La economía de los municipios vascos quedó marcada por la presidencia del gobierno en 1853 del general guipuzcoano Francisco Lersundi, que tuvo como ministro de la Gobernación al alavés Pedro de Egaña
EL hacendista norteamericano Louis Eisenstein, hace más de 50 años, escribió que nada relacionado con el ser humano y los impuestos puede ser aburrido. Aunque esta afirmación puede causar un cierto asombro y por supuesto escepticismo, en realidad tenemos acontecimientos del pasado, relacionados con el ser humano y los dineros, que no solo no son aburridos sino realmente curiosos, e incluso, llegado el caso, hasta divertidos.
Fijémonos en el año 1853. ¿Qué pasó hace 160 años tan interesante que alcanza en su relevancia hasta hoy? Sin duda, y en relación con los impuestos -o alrededor de ellos- ocurrió una circunstancia casual -o conjunción planetaria si se quiere- que ha determinado aspectos muy importantes de la administración pública en el País Vasco hasta hoy en día.
El 14 de abril de 1853 tomó posesión en Madrid como presidente del Gobierno un militar de origen guipuzcoano, el general Francisco Lersundi Ormaechea (1817-1874). Nacido en 1817 en aguas de La Coruña cuando su padre, el brigadier Benito Lersundi, y su esposa Josefa Ormaechea viajaban hacia su destino a Valencia, se alistó en el ejército al comenzar la Primera Guerra Carlista, aunque su vocación inicial fue la abogacía. En el ejército hizo méritos de armas y méritos palaciegos, con su buena relación con Isabel II, suficientes como para ocupar la presidencia del Gobierno, y otros importantes que alcanzó después, como la Capitanía General de Cuba. Era, a pesar de sus escasos 40 años, el hombre de la situación. También nos interesa otro personaje en el Gobierno de Lersundi, como fue Pedro de Egaña (1803-1885), alavés en este caso, prestigioso abogado y profundo conocedor y defensor de los fueros, que era ni más ni menos ministro de la Gobernación en el fugaz Gobierno de Lersundi (que sólo duró cinco meses, entre abril y septiembre de 1853).
gobernadores civiles En el centralizado sistema político español al Ministerio de la Gobernación le correspondía, además de las labores de salvaguardia del orden público, el control de la administración periférica por medio de los representantes del Gobierno en las respectivas provincias, conocidos hasta 1997 como gobernadores civiles. En efecto, los gobernadores civiles, con la organización del Estado liberal, se habían dispuesto como cabezas de la administración y puente entre el Gobierno y los municipios. Pues bien, este principio en el País Vasco tenía un grave problema práctico de aplicación, como fue la presencia de las instituciones forales.
Los Fueros vascos no lo eran tales, sino del Señorío de Vizcaya y de las provincias de Álava y Guipúzcoa, y entre sus diversos elementos, encontramos una organización municipal peculiar y muy variada. Esta organización desapareció en octubre de 1841 con el decreto de Espartero, más conocido porque dictó también el traslado de las aduanas a la costa, pero en lo que nos interesa extendió la planta municipal común al País Vasco. Pues bien, aquí el Estado liberal chocó con un problema práctico. En los sistemas forales tradicionales los delegados del rey eran los corregidores, pero en Álava no había corregidor, puesto que su función era ejercida por el diputado general. Por esto es por lo que en Álava chocó pronto esta nueva figura administrativa.
Estos gobernadores, llamados inicialmente jefes políticos o subdelegados de fomento, adquirieron su nombre y funciones gubernativas de forma definitiva en 1847. Una vez nombrados y que comenzaran su actuación en el País Vasco aparecieron los primeros problemas de convivencia con las instituciones forales. En 1851 la Diputación alavesa solicitó el mantenimiento del viejo sistema de forma que el control económico de los ayuntamientos recayera en la Diputación General y no en el gobernador civil. La petición se basaba en un principio de economía de medios. Se decía que al ser este el sistema tradicional los antecedentes se encontraban en las oficinas de la Diputación y que, al ser pequeños estos municipios, no harían más que entorpecer una vida municipal mínima. Hay que tener en cuenta que en ese momento, mediados del siglo XIX, Álava era la provincia del Estado con menos población (96.000 habitantes, 18.000 de ellos en Vitoria) repartida en 90 ayuntamientos, muchos de ellos muy poco poblados y por lo tanto, con escasos servicios y con poco, igualmente, por controlar. Así, a Álava, debido a su escaso peso demográfico, y político, y a que realmente había sido función de su Diputación, se le concedió lo solicitado.
Como es fácil de suponer a las otras dos diputaciones forales, de Bizkaia y Gipuzkoa, esta concesión les interesó sobremanera, por lo que presentaron una instancia al gobierno asegurando que la naturaleza, aunque no la letra, de sus respectivos ordenamientos forales eran iguales al alavés. En 1853, y, por una Real Orden de 12 de septiembre no publicada en la Gaceta de Madrid, el Gobierno ordenó en su artículo 2º «que los presupuestos y cuentas anuales de los mismos ayuntamientos se presenten á la diputación foral de la respectiva provincia para su examen y aprobación en la parte que la merezcan».
sin veleidades ‘políticas’ No hay que confundirse, estamos hablando de órbitas administrativas y de control presupuestario. En el aspecto del puro orden público, continuarían dependiendo del gobernador, que mantenía elevadas capacidades de intervención para evitar cualquier veleidad política a los municipios, que se han entendido siempre en España como meros organismos administrativos prestadores de servicios públicos inmediatos pero sin ninguna proyección política y escasa autonomía hasta la Constitución de 1978.
La aplicación práctica de la medida, a la luz de la documentación del momento no dejó de ser complicada y trabajosa, con variaciones a lo largo del tiempo y del espacio. Ya en 1856, a los tres años de la publicación del Decreto, el encargado de tales funciones en la Diputación vizcaína, Santiago de Batiz, se quejaba de la falta de personal y de medios para llevar a cabo la ingente labor de controlar, real a real, las cuentas del centenar de pueblos del Señorío, lo que indica el escaso control efectivo que supuso a corto plazo. Por la otra parte, por los ayuntamientos, parece que en los de menor importancia el cumplimiento de la norma era un tanto irregular.
Así, nos encontramos con que las diputaciones eran las encargadas, tanto por su control de la contabilidad municipal como por sus amplias atribuciones en materia de hacienda, de controlar la vida económica de los ayuntamientos.
El caso es importante porque es una muestra más de la flexibilidad del régimen foral para captar nuevas competencias que no aparecían en los textos forales. Y ello gracias a la intervención de un ministro, como fue Pedro de Egaña, que no duró más de una semana en el cargo después de firmar la Real Orden (hasta el 19 de septiembre de 1853).
El control de las cuentas y presupuestos municipales, así, se integraron en lo que se conoce ahora como derechos históricos desde fecha reciente como es la de 1853. Tras la abolición foral de 1876-1877 las diputaciones provinciales, desde 1878 sujetas al Concierto Económico, mantuvieron su capacidad de control sobre cuentas y presupuestos municipales. Y así ha seguido siendo salvo en el periodo en que el Concierto fue eliminado, entre 1937 y 1981, en Bizkaia y Gipuzkoa. Y todo gracias, a la conjunción planetaria de un presidente del gobierno guipuzcoano y un ministro de la gobernación alavés, de hace 160 años. Habrá quien juzgue ese elemento irrelevante. Total, qué más da quién organice o regule las cuentas y presupuestos municipales, pero no hay que olvidar que las diputaciones forales, hoy en día, además de financiar al Gobierno vasco por medio de sus aportaciones, también financian en gran parte a los ayuntamientos del País Vasco, mientras que en el resto del Estado su financiación es función del Estado central. Hasta aquí llegan las largas sombras de Lersundi y de Egaña. Si el lector pasea por el salón de los ilustres del Palacio Foral, de la Gran Vía, verá un retrato de cuerpo entero de Pedro de Egaña, entre otras cosas está ahí por lo que acaba de leer.