Mikel Lertxundi Galiana
EL pasado domingo cerraba sus puertas la exposición Anselmo Guinea (1855-1906). Los orígenes de la modernidad en la pintura vasca, tras tres meses y medio en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, donde pudo verse gracias al patrocinio de BBK Fundazioa. Más de 50.000 visitantes han tenido la oportunidad de conocer a un sólido artista ignorado por el gran público, aunque muy apreciado por museos, instituciones y coleccionistas particulares. Las 100 piezas que la conformaban (88 pinturas, 8 publicaciones ilustradas por el artista y 4 cartas) permitían adentrarse en la complejidad de un creador abierto a diversos estilos y géneros pictóricos. Retratos, paisajes, escenas costumbristas, orientalistas e históricas a través de las que recorrer su evolución del preciosismo al impresionismo, el puntillismo, el modernismo o el simbolismo.
Hijo de un humilde carpintero, Guinea nació en 1855 en la anteiglesia de Abando, para a finales de la década siguiente recibir su primera formación artística de manos de dos de los maestros de dibujo que entonces tenía Bilbao, Ramón Elorriaga y Antonio María Lecuona. Con ellos aprendió lo necesario para que sus dotes llamaran la atención de un reducido grupo de aficionados a las Bellas Artes, miembros de la burguesía local, que decidieron aunar esfuerzos económicos para ofrecer una mejor educación al talentoso muchacho. En plena guerra carlista, pero liberado ya Bilbao del sitio, Guinea fue enviado a Madrid para estudiar en su Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado entre 1874 y 1875. A fines de ese último año, y gracias al mecenazgo de Manuel María Gortázar, pudo desplazarse a Roma. En el mes de noviembre daban comienzo cinco meses de estudio en la Academia Chigi y en la Academia Española, de aprender visitando los estudios de otros pintores, y de sumergirse de lleno en la animada vida de la ciudad. Casi medio año en el que estrechó su compromiso con una pintura de género que seguía la estela del exitoso Fortuny; obras intrascendentes ambientadas en épocas pasadas y resueltas mediante un minucioso toque preciosista.
En abril de 1876 regresaba a Bilbao con la intención de orientar su producción hacia la pintura de paisaje; un paisaje realista y luminoso al que se dedicará durante el siguiente lustro. Esta trayectoria se vio interrumpida por un nuevo viaje a Roma a finales de 1881, que le haría sumergirse en los géneros triunfantes entonces en el comercio: recreaciones orientalistas con moros y odaliscas como protagonistas, escenas de espadachines y casacones dieciochescos, recreaciones historicistas -o seudohistóricas, como es el caso de su Jaun Zuria jurando defender la independencia de Vizcaya (1882)-, y escenas costumbristas italianas. La gracia y la solvencia con las que resolvió estas últimas, especialmente a partir de 1883, le granjearon un notable éxito comercial, hasta el punto de ser asediado por los marchantes extranjeros que llegaban a Roma a la caza de nuevos pintores. Eran escenas de campesinos laziares o napolitanos, por lo general alegres y luminosas, que solían encerrar una anécdota humorística. Obras como Recuerdos de Capri (1884), Idilio (1884-1886) o La carta (1887).
Regreso a Bizkaia
Tras más de un lustro en Roma, en mayo de 1887 regresó a Bizkaia; inicialmente, y hasta 1888, se establecería en Lekeitio. El cambio de aires motivó también un cambio en los temas de su pintura, que retornó a los paisajes locales y a las escenas costumbristas vizcainas, en las que se dejaba sentir la influencia argumental de la literatura de Antonio Trueba. La transformación, sin embargo, no fue traumática, ya que su pintura continuó siendo deudora, plástica y compositivamente, del tratamiento que había dado al género en Italia. No fue hasta pocos años después, gracias al influjo del pintor Adolfo Guiard y de un primer viaje a París en 1891-92, cuando aclaró su paleta, realizó ensayos puntillistas y sintetistas, y renovó los esquemas compositivos mediante los que articular sus cuadros, que durante la primera mitad de la década de los noventa desecharon la lectura narrativa para acercarse al naturalismo.
A partir del verano de 1892, instalado ya en Deusto, convirtió la ría y las huertas de sus alrededores, así como la actividad humana tradicional que en ellas se desarrollaba, en los protagonistas absolutos de su producción. 1894, sin embargo, marcará el inicio de la importancia creciente que adquirirán en su obra las escenas vinculadas directa o indirectamente a la celebración de ritos religiosos por el campesinado; una predilección que tendría su inicio en un cuadro al óleo con el que sería premiado con una de las tres medallas de oro de la Exposición Artística de Bilbao de ese año: Primavera. Debe tenerse en cuenta que, ante el sentimiento de pérdida de las tradiciones que ocasionaba la industrialización en la que estaba inmersa Bizkaia, Guinea decidió elevar un canto glorificador a la feliz y espiritual sencillez de la existencia rural, que ya no se limitaría a las escenas del trabajo campesino, sino que, a partir de mediados de la década de 1890, incluiría también las manifestaciones de su religiosidad (bautizos, primeras comuniones, responsos, misas o procesiones).
Arratia, zona de evocaciones
Su tendencia a obviar la industrialización y sus efectos aumentó cuando, a partir de 1896, comenzó a pasar los veranos en el valle de Arratia, una zona de evocaciones arcádicas que le suministró temas para ahondar en su reacción nostálgica. Durante los periodos estivales pintó muchos de los encargos de los principales coleccionistas bilbainos, caso de Alejandro Anitua o Ramón de la Sota. Para Anitua ejecutó un importante número de pinturas, al tiempo que trabajaba activamente en la conformación de su colección, asesorándole sobre los artistas a los que debía recurrir y mediando con ellos. En cuanto a Sota, las salidas al mar con el empresario naviero le inspiraron diversas obras ambientadas en su yate (Regatas en el Abra, c.1899-1900, y Salvamento de la lancha Josephita, 1900), pero el encargo de los bocetos de las vidrieras de su nueva residencia -Ibaigane-, le llevaron a adoptar las claves del lenguaje modernista, que en estos años emplearía también en otros proyectos decorativos para José de Orueta o Luis Ocharan, o en las portadas de varias publicaciones periódicas.
Durante los años de entre siglos, Guinea participó junto con Adolfo Guiard, Manuel Losada y Darío de Regoyos en la experiencia asociacionista que les llevó a pergeñar las líneas maestras de una Sociedad de Arte Modernista, que tendría su plasmación en las Exposiciones de Arte Moderno de Bilbao. Ambas actividades tuvieron la voluntad de aunar voces contra el academicismo, pero un desencuentro entre sus protagonistas motivó el regreso de Guinea a Roma, donde residiría casi exclusivamente entre 1902 y 1905. Aquí pintó los lienzos para los techos del Palacio Provincial de Bizkaia: alegorías basadas en modelos barrocos y una composición de tema histórico.
Durante esta nueva estancia italiana, su producción siguió dos vertientes. Inició un breve y personal acercamiento al realismo social, aunque alejado de cualquier intención de denuncia, a la vez que recuperó temáticas historicistas y costumbristas olvidadas durante más de una década, pero que reinterpretó con pinceladas y cromatismos novedosos, y, en algunos casos, con marcadas conexiones con el simbolismo.
En febrero de 1905 Guinea regresaba enfermo a Bilbao, para fallecer un año después en su domicilio de la calle Henao.
Tras la clausura de la muestra, el Museo de Bellas Artes de Bilbao continuará ofreciendo la posibilidad de revisitar algunas de las obras más importantes del pintor en las salas de su exposición permanente. Además de varios dibujos, más de una decena de óleos y acuarelas de su colección permiten recorrer prácticamente todos los periodos del artista, que están magníficamente representados por obras fundamentales de su carrera.
La más temprana es Retrato de Juan Rochelt (c. 1880), un interesante pintor aficionado amigo de Guinea. La bandera del profeta (1882), Una maja (c. 1884-87) y Recuerdos de Capri (1884), permiten acercarse a varios de los géneros que trabajó durante su segunda etapa romana: el orientalismo, los temas castizos, y las pintorescas, alegres y luminosas evocaciones de sus estancias en el Golfo de Nápoles. En cambio, Idilio en Arratia (1889) representa perfectamente su inicial reencuentro con el costumbrismo vizcaino; una escena de amor casto entre aldeanos tratada con un candor que continúa la estela argumental de la obra del literato romántico Antonio de Trueba, al que conoció de niño y al que retrató. Retrato de Amada Esturo (1893), Retrato femenino (1894) y Retrato de doña Asunción Lazurtegui González (189?), son tres ejemplos de los encargos que recibía de la burguesía local para ver sus fisonomías trasladadas al lienzo. Las dos primeras, además, son extraordinarios exponentes de las influencias renovadoras que se trajo de su primer viaje a París.
Acercamiento al realismo social
La especial atención que concedió a las manifestaciones de la vida espiritual del campesinado vizcaino se resumen en ¡Cristiano! (1897), Pascua florida (1899) y Después de la misa en la iglesia de Arteaga (1899), que, además de su atractivo plástico, tienen un alto interés como documento etnográfico. Su dedicación a las artes decorativas en los años de entre siglos tiene también representación en el Museo con La vuelta de la romería (1899), uno de los tres bocetos que pintara en Arratia para las vidrieras de la caja de la escalera del palacio de Ibaigane. Finalmente, Gente (1904), tal vez su mejor obra, representa su acercamiento a un realismo social teñido de cierto humorismo de sus últimos años romanos.
Asimismo, desde hace un año se cuelga junto a ellas un depósito de la Galería Michel Mejuto, Retrato de caballero (1894), que sirve de magnífico y elegante contrapunto al Retrato femenino del mismo año.
Aquellos que disfrutaron con la exposición continúan así gozando de la oportunidad de reencontrase con Anselmo Guinea, y los que se la perdieron, de descubrir a este refinado creador.
Anselmo Guinea, el pintor que vió claro que era mejor para los suyos, vivir de la pintura que vivir para la pintura, vivir del arte que vivir para el arte.
Su clientela parece que oscilaba entre el gusto por lo local que cambiaba a ojos vista y el enroque en las tradiciones que comenzaban a evaporarse. Así en «¡Cristiana» como en otros cuadros. La truculencia de los concursos oficiales y el amaño de los concursos eran moneda corriente en sus días, también, y él resultó beneficiario de más de uno de aquellos enredos.
Divertidos dos cuadros que hablan más de otros asuntos. El uno refiriendo los inocentes juegos de hijos de la burguesía local en aquel local llamado «El Escritorio» y el otro el canto a la sensualidad, al placer y al erotismo de aquella pareja retozando no se sabe dónde mientras el pajarillo se desgañita lanzando trinos ante lo que se adivina como un tórrido final del encuentro.
Me gustó visitarla y escuchar las explicaciones de Ana, que lo hace francamente bien.
La historia siempre se repite, y lo que aparentemente vivimos como si fuesemos los únicos, los primeros, en realidad no es sino, una sensación nueva, unicamente para nosotros.
Y esto es lo que sentí al ver la exposición, y a Guinea buscando las raices en Arratia.Más de un siglo después, creí sentirme un privilegiado al trasladarme a vivir a Artea desde las orillas de Bilbao.
No obstante, sí reconozco el entorno, los caseríos y los montes, pero me sorprendieron los baserritarras.Tanto su aspecto, como su vestimenta e incluso su compostura pudorosa y tan poco apaionada me deja frío.Falta de pasión en el pintor o aplicación de las técnicas por encima de las emociones?