De Delgado a Cospedal

Era cuestión de tiempo que la cenagosa e interminable fonoteca del madero podrido Villarejo regurgitase una grabación que mostrase en porretas a algún ser humano con ojos del Partido Popular. Le ha tocado —también es verdad que tenía muchos boletos, ¿verdad, Soraya SdeS?— a la hasta anteayer soberbia mandamucho María Dolores de Cospedal. Conforme a la coreografía habitual, un presunto diario digital ha ido suministrando las piadas de la doña y su maromo, el tal Del Hierro, en progresión geométrica. Primero la puntita, luego una dosis cumplidita y después, el tracatrá final. O bueno, semifinal, porque tiene pinta de que quedan más jugosas entregas.

Más allá de la gravedad de lo revelado por las cintas marrones, que apenas es medio diapasón sobre lo que ya imaginábamos, el episodio nos sitúa ante el espejo de la política española. Primero, porque queda tan claro como ya sospechábamos que las cloacas del estado eran frecuentadas indistintamente y con igual desparpajo por tipas y tipos de las dos siglas que han conformado el asfixiante bipartidismo aún sin extinguir del todo. Segundo, y diría que especialmente relevante, porque las reacciones de los partidos de las pilladas en renuncio prueban la asquerosa hipocresía que impulsa sus actuaciones.

Cuando la cazada fue la ministra de Justicia del gobierno de Pedro Sánchez, el PP saltó a la yugular y el PSOE clamaba que era una infamia seguir el juego a chantajistas sin escrúpulos. Ahora los papeles están exactamente invertidos. Desde estas modestas líneas reclamo idéntica vara para ambas Dolores, Delgado y Cospedal. Y por supuesto, lo mismo para el Borbón viejo.

El Casadazo

Hay como un millón y medio de lecturas de la victoria por goleada de Pablo Casado en las primarias a la remanguillé del Partido Popular. De entrada, un saludo para los gurús y las gurusas que todavía a un cuarto de hora de conocerse los resultados daban por seguro que ganaría Sáenz de Santamaría, pontificando que el aparato era mucho aparato y que el aplausómetro del Congreso no era indicador de nada. Pues toma nada, pedazo de listillos: 451 votos y 15 puntos porcentuales de diferencia. Que Santa Lucía os conserve la vista y que los que os tienen por referencia sigan siendo lo suficientemente cabestros como para no retiraros el crédito.

Y volviendo a los hechos en sí mismos, anotemos algo que quizá quede en segundo plano: si en el inicio de todo esto las indiscutibles favoritas eran dos mujeres y el triunfo se lo ha llevado un hombre, eso es porque allá en lo más profundo del PP hay un machismo que huele a chotuno. En realidad, es algo en total sintonía con el resto de las rancias esencias de las que Casado se ha valido para conquistar (promesas de carguetes y otras canonjías aparte) a quienes lo han convertido en inopinado presidente. Manda pelotas que el renovador sea el que enarbola la herencia negra de los padres fundadores Fraga, Arias Navarro, Licinio de la Fuente, el ultra con cadenones Verstrynge (ahora igual de ultra, pero de otra obediencia), Gonzalo de la Mora y qué se yo cuántos ministros más del bajito de Ferrol. Y como síntesis hecha carne de los anteriores, claro, José María Aznar. ¿Saben lo que les digo? Que me alegro de tener un partido de derechas tan a la derecha, y que me voy de vacaciones.

PP, comienza el mambo

Hagamos acopio de palomitas. La carrera sucesoria en el PP promete un divertimento con el que apenas hace un mes ni contábamos. La que ha liado el pollito Sánchez en el antiguo nido del charrán. Vistos los primeros escarceos, empieza a cuadrar incluso la prisa que se ha dado Mariano Rajoy para hacerse a un lado. Se diría que pone pies en polvorosa al estilo de Estanislao Figueras, aquel fugaz presidente de la primera república española que abandonó las cortes gritando “¡Me voy porque estoy hasta los cojones de todos nosotros!”.

Y qué rápido ha sido el zafarrancho de combate. Se ve que en cuanto el frío de la oposición entra por la puerta, la cohesión salta por la ventana. Todas las inquinas malamente contenidas por la vara de mando han reventado impúdicamente para goce de los malvados que disfrutamos asistiendo a la reyerta desde el palco.

Ni pestañear se puede, tal es el frenesí de los acontecimientos hasta ahora, con el primer cadáver político ya en la cuneta. Pobre Núñez-Feijoó, la gran esperanza blanca como la fariña que se ha tenido que borrar del mambo. Eso deja el centro del ring a las dos enemigas íntimas, Sáenz de Santamaría y Cospedal, que se van a atizar hasta en el cielo de la boca. Será divertido comprobar, desde este trocito del mapa, a qué bando se van apuntando las y los ilustres locales. Y para que nada falte, el tocapelotas de vuelta de todo García Margallo y el trepador Casado se apuntan a la refriega en calidad de supuestas comparsas. Pero ni eso está claro. Si repasan la bibliografía desde Suárez a Sánchez pasando por el mismo Rajoy, verán que más de una vez gana quien menos se espera.

El machirulo Monedero

Entre las mil y una imágenes que nos han dejado estos días alucinógenos de vuelco gubernamental inopinado, hay una que no deberíamos pasar por alto. Quizá se considere que solo es una anécdota dentro de la vertiginosa trama de la moción que no iba a salir y salió, pero, al contrario, para mi es toda una categoría que explica parte de las grandes mentiras que pretendemos creernos a pies juntillas porque suenan chachis.

Les hablo del instante en que, terminada la votación y consumada la derrota del ejecutivo de Rajoy, el caballito blanco de Podemos que atiende por Juan Carlos Monedero abordó a Soraya Sáenz de Santamaría. Consciente, como buen farandulero que es, de que los focos y las cámaras le apuntaban, agarró por los hombros a la ya exvicepresidenta, y le espetó lo mucho que se alegraba de la caída de su gobierno. De entrada, sobra la superioridad moral y el pésimo saber ganar de quien, por otra parte, además de ser un puñetero outsider de la formación que fundó, viene a anotarse el tanto del líder de un partido ajeno. Sin embargo, no es eso lo peor. Lo verdaderamente vomitivo es el machirulismo paternalista del gesto. ¿Con qué derecho pone sus manazas sobre Sáenz De Santamaría y las mantiene ahí, pese a la evidente incomodidad de quien ve invadido su espacio íntimo?

No niego que haya habido un cierto revuelo al respecto. Sin embargo, todos sabemos que si las ideologías de los protagonistas de la imagen estuvieran invertidas, habría ardido Troya. Ni de lejos ha sido así. Imaginen, por ejemplo, a Rafa Hernando manoseando a Irene Montero. El silencio de las y los más beligerantes clama al cielo.

Que la prohíban más

Propongo un monumento por suscripción popular para la Unión Europea de Radio y Televisión. En la peana, copiando mi poema favorito de Gloria Fuertes, mandaremos grabar: Gracias, amor, por tu estúpido comportamiento. Una vez más, el dios de los sentimientos identitarios ha escrito derecho con renglones torcidos. Desde los días de Aznar y aquellos piadores asilvestrados que nos ayudaron a servir miles de raciones de Cocidito no se recordaba una reacción de efecto inverso igual a la que ha provocado el chusco, memo y lisérgico episodio de la prohibición de la ikurriña en Caspavisión, digo en Eurovisión.

Lo más parecido que se puede citar son las broncas sobre las pitadas al himno español en las finales futboleras. La gran salvedad, la gran diferencia, es que esta vez la defensa de la enseña vasca ha unido a prácticamente todo el espectro cromático-ideológico, incluyendo a muchos que hasta la fecha habían mostrado por ella un respeto y un cariño más bien escasos. ¿Qué me dicen de ese tuit de Mariano Rajoy con una tricolor ondeando al viento? ¿O de las palabras de Soraya Sáenz de Santamaría, casi en imitación de Escarlata O’Hara, proclamando que su gobierno en funciones defenderá la ikurriña allá donde haga falta? ¿O de García Margallo moviendo hilos diplomáticos para que los gañanes de la UER rectificaran su brutal cantada y se disculparan? Se imagina uno a Sabino despatarrado de la risa en su tumba, y a Fraga, en la suya, ciscándose en lo más barrido por la complacencia de los suyos con el trapo que tan antipático le resultaba. Visto lo ocurrido, quizá no estaría mal que la prohibieran más veces.

Debate en tú menor

Del presunto debate definitivo vi treinta segundos. Es lo bueno de la cultura audiovisual de mi tiempo. Medio minuto da para un Quijote completo y cuarto y mitad de La Divina Comedia. Suficiente, en este caso, para comprobar la escasa calidad del paño. Soraya SdeS con sonrisa de estreñimiento (¿Pon dientes, que les jode?), Rivera frotándose las manos como si quisiera prenderse fuego allí mismo, Sánchez tirando de repertorio de vendedor de enciclopedias de Argos Vergara. Completando el cuarteto, el que me dio la impresión de estar más cómodo: Pablo Iglesias Turrión, polemista profesional, capaz de defender con idéntica vehemencia contenida arre o so, y tuteando despreciativamente al resto de los que componían la francachela.

Un momento. Deténganse en ese detalle, si es que lo era. Yo, quizá pasándome de suspicaz, lo encuentro más bien una categoría que caracteriza fielmente tanto a los contendientes como a la contienda. Extiendo, de hecho, el desprecio y la falta de respeto hacia los teóricos destinatarios del intercambio dialéctico, es decir, las ciudadanas y los ciudadanos. Quienes se tengan por tales y no por meros telespectadores a los que les da igual la final de Masterchef que una confrontación de ideas entre personas que aspiran a presidir el gobierno de un Estado tendrían motivos para sentirse un tanto molestos por ese colegueo chusco.

No digo yo que no haya que romper con ciertas rigideces artificiosas de la pugna política. Es verdad que el oigausté canta a naftalina, pero no se puede debatir sobre el futuro de un país como quien discute los ingredientes de la pizza que se va a encargar.

Un gobierno que miente

Se pasó trescientos pueblos la vicepresidenta española al fantochear sobre el descubrimiento de una gigantesca bolsa de fraude en el cobro de prestaciones por desempleo. Su gobierno, que es la hostia en bicicleta y el recopón bendito, había pillado llevándoselo crudo a más de medio millón de parados que no lo eran. Eso dijo Soraya Sáenz de Santamaría, y cuadra mal achacárselo a un lapsus o a un baile de ceros, porque lo repitió en tres ocasiones. En tres. Con arrogancia, con suficiencia, con cara de a mi me la van a dar con queso estos desgraciados, amos anda, menuda soy yo.

Aunque los titulares de primer minuto tragaron y difundieron la especie a todo gas, apenas dos horas después de la rajada, se vino abajo la trapisonda. La desparpajuda portavoz, que de natural es más bien chata, quedó retratada con la nariz de Pinocho. Ante los insistentes requerimientos de los plumillas, que echaban cuentas y no les salían, el ministerio de Empleo tuvo que aflojar los datos auténticos. Ni medio millón, ni trescientos mil, ni cien mil. Exactamente 60.004 parados o paradas habían sido objeto de un expediente de retirada de la percepción. Adviértase por añadidadura que en buena parte de esos casos la sanción no era permanente sino temporal: quince días por haber entregado tarde un papel, un mes por no haber acudido a la oficina a una cita de control…

¿A qué vino, entonces, ese brutal inflado de unas cifras que en su verdadera dimensión están al alcance de cualquiera? ¿Por qué un gobierno se arriesga a mentir de modo tan impúdico en una cuestión en la que le pueden cazar en un abrir y cerra de ojos? Barrunto que la respuesta está en la fábula de la rana y el escorpión: porque está en su naturaleza. También porque le ha funcionado. Mariano Rajoy llegó a Moncloa a base de lo que el tiempo ha demostrado como trolas mondas y lirondas, y desde entonces no ha dejado de pasarse la verdad por la sobaquera.