a precio de Chanel número 5, era como una incursión de comando en las líneas enemigas. Frente al estante anémico de la harina, uno se sentía un liquidador de Chernobyl. Y qué miradas asesinas a cualquier congénere que te topases en el pasillo de las conservas. De vuelta a casa, zapatos en la puerta, chorretón de lejía, toda la ropa a la lavadora y, sin respiro, ruleta a temperatura máxima y puesta en marcha del programa largo.

Comparo todo eso con mis actitudes de hoy. Les aseguro que me tengo por un tipo precavido, que soy muy consciente de que el bicho sigue ahí, dispuesto a darnos muchos disgustos todavía y que no he necesitado que me obliguen para llevar mascarilla casi siempre. Pero aun así, cada tres por cuatro me descubro haciendo varias de las cosas que nos han dicho que debemos seguir evitando. Pienso entonces en los que ni se lo plantean y comprendo que hayamos vuelto a poner en vertical la curva de contagios.

Estábamos avisados

Quizá sea solo impresión mía, pero veo a los cuantopeormejoristas bailando congas a cuenta del brote del hospital de Basurto. Con lo mal que llevaban que cada una de sus profecías apocalípticas sobre las miles de muertes que provocaría la vuelta a la actividad no esencial hayan sido sistemáticamente desmentidas por la realidad, ahora sienten que han pillado en bruto y tienen sabrosa munición para disparar sobre su pimpampum favorito. Cómo evitar la dulzona tentación de culpar al perverso capitalismo y a su mano ejecutora desde Lakua del fallecimiento en un centro dependiente de la Sanidad pública vasca de un hombre con pluripatologías y de veintipico contagios a la hora de escribir estas líneas. Oé, oé, oé, We are the champions, ya decíamos que la sociedad vasca no está para elecciones ni para echarse un rule hasta Laredo.

Y sí, todo muy bien, una chulada para los titulares gritones, si no fuera porque lo que ha ocurrido había sido radiotelegrafiado hasta la ronquera por los que pedíamos de rodillas que no nos merendásemos la cena. No quito un ápice de responsabilidad a las autoridades sanitarias, que para eso las pagamos, pero si somos medio justos en el análisis de lo que ha ocurrido en el pabellón Revilla, concluiremos que ha habido una bajada de guardia de libro. Ojalá que no pase de ahí.

Diario del covid-19 (46)

Amigos, sí, pero la vaca, por lo que vale. Quiero decir que yo tengo responsabilidad individual por arrobas y que la regalo de mil amores por el bien de la causa, aun a riesgo de pasar por gilipollas, primaveras, meapilas o pringadete frente a los apóstoles del “buah, chaval, deja a la peña hacer lo que quiera”. Y estoy casi seguro de hablar también en nombre de las miles de personas que llevan dos meses poniendo de su parte hasta donde ya no hay más que sacar. Por fortuna, la mayoría de lo que Gabilondo llamaba la infantería social estamos a la orden no ya para vencer en la lucha contra el bicho, que ojalá, sino para limitar sus daños devastadores. No creo que se nos pueda pedir mucho más.

Comprendo perfectamente que nuestros dirigentes deben interpelarnos a sus administrados para que aportemos nuestra cuota de civismo solidario. Si yo fuera su asesor de comunicación, les anotaría en negrita esa parte del discurso, por supuesto. Pero acto seguido, les invitaría a ponerse al frente de la manifestación o, más que eso, a pasar de las palabras a los hechos. ¿Más claro todavía? A acabar con las herramientas a su alcance con los comportamientos letales que amenazan con devolvernos a lo más duro del duro invierno. Esa “minoría” es lo suficientemente grande como para arruinar lo conseguido hasta ahora.

Diario del covid-19 (43)

Desde que empezó todo esto, no he dejado de mostrar mi admiración por la enorme responsabilidad con que, según mi opinión, la mayoría de la población estaba cumpliendo con las normas del confinamiento. De hecho, sigo defendiendo que sin ese esfuerzo colectivo con sus sacrificios añadidos —tampoco hablaré de heroísmo— hubiera sido imposible llegar al punto en el que nos encontramos, con la curva en vías de domesticar y cifras notablemente más bajas que hace solo un mes. Sin duda, nos hemos ganado el alivio del encierro, y el otro día, tras mi primera temerosa salida a hacer deporte, me pareció que íbamos a ser capaces de gestionar adecuadamente los primeros sorbitos de libertad.

Siento escribir que he dejado de sostener ese idea. Belcebú me libre de generalizar, así que solo anotaré que creo que una parte no pequeña de mis congéneres da por finiquitada la pesadilla. Lo demuestran paseando en manada, igual adolescentes que cincuentones, pasando un kilo de mascarillas, distancias de seguridad o recomendaciones de puro sentido común cuando el bicho sigue ahí. Se diría que los cincuenta y pico días de arresto domiciliario no han servido para nada, aunque casi más desolador que asistir a estos comportamientos es constatar que se practican con una impunidad absoluta. O se paran o lo pagaremos caro.

Diario del covid-19 (41)

Jamás he destacado por mis dotes proféticas, pero algo me dice que hoy saldrá adelante en el Congreso la cuarta prórroga del estado de alarma. Básicamente, porque en nuestro fuero interno casi todos sabemos que no queda otra. Por más que sea un chantaje infecto, e incluso aunque, como les anoté ayer, destacados constitucionalistas aseguren que en el punto y hora actual basta con la legislación ordinaria, la lógica parece indicar que la extensión es necesaria. Más que nada, por no poner en riesgo lo que hemos ido consiguiendo en estos cincuenta y pico días de apretar los dientes justo ahora que intuimos al mismo tiempo la lejana luz al final del túnel y las posibilidades de volver a la casilla de salida por la irresponsabilidad de una parte de nuestros conciudadanos.

Eso sí, el apoyo deberá implicar la garantía de que no volverá a haber más bofetadas ni más ninguneos gratuitos a quienes desde el minuto cero de esta pesadilla estaban dispuestos a arrimar el hombro sin pedir otra contrapartida que la lealtad recíproca. Se ha puesto demasiadas veces la misma mejilla ante el uso caprichoso y prepotente de una herramienta legal que debe manejarse con extremo cuidado. Sánchez y su susurrador Redondo tendrán que comprometerse de una vez a dejar de ser el escorpión que pica a la rana en medio del río.