Trabajo de florero

Incómoda cuestión, la que suscita la modelo Sandra Martín en estas mismas páginas. “Lo discriminatorio es que te quiten el trabajo de azafata”, afirmaba en referencia a la supresión en algunas pruebas deportivas de las entregas de premios a cargo de mujeres. Aquí empieza el terreno para las precisiones. Cualquiera con dos ojos, memoria y la voluntad de no hacerse trampas en el solitario sabe que no hablamos de mujeres en general. Para participar en esas ceremonias es preciso responder a unos determinados cánones físicos y, en no pocas ocasiones, acceder a llevar un atuendo que resalte tales características. En cuanto al papel en el podio, y si bien hay diferencias en función de las modalidades deportivas —en las de motor es un punto y aparte—, diría que caben pocas discusiones. Es meramente ornamental y con frecuencia roza la sumisión.

Hasta algunos de los llamados al agasajo —el que más claro ha hablado es el ciclista Mikel Landa— se sienten incómodos con en ese trato y abogan por erradicarlo. Me resulta increíble que a estas alturas haya, sin embargo, quien defienda la permanencia del patrón casposo. Y mucho más, cuando no es descabellado pensar en una solución que, salvo a los que quieren que las competiciones incluyan de propina la exhibición carnal, puede ser satisfactoria para todo el mundo. Incluyo ahí a Sandra Martín y a sus compañeras, que podrían seguir en el desempeño de su oficio compartiéndolo con otras mujeres y otros hombres a quienes no se exigiera una presencia física determinada. Solo la aptitud imprescindible para un trabajo que, efectivamente, no es ni mucho menos una filfa.

Renta… ¿universal?

Se amplía el repertorio de los grandes debates vacíos para burguesotes sin reparos, progres de pitiminí y algunos incautos que nos pillan en medio. Uno de ida y vuelta. Viejo como el hilo negro o, mejor aun, como la idea de la piedra filosofal. ¿Qué otra cosa sería sino convertir el plomo en oro la erradicación definitiva de la pobreza mediante algo tan simple como entregar a todos y cada uno de los seres humanos una cantidad de dinero suficiente como para cubrir las necesidades básicas? Bueno, o las no tan básicas, que en algunas de las versiones se habla de cifras de café, copa y puro.

Oiga usted, socuñao, que detrás de este prodigio hay economistas de la más reconocida solvencia. No lo negaré, como no se podrá negar tampoco que hasta la fecha ganan por macrogoleada los expertos, incluidos los teóricos de izquierda, que ni se plantean perder un segundo con algo que no llega ni a utopía. ¿Que hay experiencias de larga tradición? Sí, esos casos difusos como el diminuto experimento finlandés recién iniciado o el reparto de unas migajas procedentes de la ¿malvada? explotación petrolífera en Alaska.

Imaginemos, con todo, que los números dieran. ¿Sería un sistema justo? Si la respuesta es sí, tendremos que revisar la defensa de la bondad de la progresividad fiscal o las críticas a los impuestos lineales como el IVA. Ni entro en la delicada cuestión de si sería una invitación a no buscarse las alubias. Me quedo sin dudar con una renta mínima lo más digna y mejor gestionada en su distribución que sea posible para aquellas personas que lo necesiten. Perfeccionar lo que ya hay debería centrar el debate.

¡Vivan los pobres!

Si no fuera porque hablamos de dramas, sería divertido comparar las diferentes cifras sobre pobreza que nos van sirviendo diferentes fuentes. Depende del rato, es un 20 por ciento de la población, un 25, un 30 o lo que se tercie. La última en orden de llegada, aportada por una institución absolutamente encomiable como es Cáritas, lo deja en algo más del 16 por ciento de los censados en los tres territorios de la demarcación autonómica. Redondeando, 130.000 personas, dato —porque para algunos eso es lo único que es, un puñetero dato— que fue acogido con muy mal disimuladas palmas y charangas por los componedores habituales de odas a la desigualdad.

¿Está diciendo, don columnero, que hay quien se alegra de que las cosas les vayan mal a sus congéneres? No exactamente. Creo, incluso, que lo que apunto es todavía peor. En realidad, a todos estos tipos a los que me refiero la pobreza se la trae al pairo, mayormente porque no corren el menor riesgo de sufrirla en sus propias carnes. Y como no es la primera vez que escribo, esa es la tragedia añadida para quienes de verdad han sido arrojados a la cuneta social: ni su penuria les pertenece.

Igual que casi todo lo demás, se la han arrebatado, en este caso, para convertirla en una suerte de género literario, en un Rhinospray para las cañerías de las conciencias de pitiminí, o en lo uno y lo otro a un tiempo. Se diría que la función de los pobres en una sociedad perfectamente ordenada es seguir siéndolo —o serlo un poco más— para garantizar un caudal suficiente de tibia indignación, beneficencia travestida de solidaridad o, en definitiva, jodida hipocresía.

Desigualdad y Frente Nacional

No sabe uno si enternecen o enfurecen las requetesobadas manifestaciones de sorpresa indignada —o de indignación sorprendida— que siguen a cada mejora de los resultados electorales del Frente Nacional en Francia. He perdido ya la cuenta. Sin mirar en Wikipedia, no soy capaz de decirles si son tres, cuatro o cinco consecutivas, pero sí que cada una de ellas ha venido orlada con idénticos mohínes y sobreactuados rictus de disgusto. Se diría que los ejercicios de manos a la cabeza, las mendrugadas tópicas sobre dónde va a parar esta Europa insolidaria, los tontucios recordatorios de la Alemania prehitleriana e incluso las bienintencionadas expresiones de preocupación forman parte de un exorcismo de los propios fantasmas.

Y eso es precio de amigo. En no pocas ocasiones, todo ese blablablá clueco es la (auto) delación de la izquierda exquisita y funcionaria sobre su responsabilidad vergonzosa y vergonzante en el ascenso de las huestes, primero de Jean Marie, y ahora, con mucho más peligro, de Marine Le Pen. Qué fácil, ¿verdad?, explicarlo todo en función del racismo, la xenofobia, el egoísmo y, en definitiva, la inferioridad mental de varios millones de votantes que no merecen consideración de personas. Tremebundo clasismo en nombre, manda pelotas, de lo contrario; no se puede llevar más lejos la perversión. Como coralario, brutal ceguera voluntaria de quienes para no quedarse sin su martingala se niegan, entre otras mil evidencias, esta que revelaron varios analistas el domingo pasado: el mapa de la desigualdad en Francia es milímetro a milímetro el de la fortaleza electoral del Frente Nacional.

Desigualdad horizontal

No dejan de aparecer estudios que revelan lo que siempre ha sido una sospecha generalizada: los ricos son cada vez más ricos y los pobres son cada vez más pobres. Estos trabajos, que todos difundimos echándonos las manos a la cabeza, inciden en el brutal ensanchamiento de la brecha entre los que nadan en la abundancia y los que andan a la cuarta pregunta. Para probarlo, aportan datos tan escandalosos como que las 85 personas económicamente más poderosas del mundo acumulan tantos recursos como los tres mi millones más desgraciados del planeta. O en lo que nos toca más cerca, que en Hispanistán y territorios asimilados hay veinte tipos que ingresan tanto como el 20 por ciento de la población más desfavorecida y que, para más recochineo, han seguido forrándose a lo bruto mientras la crisis mandaba a la exclusión a miles de sus (presuntos) conciudadanos. Amancio Ortega, por ejemplo, se echó al coleto 3.000 millones de euros más en el mismo 2013 en que los salarios medios recibieron otro gran bocado y volvió a crecer el número de hogares sin ningún ingreso.

Indudablemente, una situación obscena, vergonzosa, injusta y todos los calificativos biliosos que se nos ocurran. Sin embargo, y más allá de que algunos de esos datos parecen haber sido estimados a ojo y que las conclusiones no serían muy distintas hace cien, quinientos o dos mil años, me pregunto si al fijarnos solo en las diferencias de arriba a abajo estamos poniendo el foco donde debemos. Quiero decir que a mi, personalmente, bastante más que la desigualdad vertical me preocupa la horizontal, es decir, la que se da en los entornos donde se mueve cada individuo. Lo jodido no es que Ortega nos saque cada año equis mil millones de ventaja, sino que no se pueda pagar el recibo de la comunidad, ir a la cena de la cuadrilla o comprar el Rotring para las clases de dibujo de los hijos. El desequilibrio más doloroso es respecto a los iguales.

Maldita prosperidad

En los tiempos de la presunta bonanza —rasquemos y veremos que no fue tal— me dejé las cejas, las yemas de los dedos y la garganta gritando que aquello era Jabugo para hoy y chopped para mañana. Pasé por cenizo, agonías y, de propina, analfabeto funcional en materia macro y microeconómica. “Lo del ciclo alto y el ciclo bajo se ha acabado; estamos en una nueva era de crecimiento continuo sostenido, con pequeños parones en el peor de los casos”, llegó a decirme un cátedro de la cosa. Y tras él, otro, otro y otro más. Cada perito en finanzas que me echaba al micrófono me vendía la misma moto y me daba unos golpecitos metafóricos en el lomo para que me relajara y gozara de la abundancia. Lo que tenía que hacer era dar gracias al cielo o a Wall Street por haber alcanzado mi madurez en una época en la que los alquimistas del parné habían creado las habichuelas mágicas. En lo sucesivo, habría mucho y para todos. En unos años, el umbral de la pobreza lo marcarían el 4×4 y los quince días de rigor en Cancún o Punta Cana.

Lo amargamente divertido es que bastantes de esos profetas son los que ahora andan predicando el apocalipsis. La neodoctrina es el anverso exacto de la anterior: decrecimiento continuo sostenido, con pequeños parones en el mejor de los casos. Íbamos como cohetes a la estratosfera de la opulencia y de pronto nos encontramos de culo, cuesta abajo y sin frenos cayendo al abismo sin fondo de la miseria. “Nunca regresaremos a los niveles de renta y bienestar que tuvimos”, reza el mantra vigente.

La trampa está en el enunciado y, especialmente, en el uso a la ligera de la primera persona del plural. ¿Regresaremos? ¿Tuvimos? ¿Quiénes y cuándo? Los hay que ya estaban tiesos entonces y que lo estarán más en el futuro. Otros ya iban cuatro escalones por encima y en este instante sacan ocho o diez traineras a la media. ¿La media? Sí, esa es la que se ha dado con la realidad en el morro.