Recién pasado el 8 de marzo, recordar la labor que desarrollaron unas auténticas pioneras, hace ahora un siglo, permite recuperar las figuras de las primeras maestras que ejercieron en Bizkaia tras romper moldes y convencionalismos que pretendían coartar sus aspiraciones como mujeres
Un reportaje de Miren Llona
Ahora que estamos estrenando una nueva década, merece la pena recordar cómo fue aquella otra década prodigiosa de los años 20 del siglo pasado para las mujeres. Qué duda cabe que eran tiempos difíciles, especialmente porque el derecho a la educación femenina no estaba plenamente reconocido. Emilia Pardo Bazán, intelectual y escritora de gran prestigio, defendió en el segundo Congreso Pedagógico de 1892 «el libre acceso de la mujer a la enseñanza oficial, permitiéndola ejercer las carreras y desempeñar los puestos a que le den opción sus estudios y títulos académicos».
Esto, que en la actualidad resulta una obviedad, no fue ratificado en aquel simposio, en el que 260 delegados votaron a favor del derecho a la educación de las mujeres, pero 290 lo hicieron en contra y 98 se abstuvieron. Así, habría que esperar a 1910 para que las mujeres consiguieran ser admitidas en las mismas condiciones que los hombres en la universidad. La aceptación de las mujeres en aquellos ámbitos que se consideraban patrimonio masculino fue muy lenta y en el curso 1929-1930, solamente el 14% del alumnado de bachiller era femenino y el 5,1% del universitario. Como decía Trinidad Parra, una mujer de Trapagaran, nacida en 1912 y que tuvo la oportunidad de estudiar Filosofía y Letras en Salamanca: «En aquella época la que iba sola a Salamanca parecía que se iba a tirar a la mala vida».
Sin embargo, lo que no había creado controversia era la dedicación de las mujeres a la enseñanza. Ser maestra iba a ser la única carrera femenina legitimada socialmente y convertirse en profesora de la Escuela Normal, la única alternativa profesional prestigiosa para las mujeres con aspiraciones intelectuales. En cierto modo, en aquella sociedad que no se había modernizado todavía, en la que la misoginia era ley y la desigualdad de género estaba profundamente enraizada en las mentalidades de hombres y mujeres, el hecho de que el ejercicio del magisterio exigiera cualidades que también debían compartir las madres en su papel de amas de casa -tales como la bondad, la dulzura, el espíritu de orden, el aseo, la puntualidad o la diligencia-, facilitó, lo que podríamos llamar, la feminización de la profesión.
De hecho, en Bilbao, por ejemplo, en 1901 había cerrado la Escuela de Maestros y en 1902 fue inaugurada la Normal Femenina. El ingeniero Pablo Alzola constató que la Normal de Maestros había cerrado por «la falta de vocación de los vizcaínos», y atribuyó la razón al desarrollo industrial y mercantil de la provincia que proveía a las «naturalezas viriles» actividades más afines a sus cualidades. El Magisterio era reconocido como un trabajo duro y mal pagado: «Con demasiados niños -informaba Leoncio Urabayen a los asistentes al primer Congreso de Estudios Vascos, celebrado en Oñati en 1918-, con malos locales, con insuficiente material y, sobre todo, con semejantes sueldos, ¿qué puede uno exigir sin sentirse inmediatamente desarmado?». El alejamiento masculino de la profesión guardó relación, en el caso de Bizkaia, con una mejora de oportunidades laborales para los hombres y, en ese sentido, la radical feminización de Magisterio en Bilbao formó parte de un proceso en el que coincidieron la desocupación masculina de ese espacio laboral, las necesidades económicas de las mujeres y la creciente división de esferas por criterios de género. Se impuso una lógica aplastante por la que el Magisterio se devaluó en el caso de los jóvenes, que haciéndose maestros parecían demostrar no valer para ganarse la vida de forma más beneficiosa, mientras que, en el caso de las chicas, la que destacaba en sus estudios en una familia se ganaba el privilegio de llegar a ser maestra.
No obstante, no era tan fácil para las mujeres ingresar en la Escuela Normal puesto que muchas veces, a pesar de la valía demostrada por las niñas en las escuelas y de las recomendaciones de las maestras para que siguieran estudiando, las familias no disponían de medios económicos para destinarlos a la educación de las hijas. Es muy significativo el recuerdo de la propia Dolores Ibarruri a propósito de su deseo de llegar a ser maestra: «Estudié, ayudada por la maestra, el curso preparatorio para ingresar en la Escuela Normal con la ilusión de ser maestra, [€]. Todas aquellas ilusiones de adolescente se desvanecieron ante la dura realidad económica. Estudios, viajes, comida, vestidos, libros, representaban un gasto superior a las posibilidades de mis padres». O el testimonio de la joven Charo Allende que, ganado el diploma de honor en la escuela con 12 años y tras el consejo de la maestra para que siguiera estudiando, recuerda cómo en su casa decidieron que «no necesitaban señoritas, que necesitaban quien vaya a la huerta a trabajar».
Aquellas que lo lograban, y llegaban a hacerse maestras, terminaban desarrollando una auténtica conciencia de valía personal, puesto que no solo llegar a estudiar en la Normal había exigido de ellas una constante superación de obstáculos, sino que el ejercicio de la profesión, como constató Urabayen, era también un trabajo duro y exigente. El caso de Carmen Villegas, una mujer nacida en Bilbao en 1910, guarda los elementos determinantes para el impulso de una carrera femenina: brillantes estudios, la atención de unos maestros que repararon en sus capacidades y la confirmación, por parte de la familia, de tales posibilidades. «Saqué plaza enseguida€», rememora Carmen Villegas. «¡Quién me iba a decir a mí que con 18 años me nombrarían maestra de Alonsótegui! Nada más terminar. Y estando en Alonsótegui me presenté a las Oposiciones de Barriada y saqué plaza. Y cuando saqué la oposición no dudé en empezar a trabajar, y ¡cuidado que era duro!».
Muchas veces, la plaza parecía más una condena que un premio a unos estudios abnegados. Las Escuelas de Barriada se situaban en lugares alejados y en el extrarradio de los pueblos. Llegar al puesto de trabajo era una gran aventura que ponía a Carmen en contacto con la realidad urbana y rompía absolutamente con los estrechos moldes de la feminidad doméstica: «Yo iba a Zabálburu a las 5.00 de la mañana» recuerda Carmen Villegas. «Cogía el tranvía de Santurce. Subía la cuesta de Sestao y bajaba a Galindo. Y en Galindo me esperaba a mí el tren porque salía a las 7.00. Y el jefe me hacía señas para que corriera. Y yo decía pero si no puedo… Si más que esto€».
Los cambios en la identidad femenina sobrevinieron automáticamente: asumir la libertad de movimientos por el espacio público, lo mismo que experimentar la realización personal por medio del trabajo pasaron a ser atributos de una identidad femenina nueva en la que ser mujer y desarrollar una vocación profesional no entraba ya en contradicción. En el caso de Carmen Villegas, sus aspiraciones fueron defendidas incluso después del matrimonio: «No le admitía a nadie que yo no trabajara de maestra€ No tengo ni una baja en los cincuenta años que he sido maestra. Yo no admitía que podría dejar la escuela».
Así, hace unos cien años, cuando solo se nos permitía ser maestras, aquellas mujeres fueron precursoras de cambios trascendentales para la emancipación femenina, especialmente en lo que se refiere a la experimentación del trabajo como fuente de satisfacción y de éxito personal. Carmen afirma: «Cambié el barrio. Eso lo puedo decir€ He sido con toda mi alma maestra. La escuela ha sido de mucha lucha, pero yo era feliz».
Muchas de las más insignes impulsoras de los derechos políticos y civiles de las mujeres durante los años 20 y 30 del siglo pasado fueron maestras: María de Maeztu, que en 1915 fundó la Residencia de Señoritas en Madrid con el fin de facilitar la realización de estudios superiores a las jóvenes estudiantes; Benita Asas Manterola, presidenta desde 1924 de la primera asociación feminista que exigía el sufragio para las mujeres; Josefina Olóriz, una de las primeras mujeres elegidas concejala en el Ayuntamiento de Donostia en 1925; Adelina Méndez de la Torre, experta en pedagogía experimental y la única mujer ponente en el primer Congreso de Estudios Vascos en 1918; Polixene Trabudua, maestra de Sondika y activista del nacionalismo vasco; Elbira Zipitria, pedagoga y fundadora durante la Segunda República de la primera ikastola.
La década de los 20 del siglo XX fue verdaderamente prodigiosa y alumbró muchos cambios de gran calado para las mujeres. Además de las maestras, muchas otras mujeres modernas desafiaron las convenciones de la época, siendo no solo las primeras bachilleras y universitarias, sino también las primeras oficinistas y administrativas; las primeras deportistas, periodistas y abogadas y cómo no, también las primeras concejalas, candidatas de partido o diputadas. Fueron muchas las mujeres que se atrevieron a desafiar la norma que establecía que su lugar era exclusivamente la familia y el hogar, y gracias a ellas un nuevo mundo de posibilidades se abrió para todas nosotras.