El genial músico alemán compuso la banda sonora de la derrota que las tropas napoleónicas sufrieron a manos de Wellington en suelo vasco
Elorrio
EL 21 de junio de 1813 tuvo lugar en la llanada alavesa el choque militar más señalado a nivel internacional que ha acontecido nunca en tierras vascas. Vista con trazos gruesos, la de Vitoria dio el carpetazo definitivo al frente peninsular, colocando a los aliados a un paso de territorio francés y tuvo el privilegio de ser, por unos meses, la más festejada de todas las batallas habidas contra Napoleón Bonaparte.
Londres, Viena, Berlín y Moscú celebraron la victoria de Wellington en nuestro suelo, organizando bailes y fuegos artificiales. El regocijo se adueñó de las cortes europeas, asfixiadas por el poder de un Napoleón cuyas tropas estaban siendo barridas de Rusia y la península Ibérica, lo que dio nuevos bríos a la Sexta Coalición. Por tanto, al margen de su indudable trascendencia local, la batalla de Vitoria resulta un puntal decisivo en la historia bélica de las guerras napoleónicas, de Europa y, por extensión, del mundo. Como Lepanto, Austerlitz, Las Dunas o Stalingrado, forma parte de la gran historia. En realidad, y sin desmerecer el más arriba citado papel decisivo que jugó con respecto a la historia más cercana, es por esto por lo que es verdaderamente importante. Y se dirimió en Álava.
La batalla comenzó a primera hora de la mañana, cuando las más numerosas fuerzas británicas -78.000 hombres contra 64.000- atacaron sobre el frente de La Puebla de Arganzón, alcanzando el objetivo. Hacia el mediodía, se inició la ofensiva contra Durana y Gamarra, logrando cortar la huida hacia Irun de los imperiales. Mientras tanto, en el frente central, los aliados lograron cruzar el Zadorra por Trespuentes, guiados por un lugareño, José Ortiz de Zárate, que murió en la refriega. A mitad de la tarde de aquel día, los derrotados imperiales se transformaron en una abultada peregrinación de hombres que, sin demasiado orden y cerrada la ruta de Irun, intentaban alcanzar la frontera francesa por el camino de Pamplona.
El caos
A partir de ahí, se hizo el caos. La Vitoria cercada y abarrotada de soldados franceses, buhoneros, aprovechados y aldeanos en busca de refugio, inició un precipitado proceso de evacuación en el que lo más sobresaliente fue el kilométrico convoy de José Bonaparte. Más de 2.000 carruajes componían la caravana real, llena a rebosar de obras de arte, riquezas, informes, dinero y demás objetos de valor esquilmados de la Iglesia y la aristocracia española, además de los efectos personales de José Bonaparte, su amante vasca, la marquesa de Montehermoso, y sus seguidores, popularmente conocidos como afrancesados, mayoritariamente cultos y acomodados.
La huida, sin embargo, no fue sencilla. La cantidad de personas que escapaban, así como la estrechez y el mal estado de unos caminos que no estaban preparados para tal despliegue provocaron una caravana que ralentizó la ruta. Finalmente, el carruaje de José I fue alcanzado, teniendo que escapar el rey y los suyos al galope, dejando el vehículo y sus pertenencias a merced de los saqueadores, no sin antes liberar las sacas del tesoro entre sus propios hombres, que se lanzaron a ellas ávidos de riquezas. Gracias al rico botín obtenido en el saqueo del convoy regio, Vitoria pudo salir indemne de aquel episodio.
El general Miguel Ricardo de Álava y Esquivel, amigo de Wellington y miembro de su estado mayor, que había entrado en la ciudad al frente de la Kings German Legion y ordenado cerrar sus puertas, se aseguró de proteger la ciudad del más que probable saqueo que se hubiera intentado por parte de las tropas aliadas de no haberse entretenido con el rico convoy de José I. Dos meses más tarde, la ciudad hermana de San Sebastián no tuvo la misma suerte, y tras un intenso bombardeo que logró romper su muralla defensiva exactamente en el punto en el que hoy se encuentra el mercado de la Bretxa -de ahí su nombre-, la ciudad fue asaltada, saqueada e incendiada por las fuerzas angloportuguesas al mando del escocés Thomas Graham, y buena parte de sus habitantes violados y asesinados.
Se han argüido versiones para todos los gustos a fin de aclarar las razones que impulsaron a unas fuerzas supuestamente libertadoras a hacer lo que hicieron: la venganza de Godoy por el ofrecimiento que la Diputación guipuzcoana hizo a los representantes franceses durante la Guerra de la Convención, los deseos británicos de librarse de la competencia mercantil donostiarra, el hecho de que el catalizador que impulsaba a los soldados -normalmente mal pagados- era la expectativa de hacerse con el botín obtenido del saqueo de las ciudades, como ocurrió en las también ciudades supuestamente aliadas de Ciudad Rodrigo y Badajoz… Otro de los argumentos aduce que al haberse evitado el saqueo de Vitoria, se hacía ineludible el de San Sebastián.
La batalla de Vitoria no fue solamente un enfrentamiento entre anglosajones y franceses con escenario vasco. Fue una guerra multinacional en la que soldados de casi todas las nacionalidades europeas combatieron en uno u otro bando, y en el que los vascos jugaron un papel que no fue únicamente circunstancial. Además de los que se encontraban alineados en los ejércitos regulares, tanto de uno como de otro bando, la guerra produjo en nuestra tierra una nutrida cantidad de guerrilleros –Longa, Ibaibarriaga, Espoz y Mina, Sebastián Fernández de Leceta, Dos Pelos; Gaspar Jaúregui, Prudencio Cortázar…- que insertos dentro del Séptimo Ejército de Gabriel de Mendizabal apoyaron directa o indirectamente a las fuerzas aliadas y que supusieron un importante respaldo sin el que los de Wellington lo habrían tenido mucho más difícil. Ejemplo del primer caso sería Francisco Tomás de Anchia, llamado Longa por la denominación del caserío familiar, que al mando de su División Iberia tomó parte directa en la batalla en el flanco de Durana. Ejemplo del segundo serían las divisiones de Mina, que acosaron a las fuerzas de Clausel, logrando evitar que se unieran al grueso del contingente imperial, facilitando el triunfo aliado.
También los civiles dieron una olvidada pero trascendental aportación en la derrota de los imperiales, mediante la transmisión de información, el contrabando y el apoyo logístico. De todos ellos nos ha quedado el nombre de José Ortiz de Zarate, labriego natural de Trespuentes que informó al estado mayor aliado que el puente de su localidad no estaba vigilado, convirtiéndose en una de las claves de la victoria.
Celebraciones
La derrota napoleónica fue celebrada con fiestas y espectáculos taurinos, que habían sido recuperados por José Bonaparte en un vano intento de congraciarse con el pueblo. Además, Fernando VII instauró en 1815 una nueva condecoración que bajo el revelador lema de Irurac Bat, institucionalizado de antiguo por la Rsbap y que con el próximo desarrollo del foralismo adquiriría un cierto marcado cariz político, premiaba a los héroes de la batalla de Vitoria. Su resplandor fue, sin embargo, solapado por el de otras, más celebradas por haber resultado determinantes en la caída del imperio francés y haber acontecido en el corazón de la Europa continental, lejos pues del escenario peninsular, algo marginal debido a la posición periférica y el pequeño valor político internacional de España y Portugal, los dos reinos que por aquel entonces lo conformaban políticamente. La batalla de Leipzig (octubre de 1813) o la definitiva batalla de Waterloo (junio de 1815), que liquidó definitivamente la segunda intentona imperial de Napoleón tras retornar de Elba, se llevaron los laureles más frescos, dado el hecho de que supusieron el aldabonazo definitivo al primer imperio y al epílogo de los Cien Días, respectivamente.
Pero los inicios del derrumbamiento del imperio napoleónico en los dos extremos de Europa -Vitoria y Moscú- nunca se olvidaron. Ludwig van Beethoven redactó una apresurada partitura titulada Sinfonía de batalla sobre la victoria de Wellington en Vitoria, que fue registrada como Opus 91 y cuya composición no le llevó mucho tiempo: la inició en julio de 1813 y a primeros de octubre se encontraba totalmente finalizada. La idea de crear una melodía visual, que lograra hacer evocar la batalla entre los espectadores, partió de una peculiar personalidad de la corte, Johan Nepomuk Mälzel. Este hombre de origen checo era el creador de un instrumento musical denominado panarmonicón, capaz de suplir a una orquesta entera. Aprovechando su amistad con Beethoven, Mälzel le propuso la idea de elaborar un tema que glorificara la victoria británica y que fuera muy fácilmente asimilable por el público. Lo primero se debía a los planes que habían hablado de instalarse en Londres y lo segundo, porque tenía que ser un éxito, como así fue. Mältzel le pidió que lo escribiera para panarmonicón; de esta forma lograba promocionar su artefacto musical. Beethoven tan solo redactó así la primera parte de su sinfonía.
Estreno en Viena
La Victoria de Wellington, Batalla de Vitoria o Gran Sinfonía Guerrera, como también fue conocida la composición, se estrenó en el contexto de un acto benéfico a favor de los soldados heridos en la batalla de Hanau. Fue el 8 de diciembre de 1813 en la gran sala de la Redoute de la Universidad de Viena. Para acentuar el evidenciado carácter descriptivo de la composición, la melodía fue teatralizada por una serie de actores vestidos de soldados, unos franceses y otros británicos, cuyos movimientos fueron rápidamente identificados por la audiencia, ya que Beethoven había asignado a cada bando diferentes y características melodías dentro de su sinfonía: Rule Britannia y God save the King, solemnes y muy representativas, simbolizaban a las fuerzas de Su Majestad, mientras que las del emperador Bonaparte tuvieron que conformarse con el no tan digno Mambrú se fue a la guerra, lo que daba la nota de cuál era la preferencia del compositor. Junto a ella también se estrenó la Séptima Sinfonía, pero fue la de Vitoria la que cosechó mayor éxito. Tales fueron las aclamaciones que obtuvo al final del concierto, que tuvo que repetirse el 12 de diciembre, el 2 de enero, el 27 de febrero y el 25 de marzo.
La Batalla de Vitoria aportó a Beethoven reconocimiento, fama y dinero, produciéndose la irónica situación de que la composición que le dio a conocer a nivel mundial fue una obra facilona, de interés comercial, de la que poco tiempo después terminaría por renegar.