«Gernika olía a carne quemada»

AITOR ANUNCIBAY

DONOSTIA. Ni fue un héroe ni tuvo voluntad de serlo. Pero la Guerra Civil le atrapó y, desde ese momento, se vio inmerso sin buscarlo en algunos de los más cruentos combates desarrollados en Euskadi y en la aterradora batalla del Ebro. Se trataba de mi abuelo, Antonio Anuncibay, quien trató de escapar de las balas y las bombas que desde julio de 1936 comenzaron a pulverizar vidas, partir familias y aniquilar progresos sociales. Cuando murió, hace nueve años, hubo que poner en orden sus papeles. Y, entre ellos, apareció el relato de sus vivencias durante el cainita conflicto bélico, escrito por él mismo en 1970. La narración muestra sus angustiosas tribulaciones por Tolosa, Hernani, Donostia, Bilbao, Elgeta, Gernika, Gasteiz, Tarragona y Murcia.

Nacido en Altsasu, era un ferroviario de 22 años con novia en Gasteiz, mi abuela María, quien se encontraba en territorio franquista. Su trabajo le había conducido hasta Tolosa, donde le rodearon las primeras escaramuzas de los sublevados. Le esperaban tres años de horror, en los que, obligado, tomó parte en primera línea de frente tanto en el bando republicano, en un batallón de gudaris, como en el de los sublevados, tras ser apresado por las tropas de Franco.

El 18 de julio de 1936, sábado, estaba en Tolosa, disfrutando de su juventud. «Aquí llevo mes y medio de mozo de estación. Me encontraba bailando en la plaza y, de repente, se para la música. Nos preguntamos qué pasa y se dice: las fuerzas de África se han sublevado, será cosa de cuatro días. Nos vamos a casa y la noche pasa tranquila. A la mañana siguiente, me voy a mi trabajo y no pasa nada. Yo continúo en la estación como todos los ferroviarios».

Testigo de la muerte

Su tranquilidad tenía las horas contadas. En Tolosa asistió a la primera de las cientos de muertes que sufrió en directo. Era agosto. «Los requetés y falangistas rodean el pueblo» y, frente a ellos, «se planta un cañón en el paso a nivel que dispara sobre los montes porque ellos tiran de todos sitios». Un biplano del bando nacional se presenta para «callar el cañón». Mi abuelo recuerda que el avión «tira una bomba y mata a una señora cuando cogía vainas en su huerta». «Era la mujer de un compañero. Todo esto ocurría en la estación y fue la primera sangre que vi», dice. Ante la inevitable caída de la villa, explica que una jornada de agosto sale precipitadamente junto a «la patrona -propietaria de la casa donde se alojaba- y sus hijos» camino de Hernani. Tal era la prisa que «se quedó la comida en la mesa».

Tras unos días alojado en la vivienda de unos familiares de su casera, se traslada a Donostia, donde se reúne en la estación de Atotxa con otros ferroviarios. «Nos organizan para hacer guardia en el Puente de Hierro y para llenar sacos terreros en la playa. Se duerme en un coche de la estación y así continuamos hasta el 13 de septiembre», escribe. Esa jornada, cinco columnas nacionales de mayoría requeté se hacen con el control de la capital. El frente está prácticamente estabilizado en la frontera con Gipuzkoa, en su mayor parte en manos de los facciosos. No hay tiempo que perder. Mi abuelo se embarca hacia las 21.00 horas en un pesquero gallego «lleno de mujeres, niños y hombres; casi todos mareados». «Si hubiera habido marejadilla, nos habríamos hundido, pues el barco iba al ras del agua», ilustra.

El destino de la nave era Bilbao, sede del Gobierno vasco y bajo la legalidad republicana. Durante su viaje, subió la tensión. «Cuando íbamos navegando a la altura de Mutriku, el barco pegó un estampido. Creíamos que era el buque Almirante Cervera -navío de las tropas franquistas que bombardeaba las costas cantábricas-, y resultó ser una biela del motor. Quedamos a la deriva y, a fuerza de pitar, vino el barco compañero. Con grandes maniobras, pudo tirarnos un chicote para el amarre. Así navegamos cierto tiempo hasta que se soltó de nuevo, e hizo otra maniobra», explica. Pese a todo, mi abuelo no obvia que tuvieron «gran suerte porque el barco no se hundió ni apareció el fantasma Cervera, pues por la tarde estuvo bombardeando las afueras de San Sebastián».

Al mediodía del 14 de septiembre atracaron en Bilbao, donde nuevamente se reúne con trabajadores de su gremio en la estación de Abando. Pero el Botxo tampoco era el refugio más plácido. Los bombardeos por aviones alemanes e italianos son látigos que castigan desde el cielo. «Suenan las sirenas y nos metemos en el túnel de Cantalojas. Pasa la alarma, salimos, y la oficina del Gobierno vasco y las vías del tranvía de la calle Hurtado de Amezaga quedan destruidas», señala. El recuerdo de estos bombardeos resulta ilustrativo: «Así pasamos el tiempo, entre bombardeo y bombardeo. Las sirenas ponen en tensión toda la ciudad. Las mujeres con los niños se vuelven locas».

El 7 de noviembre se crea el Estado Mayor del Ejército vasco, compuesto por 25.000 hombres repartidos en 27 batallones de infantería, que se unen a los más de 10.000 milicianos del poco activo frente. Antonio Anuncibay es una de las personas reclutadas. «El batallón mío se organiza en noviembre por unos señores de la Telefónica de San Sebastián», relata, y matiza que su escuadra se encargaba de tirar las líneas telefónicas a las posiciones de batalla.

Escaramuzas

A finales de noviembre llega el bautizo del horror. Parten hacia las estribaciones del Gorbea, donde «pasa el invierno con duelos de artillería y escaramuzas». El siguiente destino: Markina. «Aquí, duelo de artillería y combates. El general Mola nos tira octavillas diciendo: Gudaris, rendíos, que os arraso«. Finalizando el invierno de 1937, le trasladan a Elgeta, donde el frente se mantuvo hasta la primavera. «El 31 de marzo vemos el bombardeo de Durango. Por fin, llegan a nosotros con gran bombardeo aéreo, Sigue leyendo «Gernika olía a carne quemada»