Aldana: cuarenta años de un crimen sin castigo

Cuarenta años después del atentado contra el bar Aldana, de Alonsotegi, que causó cuatro muertos y veinte heridos, las víctimas siguen sin su derecho a la verdad, la justicia y la reparación

Un reportaje de Sonia Hernando

Para quienes no conocieron el bar y lo que allí sucedió, lo que se ve cuando pasas por la carretera es la entrada al pueblo de Alonsotegi. Para quienes lo conocimos, lo que hay es un agujero». El agujero al que se refiere el actual alcalde de Güeñes, Imanol Zuluaga, es el lugar donde hace cuarenta años estaba el edificio que albergaba el bar Aldana, el bar de Garbi. Allí, a las puertas de esta taberna, el 20 de enero de 1980 alguien dejó una caja con una bomba que explotó de madrugada, asesinando a Liborio Arana López, de 54 años; a Manuel Santacoloma Velasco, de 57, y al matrimonio formado por Mari Paz Ariño, de 38 años, y Pacífico Fika Zubiaga, de 39. Los dos primeros eran vecinos de Alonsotegi, la pareja formada por Mari Paz y Pacífico residía en Sodupe.

Algunos de los familiares de los cuatro muertos y veinte heridos en ese atentado con los que pudimos hablar en el documental Aldana 1980. Explosión de silencio no saben si podrían perdonar a quienes lo cometieron, pero si lo pudieran hacer, no sabrían a quién. Cuarenta años después de aquellos hechos aún no se conoce ni quién lo ideó, ni quién dejó esa noche el paquete que contenía en su interior seis kilos de Goma 2. Las sospechas de que la colocación de la bomba está conectada con los elementos parapoliciales que actuaban con total impunidad en aquellos años de plomo no sirven para curar las profundas heridas que dejó este atentado indiscriminado. Un día después de la explosión, un grupo autodenominado GAE (Grupos Armados Españoles) asumió la autoría de la colocación de la bomba en una llamada anónima efectuada a El Diario Vasco. Es la única certeza a la que se llegó en unos tiempos en los que se hacía impensable que la policía estuviera interesada en llegar hasta el final en la investigación de unos crímenes que apuntaban a elementos parapoliciales como responsables de la masacre. La investigación recayó en el entonces comisario de policía José Amedo que, según cuentan los testigos de lo ocurrido, se dedicó a interrogar de manera «ofensiva e insultante» a las propias familias de las víctimas y testigos del atentado. En doce meses la investigación quedó archivada, sin actas ni informes sobre los interrogatorios llevados a cabo. Este, el de la ausencia de una investigación, es uno de los agujeros negros de este atentado. Amedo, posteriormente, contó que fue el entonces jefe superior de Policía Santos Anechina quien ordenó que se paralizasen las investigaciones. Amedo, once años después de esa investigación, fue condenado a 108 años de cárcel por la Audiencia Nacional por seis asesinatos frustrados.

El abogado Txema Montero relata en el documental cómo puso en conocimiento de las autoridades una pista «fiable» que había recibido y que apuntaba a dos miembros de la Policía Nacional de la comisaría de Barakaldo. Esa pista contrastada por el Departamento de Interior del Gobierno vasco, entonces dirigido por Luis María Retolaza, y puesta también en conocimiento de la Policía Nacional, no llevó a ninguna parte. El caso del bar Aldana es uno de los 24 atentados de la extrema derecha sobre los que no hay un solo dato.

Silencio Pero esta historia tiene muchos más agujeros. Durante numerosos años las familias de los asesinados en el bar Aldana, de Alonsotegi, vivieron lo ocurrido sin el soporte público e institucional que merecían. Iñaki Arana, hijo de Liborio, se hizo ertzaina con el propósito de poder culminar una investigación que esclareciera quiénes fueron los autores del asesinato de su padre. Arana cuenta en el documental que realizamos hace cuatro años que aún no había sido capaz de contarle a su hijo lo que ocurrió. «En casa no se hablaba de aquello. Lo aguantamos, lo resistimos como pudimos, pero lo hicimos en casa. Lo nuestro, nuestro», cuenta. Un testimonio parecido al que recabamos en la entrevista conjunta que realizamos a Arantxa y Joseba, hijos de Mari Paz y Pacífico. Joseba, conmovido, cuenta cómo tampoco había podido contar a sus hijas lo que les había ocurrido a sus abuelos. En su relato se estremece al reconocer que es incapaz de explicarles la espiral de violencia de aquellos años en los que unos y otros se asesinaban indiscriminadamente dejando profundas heridas personales y familiares. Joseba y Arantxa tenían 12 y 14 años cuando sus padres fueron asesinados aquella noche. Mari Paz y Pacífico decidieron parar en el bar de Garbi cuando regresaban de un cine de Bilbao ese sábado por la tarde. A Arantxa nunca se le irá de la mente la imagen de sus padres al coger el coche para irse aquella tarde. Ella se quedó en la plaza jugando, fue la última vez que los vio con vida. Ese día, tal y como dice Joseba en uno de los momentos del documental, a ambos se les acabó la infancia.

Aún hoy, cuarenta años después de lo sucedido, cuando te acercas como periodista a esta historia, puedes entrever que hay muchas lágrimas que todavía no se han llorado. Las que apenas puede contener María Eugenia, hija de Liborio, cuando recuerda cómo ella y sus hermanas tuvieron que recoger los restos de su padre «pedacito a pedacito» porque estaban pegados a las fachadas de los edificios colindantes. La misma emoción contenida por María Eugenia mezclada con un enfado que en aquel momento no pudo expresar contra aquellos que no tuvieron la mínima empatía para retirar los restos de su padre, que días después de la explosión, aún podían verse esparcidos en paredes y tejados. O las lágrimas que tampoco asoman en el rostro de Amelia, la hija de Manuel Santacoloma, cuando recuerda cómo su padre ese mismo día le dijo que se había librado de la muerte «de chiripa» porque en la fábrica casi le había caído un rodillo encima. Horas después de que su padre le contara aliviado cómo se había librado de la muerte, a Amelia la despertaron de madrugada para contarle que Manuel era uno de los muertos en el atentado.

José Ángel González Arrieta, viudo de Garbi, y sus hijas Agurtzane y Garbiñe cargan sobre sus espaldas con un dolor muy profundo. Era la familia propietaria del bar Aldana y los cuatro estaban allí aquella noche. José Ángel, Garbiñe y Agurtzane nos ofrecieron su testimonio sentados alrededor de la mesa del comedor de la casa familiar. Recuerdo perfectamente el paisaje que se podía ver tras las ventanas de ese comedor mientras realizaba la entrevista a esa familia porque, en ocasiones, mi mirada tenía que acudir a él para soportar el dolor que asomaba en esos rostros. Antes de realizar esta entrevista los integrantes del equipo del documental habíamos recibido varios mensajes de personas muy cercanas a José Ángel que nos advertían de que «no le gustaba nada hablar de aquello». Sin embargo, durante la grabación, José Ángel fue capaz de contarnos sin demasiadas palabras el rastro de dolor que dejó el atentado en sus vidas. Un hombretón como él, anciano, pero con una constitución emocional y física muy fuerte, agarraba firme el pañuelo que usaba durante la grabación para secarse las lágrimas. José Ángel recordaba cómo su mujer, ya fallecida, recibió tras el atentado, y durante muchos años, llamadas anónimas que la amenazaban de muerte a ella y a toda la familia. De hecho, Garbi, tras el atentado, quiso poner en marcha otro negocio, pero las dueñas del local que quería alquilar desistieron al recibir ellas mismas amenazas para que no lo hicieran.

«Duro, muy duro» Al escuchar a José Ángel, era más que evidente la admiración que sentía hacia su mujer, Garbi, mientras relataba cómo ella, una y otra vez, recibía esas llamadas, pero no contaba nada de ellas a su familia para no preocuparles. José Ángel se rompió al contar lo duro que le resultaba ver cómo ella soportaba esa situación en silencio. «Era duro, muy duro», relató. Los rostros de sus hijas Agurtzane y Garbiñe, tratando de contener la emoción mientras miraban a su padre cuando contaba lo que sufrieron durante todos esos años, es una de las imágenes que se me ha quedado pegada en la memoria.

La historia del bar Aldana tiene muchos nombres. También los de cada uno de los veinte heridos que dejó la explosión: José Ignacio Etxebarria, Garbiñe Zarate, la dueña del bar que permaneció meses en el hospital con casi 500 puntos de sutura, o Andoni Mendoza quien perdió una pierna en la explosión, son solo tres de ellos. O el de José Antonio Larrinaga, Larri, primo de Garbi, y una de las personas clave en la recuperación de la memoria del atentado. Sabemos todos sus nombres. No sabemos los de aquellos que colocaron la bomba, ni tampoco sabremos nunca el nombre de aquella alta funcionaria del Ministerio del Interior que trató con amabilidad y cariño a María Eugenia Bideguren -hija de Liborio- hasta que esta le relató en una conversación telefónica que a su padre lo habían asesinado los grupos parapoliciales de extrema derecha. En las siguientes ocasiones en las que María Eugenia llamó al Ministerio no le fue posible volver a hablar con la funcionaria. Nunca más se volvió a poner al teléfono. Esos nombres no los conocemos, pero sí intuimos quiénes fueron algunos de los que hicieron todo lo posible por ocultar pruebas, por entorpecer la investigación o incluso quiénes alentaron a sus autores.

Hay un consenso casi unánime al señalar la necesidad de que las víctimas de cualquier violencia necesitan verdad, justicia y reparación para comenzar a curar heridas. Las tres forman un tejido que permite a las víctimas y a la sociedad avanzar hacia la reconstrucción de sus vidas y hacia la convivencia social. Sin una de las tres, las demás están incompletas. En el caso del bar Aldana, como en otros muchos de nuestra historia reciente, la verdad, la justicia y la reparación han sido sustituidas por agujeros negros de impunidad, ausencia de investigación, mentiras o, simplemente, por el silencio. Como si las víctimas no merecieran ni siquiera una mirada, un intento de esclarecimiento. El tiempo no lo cura todo, de hecho no cura casi nada. El paso de los años puede haber servido para que duela menos, pero el abismo de la ausencia sigue pesando demasiado. Alonsotegi sigue, cuarenta años después, esperando respuestas.