La guerra contra el analfabetismo en el frente

En días de contienda civil se creó un ‘marco de guerra’ más: activar los recursos y dotar de herramientas para que todos los gudaris aprendieran a leer y recibieran conocimientos de cultura

Un reportaje de Iban Gorriti

ochenta años después, aún permanece olvidada una labor superlativa vivida en las líneas del frente del bando republicano. Se trata de las Milicias de la Cultura que tenían como objetivo alfabetizar a los combatientes y con ello posibilitarles, por ejemplo, su ascenso militar y poder leer la carta de una hija. Esta función extendida por el Estado entre 1936 y 1939 también se desarrolló en Euskadi en batallones del Eusko Gudarostea como el Leandro Carro, del PCE.

La revista Blanco y Negro enfatizaba en agosto de 1938 en Madrid que “atrás quedan los parapetos, la escuela, la biblioteca. Nos decían que, por término medio, el analfabetismo alcanzaba hasta el 70%. Hoy no pasa de un dos y medio. Pronto desaparecerá completamente. Para eso han ido al frente los milicianos de la cultura”.

En esa misma publicación se dejaba impreso un Anecdotario de un Ejército que se capacita. “La actividad bélica tiene también momentos de mansedumbre; no a todas horas está el fusil en erupción. Se suceden jornadas entre pausas de reposo y violencia. Los ratos de tranquilidad los aprovechan los combatientes para capacitarse. Una de estas interrupciones tranquilas, paz en la guerra, las utilizamos para acercarnos a los parapetos”, contextualizaba. En la misma línea describía cómo “hombres jóvenes, de brazos musculosos y piel curtida por el sol, se tumban a la intemperie a repasar páginas de Historia, de buena literatura, de libros sociales. Tal es el materia de enseñanza escogido por los maestros”.

La docente de la UPV/EHU de la Facultad de Filología y Ciencias de la Educación Itziar Rekalde ha estudiado la labor educativa de las milicias culturales. En su trabajo Guerra y Educación, logra poner en valor el trabajo desplegado en los frentes republicanos en aras de difundir la cultura y erradicar el analfabetismo. Amplifica “las voces que desvelan las acciones de aquellos locos que, en plena guerra, creyeron en la educación como arma de superación personal y de conquista de la libertad para el pueblo”, valora Rekalde.

La investigadora estima que la mirada de las Milicias de la Cultura fue una de las realizaciones más espectaculares de la guerra, que convirtió al bando republicano en defensor a ultranza de la cultura y que según la definición de Manuel Aucejo Puig, de la compañía de Masa y Maniobras de la Aviación, “eran un intento progresista de alfabetizar el alto índice de tropa, estimular la lectura y las bibliotecas, y en muchos casos preparar a soldados para el ascenso a mandos superiores”.

A juicio de Itziar Rekalde, en Euskadi no se puede hablar de incidencia de estos milicianos, sino de soldados formados intelectualmente que decidieron, con el apoyo del comisario político del batallón, “emprender acciones educativo-culturales caracterizadas por la urgencia, la asistematicidad, la precariedad y la espontaneidad, para erradicar el analfabetismo y expandir la cultura como parte del proyecto republicano”.

En la publicación Euzkadi Roja, difundían en 1937 que la educación de personas adultas debía estar inspirada en “una enseñanza popular y antifascista, abierta a todos los hijos del pueblo, sean comunistas, socialistas, anarquistas, republicanos o simplemente amantes de la libertad y de la dignidad de nuestra España”.

Lacra social Antes de que estallara la guerra en el golpe de Estado militar de julio de 1936, el analfabetismo era una lacra social. “Los batallones vascos intentaron enseñar los rudimentos básicos a sus gudaris”, relata Rekalde, y va más allá con un ejemplo: “Es el caso del batallón Leandro Carro, del Partido Comunista de Euskadi, que solicitó a la Comisión de Enseñanza Elemental del Gobierno provisional de Euzkadi, con fecha del 22 de marzo de 1937, una subvención económica para la apertura de una escuela en la que formar en la lectura, escritura y cálculo a 48 gudaris. La solicitud fue realizada en estos términos: “Que siendo el deseo unánime de todo este batallón por su carácter comunista y por lo tanto amante del progreso y de la cultura, que desaparezca del mismo la plaga del analfabetismo; teniendo en la unidad un maestro nacional de Sestao que tiene solicitado del Gobierno de Valencia el ingreso en las Milicias Culturales y teniendo, por último, el local y mobiliario necesario para abrir una escuela de enseñanza primaria dentro de las horas que los deberes militares dejen libre a los analfabetos del batallón”.

Otro caso fue el del Segundo Batallón Stalin de la Columna Meabe, de las JSU. “El número de matriculados -expone Rekalde- fue elevado, de alrededor de 300 soldados”. Los combatientes agradecían la enseñanza. Un emotivo testimonio sobre el terreno da ejemplo de ello: “Federico me abrazó emocionado y balbuciente, con todas sus fuerzas prorrumpió a llorar como un chiquillo. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿En qué puedo ayudarte? Y con una emoción y alegría me dijo: Gracias a ti, he podido leer la primera carta de mi hija”, evocaba Saturnino Rodríguez.

Cabe agregar asimismo las importantes conferencias, el llamado periódico mural de los batallones, los órganos de batallón en los que los gudaris confeccionaban periódicos, semanarios, boletines… En este sentido destacan Rosa Luxemburgo y Karl Liebneckt. “Son los que han roto el fuego en Euzkadi con sus periódicos Disciplina y Alerta, respectivamente”, quedó escrito en 1937.

La prensa nacionalista vasca destacaba “de forma singular” -analiza la investigadora- certámenes y concursos como el Día de la Poesía vasca, organizada por el Euzko Gudarostea, en honor y memoria del sacerdote José de Ariztimuño Aitzol, primer organizador de la convocatoria. La radio, los altavoces del frente, el cine… facilitaron también la cultura en tiempos tan difíciles. “La educación en el terreno de lo social no se ha caracterizado nunca por combatir y librar retos fáciles, sino por desarrollarse en contextos y circunstancias adversas y no siempre favorables para el trabajo del educador”, concluye Rekalde.

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