Navarra sufrió en 1348 la primera epidemia de peste que, desde entonces y hasta el siglo XVII, asolaría de forma periódica los territorios vascos
Peio J. Monteano. VILLABA-ATARRABIA.
HOY en día, apenas algunas expresiones coloquiales dan una borrosa idea de la peste: «echar pestes», «temer algo más que a la peste», «apestar», etc. Y es que el paso del tiempo ha hecho olvidar el extraordinario papel que esa enfermedad ha tenido en nuestra historia.
La peste no es sino una infección producida por un bacilo pequeño y redondeado aislado por primera vez en 1894. Propia de los roedores como la rata doméstica, puede pasar a los humanos a través de sus pulgas o incluso por vía respiratoria. Una vez contagiada, se presenta en tres formas. La más frecuente es la bubónica, caracterizada por la aparición de bultos en ingles y axilas y de manchas oscuras. La facilidad de su contagio y la elevada mortalidad justifica el pánico que siempre despertó entre la gente.
En los últimos años han aparecido varios estudios sobre el impacto de esa enfermedad en el País Vasco, pero sigue siendo Navarra el territorio que cuenta con una información más antigua y completa gracias a sus extraordinarios fondos documentales. De ahí que lo utilicemos como guía para extraer unas conclusiones que, en lo fundamental, son extensibles al resto del país.
Aunque existen testimonios de pestes durante los llamados siglos oscuros, todo comenzó a mediados del siglo XIV. Sin duda, aquel viajero -poco importa ahora que fuera peregrino, mercader o simple campesino- que allá por la primavera de 1348 recorría los caminos navarros llevando en su cuerpo el mortal bacilo de la peste no podía ni imaginar que estaba a punto de abrir una nueva y terrible edad en la historia de nuestra tierra. Porque es forzoso reconocer que la plaga y la lucha contra ella condicionó la vida de los navarros y del resto de los vascos y europeos durante casi cuatro siglos. Todo habitante de este país que alcanzase los veinticinco años -una duración de vida bastante habitual- pasaría al menos una vez por la traumática experiencia de convivir con la amenaza de la epidemia.
La Era de la Peste
Como decimos, la caja de los truenos se abrió en 1348. Tras varios siglos de crecimiento, Navarra era por entonces un mundo lleno y hambriento. Sus campos no volverían a estar tan poblados hasta el siglo XIX. Desde sus cuarteles asiáticos y siguiendo la ruta del norte de los Pirineos, la enfermedad llegó al reino muy pronto, de forma que en tan sólo tres años el hambre primero y los estragos de la mortífera enfermedad después acabaron con más de la mitad de sus habitantes.
Un oficial real, al que se adivina todavía impresionado por la sangría humana que acaba de presenciar, se limita a justificar el impago de los impuestos «por causa de la gran mortandad que sobrevino por todo el mundo casi a comienzos del dicho año de 1348, la cual es notoria y el pueblo está muy destruido y disminuido». Pero la gran Peste Negra sólo abrió la «gran era de los muertos». Desde 1348 a 1530, la peste se convirtió en una asidua visitante de nuestras tierras. A lo largo de casi dos siglos, la enfermedad regresó a un ritmo decenal, segando periódicamente generaciones enteras y dejando a su paso pueblos desiertos y hogares desechos. Como las réplicas de un terremoto, la peste sacudió a Navarra sin tregua: 1362, 1373, 1387, 1395, 1400, 1411, 1422, 1428, 1434, 1441, 1451, 1479, 1485, 1492, 1502, 1518, 1523 y 1530. En el siglo que siguió a la catástrofe de 1348, el reino fue desangrándose hasta perder tres cuartas partes de sus habitantes y los campos se llenaron de aldeas perdidas. Y fue precisamente la alteración del régimen demográfico, la incapacidad de la población para regenerarse, el principal responsable del estado de postración económica, social y política que caracterizó a la mayor parte del Cuatrocientos navarro.
Lentamente, a finales del siglo XV algo cambió. La población y la economía, la economía y la población -no sabemos el orden- comenzaron a recuperarse y a su socaire se empezó a conformar una nueva actitud ante la peste. De este modo, hacia 1530 se abría un nuevo periodo a lo largo del cual se fue construyendo todo un sistema público de lucha contra la enfermedad. Los primeros frutos no tardaron en llegar. La peste comenzó a perder vigor, sus ataques se espaciaron cada treinta años -1564 y 1599- y sus efectos, aunque dramáticos, ya no consiguieron alterar la evolución de la población. A costa de un sacrificio enorme y no sin desánimos, nuestros predecesores lograron un rotundo éxito a partir de 1601. Puede resultar paradójico que el primer año del siglo que ha pasado a la historia con el sambenito de la decadencia española supusiera el inicio del tercer y último periodo. Pero no cabe duda de que entre 1601 y 1723 se constató la ansiada victoria sobre la plaga.
Las medidas de prevención y lucha, trabajosamente articuladas a lo largo de toda la centuria anterior y constantemente retocadas a la luz de experiencias propias y ajenas, mostraron toda su efectividad. Durante todos esos años nuestro país presenció con temor los amagos de la plaga, pero -con la excepción de Cascante en 1653- no sufrió los zarpazos con los que la peste aún sacudió Europa Occidental: 1628, 1651, 1663, 1676 y 1722. Por entonces los nacientes Estados tomaban protagonismo en la lucha contra la enfermedad y se habían sentado las bases mentales y materiales para el nacimiento de una sanidad pública de tipo moderno.
Al ritmo de la sucesión de las epidemias, a lo largo de estos cuatro siglos se fue operando también la transformación en las concepciones y en los medios de lucha colectiva contra la enfermedad. La explicación mágica o religiosa sobre el origen y causas de la peste siempre estuvo omnipresente. La mortal plaga era un castigo fruto de la ira de Dios. Ni siquiera la difusión de la teoría aerista -que atribuía la enfermedad al aire infectado- consiguió desplazarla. Tampoco la teoría contagionista que lentamente, basándose en observaciones más precisas, se fue abriendo camino, pero que no terminará por triunfar hasta Pasteur, ya a las puertas de nuestro tiempo.
En los siglos XIV y XV las medidas puestas en marcha fueron raras y aisladas. Todas las esperanzas estaban puestas en la ayuda del cielo. La extensión del culto a San Roque y San Sebastián, cuyas imágenes llenan aún nuestras iglesias, es la mejor prueba de ello. Fue a finales del Cuatrocientos cuando esta actitud resignada comenzó a cambiar y las medidas de prevención y lucha se multiplicaron: cierre de puertas, aislamiento de enfermos, asistencia a pobres, desinfección de casas, etc. Por fin, en las últimas décadas del siglo XVI todas estas medidas se comenzaron a reunir, codificar y coordinar en los llamados reglamentos contra la Peste y un tono dictatorial empezó a impregnar la lucha contra la enfermedad. El gran logro de estos tiempos fue sin duda la creación de una red internacional de información sanitaria. El triunfo del racionalismo y de los absolutismos políticos a partir de mediados del Seiscientos supuso el principio del fin de las devastadoras plagas. La participación de los gobiernos centrales, la decidida y masiva movilización de recursos y la coordinación de esfuerzos a escala estatal e internacional fueron la puntilla que acabó con la peste.
Sin embargo, las razones exactas de la desaparición de la peste en Europa Occidental siguen siendo un enigma para los historiadores. Los factores climáticos no parecen haber sido determinantes. Tampoco la aparición de la pseudo-tuberculosis, provocadora de una inmunidad cruzada. Más frecuentemente invocado ha sido el cambio de la especie de rata, principal transmisor de la enfermedad. Pero lo cierto es que la nueva rata -llegada en el siglo XVIII- no cumple peor ese papel. Todo apunta, pues, a que fueron varios los factores que contribuyeron al retroceso y desaparición de una enfermedad que, con sus catastróficos efectos, llenó de pánico la vida de generaciones durante cuatrocientos años. Factores entre los que, sin ningún género de dudas, el principal papel correspondió a la tenaz lucha protagonizada por las comunidades humanas.
El legado de la Peste
Se dirá con razón que la desaparición de la peste no supuso el final de las epidemias. Es cierto. En lo sucesivo otras enfermedades como el tifus, la viruela, la fiebre amarilla, el cólera, la gripe, el sida, etc. tomarían el testigo. Pero también lo es que para entonces las sociedades occidentales ya no estaban indefensas. Aunque a un precio de sangre, los cimientos de una sanidad preventiva estaban ya puestos.
¿Qué herencia nos ha legado la peste? Forzoso es reconocer que ha sido más grande de lo que habitualmente pensamos. Dejando a un lado su reflejo en el lenguaje, en la literatura y el arte, en las mentalidades, en las concepciones religiosas o en las relaciones de poder, la enfermedad imprimió su profunda huella en los más variados campos. En el terreno sanitario, ella es la responsable de la cooperación sanitaria internacional, del desarrollo de las ciencias biológicas, de las dotaciones hospitalarias, de la asistencia médica gratuita y de los servicios de limpieza urbana. Para combatir la peste se desarrolla la industria de los perfumes y la bisutería. Con el mismo fin se comienza a utilizar los desinfectantes, a blanquear con cal las viviendas o se alejan los cementerios de los núcleos de población. Más nefasta, como dijimos, es la herencia del uso del tabaco, irónicamente utilizado para purificar el aire.
A lo largo de estos siglos parece, pues, que en nuestro llamado Primer Mundo hemos conseguido desterrar a los jinetes apocalípticos del Hambre y la Peste. Desgraciadamente, no se puede decir lo mismo del de la Guerra. Pero, aunque sólo sea por egoísmo, no nos durmamos en la autocomplaciencia. No olvidemos la lección que nos ha legado la Historia. En el Tercer Mundo, los jinetes galopan a sus anchas y la lucha contra la plaga continúa. Y, por ello, la fiera que engendró a la peste vuelve a estar en celo.