El 16 de julio de 1950 nueve improvisados marinos iniciaron una aventura que les llevó a cruzar el Atlántico con destino a México en busca de la libertad que les negaba el franquismo
Un reportaje de Edu Araujo
El ‘Montserrat’, con parte de su tripulación y familiares, en el muelle de Veracruz.
Atodos aquellos que han tenido que dejar su país y su familia, arriesgando a veces la vida, para emigrar a otras tierras, ofrendando sus talentos y su trabajo en busca de una existencia más próspera y un futuro en libertad. (Dedicatoria del libro La travesía del Montserrat, diario de Félix San Mamés Loizaga).
La corriente de la bajamar comenzaba a arrastrar hacia el Abra las rosas y los claveles arrojados por las embarcaciones en recuerdo de los marinos perdidos. La variopinta flotilla que escoltaba la imagen de la Virgen del Carmen de vuelta a su lugar en la iglesia de Santurtzi había cumplido con la parte más importante de la ceremonia y enfilaba de nuevo a puerto. Manuel Algorri echó una última mirada a tierra y empujó la caña del reluciente balandro todo a babor hasta que la proa señaló el oestenoroeste, exactamente el rumbo contrario al resto de la multitud de lanchas y botes. Sentado en la proa, el santurtziarra Félix San Mamés contemplaba el horizonte y soñaba con arribar a México y conseguir la libertad. Por delante, 5.800 millas -10.832 kilómetros- de una mar repleta de peligros. Eran las 18.45 horas del domingo 16 de julio de 1950. Pasarían al menos 24 años hasta que, agonizante el dictador que les obligó a emprender aquel viaje, Félix pudiese volver a pisar las calles de su pueblo.
Hubo quien una vez afirmó que existe un rasgo de carácter propio de los vascos que los convierte en magníficos marinos. Quizá sea objetable tal generalización desde un punto de vista puramente antropológico, sin embargo algo debe de unir el alma de los vascos al océano que pueda explicar por qué un pueblo poco numeroso ha sido capaz de escribir tantas páginas en la historia marítima de la Humanidad. Bien fuese la búsqueda de un futuro más próspero que el que les ofrecía el cultivo de una tierra difícil y montañosa, bien la asfixiante falta de libertad y la represión, la mar que agita la costa de los vascos siempre fue para ellos un camino más que una frontera, una esperanza antes que un límite.
Así pues, resulta muy propio de su condición de euskaldunes que aquellos nueve hombres a bordo del Montserrat escogiesen atravesar el segundo océano más grande del planeta en un velero de apenas trece metros, como el mejor medio para escapar de la dictadura franquista. Salvo uno, Gregorio Solano, que era ingeniero de minas y el único con alguna práctica náutica, ninguno tenía dilatada experiencia como marino y, mucho menos, como navegante de altura a bordo de veleros. Trabajaban en Astilleros ALSA, el pequeño taller naval de los hermanos Algorri y su enrolamiento había sido una decisión cuidadosamente meditada: otro 16 de julio, un año antes, Manuel y José Luis habían reunido a sus trabajadores para celebrar una comida. A los postres, quedando solo aquellos que, por su forma de ser noble, trabajadora y leal, les merecían más confianza, lanzaron su propuesta: “¿A dónde viajaríais de poder escapar?”.
El destino elegido, naturalmente, debía de estar al otro lado del Atlántico pero, ¿qué lugar? Venezuela sufría una dictadura militar y era aliada de España; de viajar a Estados Unidos corrían el riesgo de ser repatriados… Manuel Algorri les habló de México y todos convinieron en que aquel país, que con tanta generosidad había abierto sus fronteras a los refugiados políticos, sería su destino.
La trascendencia de aquella decisión no se le escapaba a ninguno: en un ambiente de feroz represión, desde aquel preciso instante, los hombres confiaban la vida a la discreción de sus futuros compañeros de tripulación (el padre de uno de ellos, Ismael, había sido detenido por sus ideas políticas, desapareciendo para siempre poco después).
El barco Al día siguiente comenzaron la construcción del barco, un balandro, de trece metros de eslora, tres metros y ochenta y cinco centímetros de manga y treinta toneladas de desplazamiento. El nombre escogido, Montserrat, formaba parte de la estrategia que los Algorri habían diseñado para ocultar el plan a las autoridades fascistas: a quien preguntara -y no fueron pocos los que lo hicieron- había que decirles que un supuesto empresario catalán les había encargado aquel velero con el nombre de su hija. A lo largo de los siguientes 364 días los sobresaltos se sucedieron: la casualidad había querido que hubiese un cuartel de la Guardia Civil a unos metros de Astilleros ALSA. Una noche, mientras trabajaban en el barco, llamaron con rudeza a la puerta. Al abrirla se encontraron con dos agentes que traían un saco con las velas del balandro. Lo habían olvidado en la calle. Los de verde no llegaron a sospechar nada y todo quedó en un tremendo susto.
El mismo día de la partida, a punto ya de embarcar, se cruzan un grupo de muchachas que les gritan en tono de broma: “¿Nos lleváis con vosotros a Argentina?”. Palidecen. No saben ellas lo cerca que han estado de acertar… Zarpan. Se suman a la procesión, en la que también participan las lanchas con las autoridades militares que ejercen, en la práctica, de carceleros de una población civil sometida por la fuerza de las armas. Destacamentos de infantería de marina patrullan por los muelles y las embarcaciones que parten, deben de ser inspeccionadas para evitar, precisamente, lo que pretende conseguir la tripulación del Montserrat.
Tratando de despistar, llegan a pintar la línea de flotación del velero por encima de la real, para que nadie sospeche que van demasiado cargados para una travesía tan corta.
Los recursos económicos no son muchos y alguno no puede aportar nada más que su trabajo. Se planifican los víveres y el agua para algo más de un mes, confiando en navegar la mayor parte del tiempo a motor y hacer una buena media de millas diarias, pero este -que era un motor de camión marinizado- se estropea al llegar frente a las Canarias y han de hacer el resto de la travesía a vela, lo que les supone otros dos meses extra de singladura. La ración de agua queda establecida en un único vaso al día por tripulante y la comida se confía a la pesca. Pero los aparejos que llevaban resultan no ser de buena calidad y no podrán pescar hasta llegar al Caribe y hacerse con unas cañas. Cuando lleguen a su destino estarán famélicos y con un hambre voraz.
Huracanes Pero la fortuna sonríe por lo bajito a estos valientes, aunque las calamidades les hagan rozar la desesperación a veces: al haber zarpado en plena temporada de huracanes, el Montserrat se cruza hasta con siete de ellos, sin embargo, todos quedan suficientes millas a barlovento como para que ni barco ni tripulación peligren por los fortísimos vientos y las olas furiosas que levantan.
Guiados por las estrellas y su intuición, a la vieja usanza, como miles de marinos cientos de años antes que ellos, van recortando las millas de mar que les separan de tierra hasta que a las dos de la tarde del día trigésimo octavo de navegación divisan la isla de Trinidad. Botan la txalupa y tratan de alcanzar la costa a remo. Las fuertes corrientes arrastran la diminuta embarcación y acaban desembarcando muy lejos de dónde ha quedado fondeado el balandro. Los que permanecen a bordo ven que pasan las horas primero y luego los días sin que regresen los del bote. Al cuarto día, cuando ya los dan por desaparecidos, los ven llegar con boga cansada, pues luchan contra la marea. Con la yola, van en su ayuda, pero los dos remeros, orgullosos, no aceptan el remolque y, aunque extenuados, llegan por sus propios medios hasta la cubierta. En esas 96 horas en tierra han vivido lo que Robinson Crusoe en veintiocho años: encuentros con nativos, lucha con tiburones, encalladas en los arrecifes… hasta, picados por el orgullo de exbogadores de la Sotera, han ganado una improvisada regata a remo contra una embarcación de pescadores locales de ocho tripulantes.
Como apenas tienen dinero, tratan de cambiar algo del alcohol que llevan por cocos y otras vituallas, pero las autoridades les prohíben el intercambio. Decididos a aprovisionarse ante los días de mar que todavía les quedan por delante, emprenden incursiones nocturnas para hacerse con todos los cocos que puedan antes de partir. A la vez, se limpia la obra viva del Montserrat, se adecenta el barco, reparan el motor y se hacen con aparejos de pesca. En la mañana del 2 de septiembre, viran el ancla y emprenden la que, confían, será la parte más breve de la travesía. Se equivocan: conocen Jamaica antes que México y a punto están de perder el barco al encallarlo en unos bajíos, hasta que, finalmente, arriban a Veracruz, su último puerto, pasados otros cuarenta y un días.
Sin cartas de navegación detalladas; sin electrónica a bordo; sin radar, GPS, sonda ni AIS, los nueve valientes que partieron de Santurtzi han sido capaces de llegar a su destino, esquivando en el camino a sus carceleros, siete huracanes y algunas de las costas más difíciles del planeta.
México les acoge y les ofrece asilo, los medios de comunicación cuentan su historia y la de su barco. Sus familias pronto reciben el consuelo de saberlos vivos, aunque en la dolorosa distancia. Comienzan a tratar de establecerse. Su capacidad de trabajo y su bonhomía harán que pronto lo consigan. Para Ismael, por ejemplo, habrán de pasar dos años hasta que consiga ahorrar lo suficiente para poder llevar con él a su familia, compuesta por su mujer y sus hijas.
Es cierto: el viaje del Montserrat no tiene la épica de las grandes epopeyas marítimas. No hay en él oro, conquistas ni descubrimientos. Es un hecho humilde, de gente sencilla que decidió arriesgarlo todo a cambio de la esperanza de libertad.