El pasado miércoles 11 de octubre, se conmemoró el trigésimo aniversario del fallecimiento de Koldo Mitxelena. Lingüista, intelectual, impulsor de la UPV/EHU, gudari, encarcelado ocho años, autor de una ingente y variada obra… Fue clave en el proceso de unificación del euskera
Un reportaje de Eugenio Ibarzabal
Koldo Mitxelena, en el centro, durante una de las reuniones de Euskaltzaileen Biltzarra en Arantzazu. Foto: Sabino Arana Fundazioa
Acudo a la exposición sobre héroes de Baselitz en el Guggenheim, y desde que observo el primer cuadro, no sé muy bien porqué, me acuerdo de Mitxelena… y de otros. Luego lo sé. No son las figuras típicas de héroes: figuras esbeltas que miran al futuro con confianza, incluso con descaro, sino más bien cuerpos desgarrados, mal parecidos, sufrientes, y, al mismo tiempo, precisamente por eso, aún más humanos. Mitxelena tenía mucho de esto, aunque estoy seguro de que si me escuchara ahora decir lo de héroe me contestaría sonriendo, con la eterna carpeta en uno de sus brazos, la mano levantada y desviando la mirada: tampoco es eso, hombre. Pero, al tiempo, contento de ser reconocido.
Al menos para mí, fue un héroe. No voy a traer hasta aquí los datos que lo demostrarían, pues son conocidos, pero sí diría que, de todos ellos, el que más me sigue emocionando es el momento en el que, una vez salido de la cárcel, a los veintisiete años, deseando estudiar, renuncia, y se vuelve a comprometer en la clandestinidad en Madrid, lo que le hará volver a la cárcel a los treinta. Es necesario compromiso y valor para hacer eso, pues había entrado en combate a los veintiuno y condenado a muerte a los veintidós. Digamos, así, que, a su salida por segunda vez de la cárcel, a los treinta y dos, se matricula por libre en la Facultad de Filosofía y Letras. Consigue el doctorado a los 44, y a los 52, veinte años después de entrar en la Universidad, es nombrado catedrático en Salamanca. Mientras tanto, mucho sufrimiento, nuevos riesgos de cárcel, trabajos varios, profesor de casi todo, problemas graves de salud, enfrentamientos diversos y precariedad laboral absoluta.
Cuando algunos jóvenes hablan ahora de precariedad y se quejan, y no sin razón, tendrían que haber conocido también la de Mitxelena a lo largo de treinta años.
Lo mejor fue su propia vida. Zweig subtituló la biografía de Balzac como Una vida de novela. La de Mitxelena no lo es menos. Lo que más me interesa de Mitxelena es su capacidad para sobrevivir. Por eso es para mí un héroe. Subyace, pues, a lo largo de toda su vida un mensaje de optimismo. Se puede. Incluso en los peores momentos. Admiro a Mitxelena por la misma razón que admiro a Viktor Frankl, el autor de El hombre en busca de sentido, o a Ernest Shackleton. Solo me inspiran cosas buenas.
Minusvalorar al héroe
En las sociedades anglosajonas se reconoce a los héroes; aquí no. Es más, se trata de minusvalorarlos. No será para tanto, nos dicen algunos. O por algo será, comentan otros, tratando de inmediato de encontrar algún agujero por el que drenar su valor, no vaya a resultar que la contemplación de los héroes y de las heroínas vaya a poner al descubierto nuestras propias y no reconocidas miserias. Otros lo hicieron y nosotros no. Ya se sabe el porqué: debe de ser que ellos recibieron apoyo externo, tuvieron suerte o su éxito convenía a otros, abriendo así paso a la más miserable de las explicaciones humanas: la teoría de la conspiración, detrás de todos y de todo.
Pero no, detrás de Mitxelena, de Frankl o de Shackleton no hubo apoyo externo, ni tuvieron suerte, ni su éxito convenía a otros. Vamos, que no hubo asomo de conspiración alguna. Más bien dosis ingentes de miseria, sufrimiento, soledad y la circunstancia de haberles tocado lo malo en el peor de los momentos.
Un pueblo se hace de referencias buenas a las que acudir en los momentos malos. Por eso son tan importantes los patriotas y los héroes, por eso los necesitamos tanto. Sí, los patriotas y los héroes, por muy poco de moda que decirlo pueda estar. Para mí patriota es una de las caras que presenta la solidaridad humana. Porque es lo que se hace, no lo que se dice.
En esta época de influencers, cuya influencia dura tres días, hay que recordar la influencia que algunos han tenido de por vida. Y es bueno observar que esa influencia está basada, con mucha frecuencia, no tanto en grandes aciertos, victorias o éxitos, sino en su comportamiento como derrotados y marginados. Y sin embargo… La historia no es cómo empieza, sino más bien cómo acaba. La cuestión fundamental es la hora en la que decidimos hacer el balance. Mitxelena era un condenado a muerte a los 22, un hombre sin oficio ni beneficio a los 32, y una referencia intelectual para todo un pueblo a los 60. Como para advertir dicha tendencia en los años 40. El propio Mitxelena solía repetir a menudo que si políticamente estaba donde estaba era debido al ejemplo dado en el peor de los momentos por gentes como Juan Ajuriagerra y Joseba Rezola. No se podía decir que Mitxelena se apuntara entonces a un caballo ganador.
Koldo nos dejó un legado conocido de todos, pero lo más importante hoy para mí es su manera de enfrentarse a la vida, su ir a por todas, su compromiso vital, su valentía y su incapacidad para rehuir lo que tenía delante, por difícil que fuera. Ahí estaba él, siempre, acertada o equivocadamente. Recordamos sus aciertos, olvidamos sus errores y admiramos su comportamiento, su actitud.
Héroe y heroína
Lo observo sufriendo las embestidas de lo que fueron aquellos terribles años finales de los 70 y comienzos de los 80, que hoy ya ni recordamos, pero en los que nos pareció que todo, absolutamente todo, otra vez, estaba en juego. Y un hombre que amaba tanto a su país como Koldo no estaba dispuesto a que las nuevas generaciones sufrieran de nuevo lo que él había sufrido. No, nunca más, pensaba. Si algo le dolía especialmente era observar la soberbia de algunos jóvenes de las nuevas generaciones al obstinarse en partir de cero.
Volver a empezar está muy bien, pero nunca desde cero. Ahí radica a veces la diferencia entre la soberbia y la humildad. Hablamos de Koldo, pero creo que tendríamos que hablar de Koldo y de Matilde, sin la cual no se entiende absolutamente nada de la trayectoria de Koldo. No quiero ni pensar en la desazón de alguno de los momentos vividos juntos. Héroe y heroína.
Si historias como la de Koldo nos hicieran al menos ayudar a saber que la vida no empieza con nosotros, que somos lo que somos en gran parte a lo que en su momento hicieron otros, y que lo nuestro, con ser grave, puede ser mínimo con lo que a otros les tocó sufrir… Y a la vez, servir para constatar que, si otros lo hicieron, también nosotros podemos, de la misma manera, sobrevivir. Otros lo tuvieron mucho peor y salieron. A veces lo único que se puede hacer es aguantar, mantener la calma y continuar. Es decir, a veces lo único que se puede hacer es convertirse en un héroe.
Me he preguntado qué pensaría Mitxelena a propósito de los acontecimientos que estamos viviendo en estos días. Tal vez juzgaría de modo diferente. Cada cual está anclado en su época y proyecta el futuro en función de su presente y, en muchas ocasiones, de su pasado. A Mitxelena la guerra le marcó definitivamente. Era, lo sabía bien, un perdedor, que lo que más aborrecía y trataba de evitar era eso: una nueva derrota.
Pero, al tiempo, cuando orientó su solución con respecto a la unificación de la lengua vasca, se dejó llevar, lo dijo muchas veces, por la tendencia dominante que observaba entre los sectores más dinámicos de la literatura vasca. Estaba, pues, abierto a los signos de los tiempos.
Si, además, el héroe mantiene en el peor de los momentos el sentido del humor, es para elevarlo a los altares. Siento decirlo, no era el caso de Koldo, que, de verdad, tenía muy mal genio. Podía convertirse en alguien muy desagradable. A cada uno lo suyo. Y es verdad. ¡Pero es que algo malo tenía que tener el bueno de Koldo…! Alguien, en el fondo, tan humano. La palabra entrañable parecía haber sido creada para él. Muy a pesar suyo en algunos momentos.
Me alegro que la figura de Koldo Mitxelena sea recuperada y acogida nuevamente por los que él siempre consideró que eran los suyos, incluso en momentos de enfrentamiento. Porque algunos de los más graves errores de los suyos en aquella época tuvieron mucho que ver con el escaso aprecio que manifestaron a propósito de la apertura de Mitxelena hacia las opiniones de las nuevas generaciones, así como su visión y conocimiento de la lengua vasca.
Si algo me apena es no haber profundizado más en los sentimientos religiosos de Mitxelena en Días de ilusión y vértigo. 1977-1987. Pero no pude. ¿Cómo evolucionó a este respecto aquel niño de los luises de Renteria, que se escandaliza por la actuación de la jerarquía española en la guerra y en las cárceles, y que luego apenas habla de ello cuando se trata de conocer sus convicciones más íntimas? Era autoridad moral, pero no la ejercía; dejaba a los demás que obraran en consecuencia. Me hubiera gustado saberlo, pero algunos de los suyos no me lo permitieron.
No me negarán que nos dejó una maravillosa historia: érase una vez un pobre gudari, flaco, tímido y enfermizo, que comenzó a estudiar griego en la trinchera y lingüística en la cárcel de Burgos, y que terminó siendo catedrático en Salamanca.
¿Hay quien tenga una historia mejor?