El magnate bilbaino se embarcó en el proyecto de fabricar el submarino E-1 de la mano de la República de Weimar, que quería superar el Tratado de Versalles.
Por Patxi Lázaro. Bilbao.
MEDIANTE el Tratado de Versalles las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) impusieron a la derrotada Alemania condiciones que en la práctica implicaban una completa renuncia a su defensa nacional: recortes territoriales, cesión de colonias, una tropa de tan solo 100.000 hombres para funciones de policía y finalmente la prohibición de construir tanques, aeroplanos, submarinos y barcos de guerra de gran tonelaje. Raro es el país que se conforma con este estado de cosas, disponiendo de medios y recursos para evitarlo. Es un hecho comprobado que el rearme de Alemania no comenzó con Hitler, sino mucho antes, apenas firmado el armisticio y bajo la dirección de los gobiernos progresistas de la República de Weimar. Esta tarea se llevó a cabo en tres etapas. En primer lugar se establecieron relaciones diplomáticas y comerciales con países excluidos de la comunidad internacional -como la naciente Unión Soviética- o aquellos otros que habían permanecido neutrales durante la Gran Guerra -España- para construir y ensayar en secreto prototipos de armas avanzadas cuya producción prohibía el Tratado de Versalles. En una segunda fase, ya en la época nacionalsocialista, se emprende la fabricación en serie de grandes cantidades de material de guerra, con letras de cambio emitidas por la sociedad tapadera con sede en Berlín Metallforschungsgesellschaft (MeFo) y diversas maniobras de ingeniería financiera. Finalmente, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, dejados a un lado todos los disimulos ante los inspectores de la Sociedad de Naciones, el mundo pudo contemplar el retorno al escenario geopolítico de una Alemania rearmada y en son de guerra.
Astilleros de Cádiz
A comienzos de la década de 1920 la red clandestina habilitada por el gobierno alemán para organizar el rearme extiende sus tentáculos hacia el sur de Europa y establece contacto con un industrial llamado Horacio Echevarrieta. En 1917 este empresario vasco, que ya mantenía cierta relación con Alemania a través de los grupos Krupp y Blohm & Voss, había adquirido Astilleros de Cádiz para explotar el auge naval que inevitablemente seguiría al cese de las hostilidades. La recuperación tuvo lugar antes de lo previsto, y a partir de 1922 sobrevino un estancamiento en el sector naval. Esto, unido a las crónicas dificultades de financiación de la casa Echevarrieta y Larrínaga, precipitó a las instalaciones de Cádiz en una prolongada crisis, a la que se intentó poner remedio mediante la fabricación de material ferroviario, puentes y aparejos de ingeniería civil. Finalmente Horacio Echevarrieta vio la salida a sus problemas en la construcción de buques de guerra para la armada. Así surgió la idea de crear una fábrica nacional de torpedos y construir submarinos en Astilleros de Cádiz. La idea también resultaba interesante para un gobierno español que se había propuesto aumentar su influencia en el Mediterráneo. De inmediato los alemanes, dirigidos por el enigmático Wilhelm Canaris y un capitán de marina llamado Walter Lohmann -posteriormente implicado en un escándalo de producciones cinematográficas con los fondos del rearme- se hicieron cargo de las ventajas que ofrecía una colaboración con el magnate bilbaino, conocido por su audacia emprendedora, sus tendencias republicanas y su amistad con el rey Alfonso XIII.
Tras varias reuniones a alto nivel celebradas en Berlín a finales de marzo y comienzos de abril de 1926, en presencia de varios ministros alemanes y el propio Canciller del Reich Hans Luther, la colaboración entre Horacio Echevarrieta, el gobierno español y la República de Weimar comenzó con una serie de acuerdos de gran envergadura cuyo proyecto principal consistía en la construcción en Astilleros de Cádiz, con tecnología alemana y piezas suministradas desde Holanda, del submarino E-1. Esta nave, de capacidad ofensiva y prestaciones superiores a las de los otros sumergibles de su época, sería la antecesora del célebre modelo VII, que constituyó la columna vertebral del arma submarina alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Se esperaba que tras la botadura y la realización exitosa de las pruebas entrasen pedidos de buques del mismo tipo para España y otras flotas extranjeras. Sin embargo la crisis mundial de los años 30 y la llegada de la Segunda República, que modificó la política exterior española y canceló todos los compromisos con Alemania, dieron al traste con los ambiciosos planes de Horacio Echevarrieta, dejando en dique seco al E-1, que finalmente hubo de ser vendido a Turquía en 1935.
El episodio del submarino supone el cénit de la carrera empresarial de Horacio Echevarrieta y constituye la expresión más evidente del temperamento audaz y emprendedor del capitán de industria vasco. Aunque la aventura fracasó, esta semiclandestina colaboración con los alemanes puso en marcha algunos proyectos con visión de futuro que a largo plazo influirían de manera perceptible en el desarrollo de la economía española. Los años comprendidos entre 1890 y 1930 constituyen una especie de era axial en la cual aparecen la mayor parte de las innovaciones que dan forma a la civilización contemporánea: la electricidad, el motor de explosión, el cinematógrafo, la radio y la televisión, el aeroplano, etc. Es en dicho escenario, con los esfuerzos del programa de rearme dirigido a espaldas de la legalidad internacional por Canaris y Lohmann, la fascinación ante una tecnología alemana que aparentemente lo podía todo y la energía vital irradiada desde una República de Weimar en pleno delirio de creatividad modernista, donde se ha de situar la euforia empresarial e innovadora de Horacio Echevarrieta: fundación de Iberia con participación de la alemana Lufthansa, planes para fabricar gasolina artificial por el procedimiento Fischer-Tropsch, plantas de montaje de camiones, construcción de lanchas rápidas, aeroplanos experimentales, estaciones de señalización marítimas y otros dispositivos e instalaciones por el estilo.
Horacio Echevarrieta y sus socios alemanes fueron más allá de la fabricación de prototipos navales, llegando probablemente a realizar pruebas secretas en el sector más puntero de la tecnología militar de entonces: la construcción de motores de aviación, incluyendo las primeras plantas de propulsión a chorro. Como prueba de esto he podido encontrar en las notas personales de Juan Antonio Aldecoa, ingeniero vasco que fue mano derecha de Echevarrieta en Astilleros de Cádiz, el diagrama de un rudimentario motor a reacción del año 1932 -anterior en tres años al turbocompresor de Virgilio Leret-. Imaginemos los quebraderos de cabeza que todos estos indicios de un esfuerzo tan diligente en pro del rearme alemán supondrían para el gobierno español años más tarde, cuando el régimen de Franco, en su intento por procurarse una mayor proximidad diplomática a las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, hacía todo lo posible por disimular su colaboración anterior con el Eje.
Operación subversiva
La epopeya emprendedora de Horacio Echevarrieta con la construcción del submarino E-1 no sobrevivió a la crisis mundial de los años 30, ya que, como antes se ha dicho, la Segunda República no asumió los acuerdos establecidos con Alemania bajo el depuesto Alfonso XIII. Para colmo el propio Horacio se vio involucrado sin saberlo en una operación subversiva para suministrar armas a los mineros asturianos. Estas armas las había adquirido Horacio Echevarrieta por cuenta del gobierno de la República para ayudar a los revolucionarios portugueses que se oponían al régimen salazarista, pero Indalecio Prieto y otros líderes de la izquierda se apoderaron de ellas para emplearlas en la insurrección de octubre de 1934. El alijo fue descubierto a bordo del buque Turquesa, los hilos llevaron hasta el industrial vasco y este, aparte de las pérdidas sufridas por sus negocios, no tardó en hallarse en una apurada situación personal -incluyendo su encarcelamiento en la Modelo- que conseguiría remontar durante los primeros años de la dictadura franquista. Una catastrófica explosión destruyó gran parte de las instalaciones en 1947. Finalmente, a comienzos de los 50, los astilleros fueron traspasados al Instituto Nacional de Industria, lo cual supuso el fin de la azarosa carrera de Horacio Echevarrieta en el sector de las construcciones navales, cumplidos ya los ochenta años de edad.
Sería impropio criticar a Horacio Echevarrieta por su participación en un programa de rearme que tuvo consecuencias trágicas para Europa y el mundo. El período de entreguerras fue una época difícil. En ella se hizo patente el fracaso del gran imperialismo europeo del siglo XIX y la política de equilibrio de potencias, en un momento en que aún no han aparecido los actuales sistemas de seguridad colectiva basados en la cooperación internacional y los grandes acuerdos de comercio. En tales circunstancias no había modo de evitar que se impusieran la lógica de la fuerza y la razón de estado. El Tratado de Versalles, con sus cláusulas cartaginesas y su atribución unilateral de culpabilidades, era hipócrita y pernicioso para la estabilidad de Europa. Todo el mundo lo sabía, y nadie discutía el derecho de las naciones a armarse, aunque fuese a espaldas de una legalidad internacional por lo demás impuesta de modo revanchista e injusto. Tampoco ha de olvidarse que la república alemana de Weimar era un régimen democrático. Que Hitler terminara convirtiéndose en inesperado beneficiario de sus programas clandestinos de rearme no acredita juicios de valor hechos a toro pasado.
Talento visionario
La homérica derrota de Horacio Echevarrieta es parte del drama de su tiempo, como lo son del nuestro los modestos logros que la generación actual aspira a cosechar aplicando la ley del mínimo esfuerzo y sin arriesgar nada más que lo justo. Aquella época fue pobre en capital y recursos tecnológicos, pero conoció individuos con gran talento visionario y un arrojo fuera de lo común. La nuestra, por el contrario, abunda en medios financieros y conocimiento, pero no quiere saber nada de riesgos ni de emprendizajes. Antes de juzgar a los hombres de hace un siglo desde la perspectiva contemporánea, como mínimo se impone una reflexión acerca del poder creativo de la audacia empresarial. Puede que el fracaso de aquellos en su empeño de comerse el mundo tuviera más mérito que nuestro éxito en la conservación de lo poco que nos queda, a base de refinadas técnicas de gestión y de poner tímidamente el pie fuera de los cómodos reductos de nuestra mediocridad funcionarial y pequeñoburguesa.
Este personaje, en estos momentos tan aludido, e incluso alabado, no dejó de ser a lo largo de su inquietante existencia un individuo de una muy dudosa catadura moral, siempre bordeando el filo de la ley, que le causó problemas hasta al mismo Azaña, el cual no lo quería ver ni en pintura. Personalmente hasta que no me devoré los famosos diarios secuestrados del presidente de la IIª República, no me hice una idea tan aproximada como certera del constructor del «Juan Sebastián Elcano». Es más, para todo aquel que quiera corroborar lo que vengo afirmando le remito a Manuel Azaña, «Diarios, 1932-1933. Los cuadernos robados», Ed. Critica, Barcelona 1997.