Una columna de requetés tomó el caserío en las peñas de aia y fusiló y enterró a una veintena de jóvenes hace 79 años
HEMOS llegado tarde a la memoria de la Guerra Civil. Todos. Por ello, son necesarios libros que germinan como Flores de la República. Los olvidados de Pikoketa (Catarata, 2015), de Miguel Usabiaga (Donostia, 1961), para que se hagan realidad pensamientos como aquel de Nelson Mandela: “Siempre parece imposible hasta que está hecho”. Una vez hecho, gracias al esfuerzo y tesón del arquitecto guipuzcoano, queda para próximas generaciones los hechos tristes que acontecieron que en la madrugada del 11 de agosto de 1936, tan solo 22 días después del golpe de Estado militar español. Aquel día una columna de requetés que estaban en Oiartzun, tomaron el caserío de Pikoketa, en la falda de las peñas de Aia.
En el lugar, estaba una veintena de milicianos, jóvenes en su mayor parte, chicos y chicas. Los hicieron prisioneros, los fusilaron, y los enterraron en una fosa común, que permaneció secreta hasta 1978. En aquel caserío se alojaban, y desde allí, un alto que domina el valle de Oiartzun, hostigaban con tiros el paso de las tropas franquistas desde Lesaka a sus parámetros, donde acumulaban fuerzas para atacar Irun.
Eran, por lo tanto, los primeros días de la guerra, y porque esta aún o había mostrado su rostro terrible, y porque entre los fusilados había chicos y chicas de 16 y 17 años, como Pilar o Mercedes, esos asesinatos sin juicio, causaron conmoción en Irun. Estuvieron presentes en la mente del histórico comunista Marcelo Usabiaga, quien los mantiene intactos en su mente. Su hijo Miguel lleva años volcado en dar a conocer y reivindicar no solo la biografía de su aita, sino de que sus libros como La vieja guardia, El alcalde de Floridsdorf o este Flores de la República remueva conciencias y plantee reflexiones. En esta última publicación, el corazón le lleva a personas como su tío Bernardo, hermano de Marcelo que los fascistas asesinaron. “Estoy vinculado a la restauración de la memoria, de la verdad mejor dicho, de lo allí ocurrido”, aporta Miguel.
Cada año los familiares se reuníamos, desde 1978, cuando se realizó la búsqueda y excavación de aquella fosa. “Era una manera de recaudar dinero para poner una corona de claveles rojos en su recuerdo. Nunca faltó esa cita del grupo. Fui conociendo quiénes eran los fusilados, y también los periplos, la vida tan dura que tuvieron tras la derrota casi todas las familias. Eran como un ejemplo a escala pequeña de lo que ocurrió a gran escala”, compara.
Sobre lo que ocurrió, el cómo ocurrió, circulaban historias orales: lo que se había comentando en Irun, lo que se supo por boca de alguno de los que consiguió escapar, como Arozena, o Colinas. “Y en un momento dado -apostilla Usabiaga hijo- quise cotejar esa historia oral, que era muy conocida en Irun por el impacto que causó entonces ese hecho, con lo que podía encontrar en los archivos, en la prensa de la época, una suerte de reto intelectual: a ver cuánta verdad es posible extraer con precisión científica de un hecho del pasado”.
Por otro lado, el autor premiado en diversas ocasión, también quería profundizar en ese microcosmos del que hablaba, las aventuras, exilios, cárceles, de las familias. Y sobre todo encontrar a las personas concretas que eran los fusilados, su carácter, sus ideas, sus sueños.
DEUDA MORAL Desde los barrotes de la memoria de Marcelo, desde su dolor, el hijo escritor cayó en la cuenta de que el padre tiene una deuda moral con aquel hermano al que una bala de ocio mató. “Siempre pensó que fue su ejemplo de hermano mayor el que animó a Bernardo a seguir sus pasos revolucionarios, en el sindicato de estudiantes, la FUE, y en la juventud comunista. Y ante el hecho fatal de su muerte, o asesinato, creo que se siente de alguna manera responsable, aunque fuera Bernardo a sus 17 años, libre de tomar y elegir ese camino de militancia”, transmite. Y esa carga, añade más afectividad y compromiso en Marcelo para todo lo que supone Pikoketa.
Esta vida casi centenaria de Marcelo Usabiaga no sería completa sin su mujer Bittori Bárcena. “Efectivamente, mi madre es otra gran luchadora, aunque por las circunstancias históricas, le haya correspondido estar en la sombra”, valora Miguel. Pero esa labor de las mujeres de los presos políticos de Franco, es a su juicio, “encomiable”, y hay que reconocerla. Eran tiempos en que solo ser novia o amiga de uno de ellos, significaba la reprobación social. “Ella, ellas, además se encargaban de alimentar la red exterior de solidaridad, de pasar mensajes de los presos, o de vender los artículos que los presos fabricaban y así recaudar un dinero que les permitía no morirse de hambre. Era una forma de hablar de los presos, de dar a conocer su existencia”.
Eran tiempos en los que nada de eso salía en la prensa. Usabiaga hijo rememora una anécdota. “A la cárcel fue un famoso pianista, Iturbi. Cuando llega, los dos mil presos políticos lo rodean para recibirlo. Uno le dijo: “Somos presos políticos”. Iturbi quedó atónito, y exclamó, “¿políticos?”. “Ese era el clima del país, salvo a los muy conscientes, al resto no llegaban noticias, y las mujeres eran un eslabón clave. Ése fue también el papel de mi madre, en la sombra”, completa quien viste su libro con una cita de Gramsci de prólogo: “La indiferencia es el peso muerto de la historia”, pues “la indiferencia no hace avanzar la historia en un sentido progresista”.
Un reportaje de Iban Gorriti