Abbadia, templo del conocimiento y embajada universal

Antoine d’Abbadie vivió con pasión sus facetas de explorador, geógrafo, astrónomo y lingüista, con una especial atención al euskera, pero muchos le recuerdan sobre todo por el castillo que mandó construir hace 150 años

Un reportaje de Viviane Delpech

150 años ya, o mejor, 150 años solo, que fue solemnemente implantada la primera piedra del castillo de Abbadia por su extravagante propietario, Antoine d’Abbadie. Solo, porque, a pesar de su apariencia de recuerdo medieval perdido en unos acantilados oceánicos, este fascinante edificio es de verdad una construcción moderna, que refleja las preocupaciones de una época de búsqueda identitaria y de progreso de la industria en Francia.

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La construcción del castillo de Abbadia abarcó veinte años, de 1864 a 1884. Foto: C. Rebière-Balloïde Photo

Pero, ¿a quién le surgió esta idea loca de edificar un castillo neogótico, decorado con un extraño bestiario de piedra, compuesto por salas islámicas, pinturas etíopes, un observatorio astronómico y una capilla medieval y orientalista? Interesarse en Abbadia implica obligatoriamente conocer a su emblemático creador, Antoine d’Abbadie (1810-1897), quien fue un protagonista de ámbito internacional tanto por sus centros de interés como por sus orígenes.

De hecho, la historia empieza durante la Revolución Francesa de 1789. Oriundo del pueblo de Arrast, en Xiberoa, su padre Arnauld-Michel, hijo de un notario real monárquico, huyó a Andalucía y luego a Inglaterra para escapar del requerimiento militar revolucionario. En el Reino Unido, esposó a una irlandesa católica, llamada Elizabeth Thompson, en 1807. La pareja tuvo seis niños, de los cuales Antoine, nacido en 1810 en Dublín, era el mayor.

El restablecimiento de la monarquía en 1815 favoreció la vuelta de Arnauld-Michel a Francia. Su familia y él se instalaron entonces en Toulouse, en 1818, y en París, nueve años más tarde. Su doble nacionalidad de facto proporcionó a Antoine una cultura rica y diversificada. Ya de niño, sus principales rasgos de carácter eran la curiosidad y la apertura al mundo. Tenía como libro de cabecera el relato de viajes del explorador escocés James Bruce, quien había descubierto en 1790 la fuente del Nilo azul en Etiopía. También era un apasionado de la literatura clásica y moderna, en particular de los autores románticos como Chateaubriand o Walter Scott.

Leyenda del Nilo, un motor de vida Cuando finalizó el bachillerato en el colegio real de Tolosa en 1827, decidió realizar su valiente sueño de toda la vida, que, por vergüenza, solía esconder: descubrir la fuente del Nilo blanco. Efectivamente era un desafío tan viejo y mítico como el mundo, en el que fracasaron numerosos exploradores, algunos tan legendarios como Alejandro el Grande o Ciro II de Persia. También representaba una pugna de política internacional contemporánea que oponía especialmente a Francia y a Gran Bretaña e implicaba el progreso industrial, el ascenso científico y el control -y el poder- de territorios desconocidos. Desde ese momento, su vida cotidiana de joven romántico se vio condicionada por sus clases de Derecho y de Ciencias en la Sorbona. También preparó su ambiciosa expedición con ejercicios físicos, corriendo por ejemplo decenas de kilómetros en las montañas vascas. Y encontró a exploradores experimentados que le relataban sus peregrinaciones arriesgadas a través del mundo.

Así, después de una primera expedición a Brasil, d’Abbadie se reunió con su hermano Arnauld (1815-1891) en Egipto en 1837. Durante once años permaneció en África oriental y en la región del mar Rojo, recorriendo los montes, las selvas y las sendas etíopes, negociando con los soberanos locales y mezclándose con la población indígena. Se le puede imaginar deambulando descalzo, vestido con ropa oriental, la cabeza cubierta con un turbante, hablando fluidamente cuatro idiomas etíopes, y, al contrario de sus congéneres europeos, rechazando las armas en favor de un bastón.

Los principios de su expedición se apoyaban en valores e intereses que ilustran fielmente la personalidad de fuertes contrastes de d’Abbadie. Se dedicó simultáneamente al estudio etnográfico y lingüístico del pueblo, a la práctica cartográfica y también, dando un aspecto político-religioso a su estancia, al desarrollo de misiones católicas y a la expansión diplomática francesa en esta parte estratégica del mundo. Por todo eso, la población local le consideraba a la vez como un sabio y un monje, un tanto extraño porque se movía siempre con sus instrumentos de astronomía y de cartografía.

Sus años de investigación acabaron por llevarle a una ubicación hipotética de la fuente mítica en el centro de Etiopía, donde su hermano y él plantaron la bandera francesa en 1846. D’Abbadie empezó entonces su vuelta a Europa, que completó tres años después.

Así, al principio de los años 50 del siglo XIX, tuvo que familiarizarse de nuevo con el modo de vida occidental. Procedió a la valoración de sus extractos etnográficos y geográficos, por ejemplo trazando el primer mapa de Etiopía o redactando el primer diccionario amárico-francés. Pronto recibió premios prestigiosos por su descubrimiento -erróneo- del Nilo, como la Gran Medalla de Oro por la Société de Géographie de Paris o la Legión de Honor por el Estado francés. Además, la Académie des Sciences, a quien ulteriormente legó su castillo, le eligió corresponsal en 1852 y miembro titular en 1867.

El renacimiento vasco Paralelamente, d’Abbadie supo situar en primera línea sus propios orígenes, siguiendo sin duda el ejemplo de su padre quien había contribuido en las primeras publicaciones sobre el euskera. Un año antes de su viaje, d’Abbadie publicó, en colaboración con su amigo xiberotarra Agustín Xaho, un estudio gramatical del idioma vasco.

Tras el paréntesis africano, volvió con mucha más fuerza y motivación para reavivar el interés por su cultura paterna. En pleno contexto de emergencia de los regionalismos, se encontró con una audiencia particularmente receptiva. Organizó a partir de 1851 en Urrugne sus famosos concursos de poesía y de pelota, donde entregaba premios. Esos juegos, llamados Lore jokoak, se diversificaron rápidamente incluyendo bertsolaris, irrintzina, ezpata-dantza, aurresku, carreras de portadoras de agua o de natación… y se exportaron a los dos lados de los Pirineos. En resumen, se convirtieron en lo que Pierre Bidart calificó de “fiestas totales” celebrando la identidad y el alma vascas. En 1892, los euskaldun rindieron homenaje a d’Abbadie ofreciéndole un makila de honor y el afectuoso apodo Euskaldunen aita, durante las fiestas de San Juan de Luz organizadas bajo su famoso lema Zazpiak bat.

A esta valoración social y tradicional se asoció una dimensión intelectual, que concretó d’Abbadie con su estudio filológico y su colección de 1.136 obras en euskera, porque defendía la tesis de que idioma, cultura y biología son interdependientes, como lo formularon más eficientemente Aranzadi y Barandiaran. Lógicamente intentó identificar, aunque vanamente, los orígenes del euskera, usando extractos antropológicos y comparaciones con idiomas etíopes, ya que se adhería a la hipótesis usual de la época, la que tomaba partido por sus raíces africanas.

El castillo, encarnación artística Además de su sacerdocio científico, d’Abbadie tenía supuestamente planes personales, que comenzaban por la construcción de una burguesa residencia de veraneo en la cornisa oceánica de Urrugne. Este símbolo de estatus social le metía igualmente en una búsqueda más impresionante que, desde su punto de vista, los cocodrilos del Nilo, y que era el matrimonio…

Tras nueve años de tramitaciones complicadas por su perfil de explorador y su edad mayor, encontró a Virginie Vincent de Saint-Bonnet, oriunda de la zona de Lyon, con la que se casó en 1859. Desde entonces, organizaron sus vidas entre ciencias y formulismos mundanos. De esta manera persiguieron el proyecto de residencia ya empezado por el arquitecto Clément Parent en 1858 con un observatorio astronómico en forma de torre almenada.

Ante la despedida de sus dos primeros arquitectos, la pareja recurrió urgentemente, en 1864, a Eugène Viollet-le-Duc, el líder carismático del movimiento neogótico, quien, de entrada, tomó cartas en el asunto. Bajo la égida de las teorías arquitectónicas del racionalismo nacionalista, las obras se compartieron entre el genial maestro, autor del plan, de las elevaciones y del bestiario esculpido, y su talentoso discípulo, Edmond Duthoit, quien atendió las obras y concibió la decoración, el mobiliario y el nuevo observatorio.

D’Abbadie decidió bautizar su imponente mansión El castillo de Abbadia en homenaje a la casa de sus ancestros en Arrast. El castillo vincula sus gustos y sus valores como si fuera una fantasía biográfica y arquitectural. Eso se manifiesta en primer lugar en el plan funcionalista organizado entre tres alas, dedicadas a la devoción, la acogida y la ciencia, haciendo coexistir singularmente el observatorio con una amplia capilla y apartamentos burgueses.

Por lo que se refiere al formidable mestizaje de fuentes geográficas e históricas, se inscribe en la moda del eclecticismo expandida bajo el Segundo Imperio francés. No impide la originalidad de ciertas influencias, como las escenas etnográficas etíopes del vestíbulo, o al contrario, explica el conformismo con otros estilos en boga, como el fumadero o el salón árabe. Pero la inclinación del neogótico y la organización casi-feudal de la propiedad, con su trentena de aparceros, revela una posición política reaccionaria, idealizando el Antiguo Régimen, que a menudo trasparece en la correspondencia de d’Abbadie. Por fin, su retrato se lee poderosamente en las innumerables inscripciones sembradas en el edificio, declinadas en los catorce idiomas que controló el explorador, tanto más cuanto que realzan sus valores morales fundados en una austera filosofía católica y una sorprendente apertura a la alteridad.

Entre aquellas virtudes, una sentencia destaca la humildad; la del erudito frente al conocimiento y la del hombre frente a la existencia. Diciendo Ez ikusi, ez ikasi, se refería a un experimento desafortunado, en que d’Abbadie había literalmente perforado las paredes del castillo para construir un telescopio desde el que observar el monte Larrun y que nunca pudo funcionar. Un fracaso desastroso que quiso asumir públicamente con esta sabia inscripción. Como un compendio literario, Abbadia recopila así montones de cuentos insólitos, al igual que Las mil y unas noches que alimentaron en parte el imaginario de sus propietarios.