Las autoridades franquistas controlaron, como todos los órdenes de la vida, a la Orquesta Sinfónica (entonces Municipal) de Bilbao, quitando y poniendo músicos, repartiendo palcos y programando obras del gusto hitleriano
Un reportaje de Joseba Lopezortega
El belga Armand Marsick, primer director de la Sinfónica de Bilbao, al frente de la orquesta en 1923. Es la primera fotografía conservada de la BOS. Fotos: Archivo de la BOS
en los años 20 del siglo XX, Bilbao era una ciudad llena de energía y contradicciones; como si una ciudad pudiera padecer las turbulencias características de la adolescencia, en la transición rápida e irrefrenable hacia una dimensión más madura, potente y definida que en sus épocas anteriores. Aquel Bilbao de rápido crecimiento demográfico era apropiado para el surgimiento y consolidación de grandes industrias y fortunas, algunas de las cuales inclinadas a la filantropía, el mecenazgo y las artes. Las mismas calles por las que circulaban los altos burgueses las recorrían obreros y gentes aferradas a una notoria fragmentación del trabajo, piezas inquietas de una economía precaria y pobre. En los arrabales de las ciudades siempre hay calles y esquinas que parecen estar ahí para que la prosa de Víctor Hugo pueda describirlas; las hay ahora, y las había en mayor medida en los años veinte y treinta.
Bilbao poseía muchos de sus tradicionales teatros en activo ya en aquellos años, de ellos bastantes fueron abiertos en la década de 1910: el Arriaga, un teatro ya veterano y que sustituía al anterior Teatro del Arenal en el mismo emplazamiento; el Gayarre, el Campos Elíseos, el Coliseo Albia, o con posterioridad a todos ellos el Buenos Aires, de 1925; también estaban el Salón Vizcaya, más un cine que un teatro, y la sala de la Sociedad Filarmónica. Además de La Filar, obviamente dedicada a conciertos, tres de aquellos teatros tuvieron importancia en la actividad musical bilbaina: el Arriaga, el Buenos Aires y el Campos, y de estos los dos últimos fueron sede de las temporadas de la Sinfónica de Bilbao en algunas etapas. Los teatros generaban a su alrededor pequeños oficios dependientes de su actividad como, por ejemplo, el de repartidor de propaganda. Repartir los programas de un teatro por la ciudad era una forma de presentar los servicios para repartir la propaganda de cualquier otra actividad o producto, porque representaba una referencia, una garantía fiable.
Obreros de la música Esos teatros en activo evidencian la existencia de una burguesía culta, o al menos inclinada a los espectáculos culturales, pero más allá quizá el rasgo principal de las ciudades europeas de aquellos años fuera el ocio, un ocio noctámbulo y poco prejuicioso. Y el ocio era el ámbito en el que encontraban ocupación y salario muchos músicos en el primer tercio del siglo XX. Hasta la llegada de la música grabada y de los consiguientes sistemas de reproducción y amplificación, la música era en directo o no era. Los salones y locales de esparcimiento ofrecían música en vivo para bailes, para amenizar o para acompañar actuaciones, y el trasiego de músicos entre locales debía ser importante. Clarinetes, flautas, violines o trompetas son fáciles de transportar, no así otros instrumentos como los contrabajos. Los contrabajos eran propiedad de los locales o se transportaban de forma planificada (hay facturas de estos transportes en archivos de la época), pero los pequeños instrumentos deambulaban del brazo de sus propietarios. Era un trasiego. Es de imaginar cómo debían ser aquellas calles en las que coexistían el armiño y el harapo, la beatitud y el golferío, el barro y el betún, el madrugón y el trasnocho, la sacristía y el garito, el rigor y la laxitud, calles en las que los músicos eran obreros al servicio del ocio y necesitaban el pluriempleo. Los registros de la Sinfónica de Bilbao ilustran bien esa situación.
La formación de la Sinfónica bilbaina fue el producto de una visión pragmática de la situación musical de la villa. La Filarmónica programaba a algunas de las grandes personalidades musicales de la época y sin una orquesta no era posible programar conciertos, así que desde la Filarmónica se decidió formar una orquesta -y otras cosas- porque sencillamente se hacía necesaria. Desde el primer concierto la Sinfónica remuneró a sus integrantes, y se convirtió en el objeto de deseo de los músicos más capacitados y formados de Bilbao. Vinculada estrechamente a la Filarmónica, la orquesta proporcionaba a sus profesores no sólo una remuneración, sino también un plus de prestigio. Lo ideal era valerse de ese prestigio para disfrutar de un buen nivel de actividad en las distintas necesidades del entorno: cafés que programaban conciertos, bailes en salas y teatros y otros espacios, o proyecciones con música en directo: la banda sonora de una ciudad que en sólo treinta años, los que median entre 1900 y 1930, estaba a punto de duplicar su población. Cuánta energía.
El pluriempleo se convirtió pronto en un enemigo de la actividad orquestal, porque afectaba al régimen de ensayos, como es lógico más exigente y menos flexible en horarios para un concierto sinfónico que para un cuarteto en un café. La empresa estableció pronto un régimen de sanciones por inasistencia a los ensayos de sus trabajadores, multas con cierta capacidad disuasoria para los músicos. La existencia de ese régimen de sanciones forma parte de una realidad que no se debe perder de vista cuando se piensa en la represión posterior a la entrada franquista en Bilbao en 1937: la depuración franquista de la Sinfónica de Bilbao se produjo en un entorno laboral dependiente del trabajo, es decir sobre -y contra- un conjunto amplio de obreros cualificados. Esa dependencia laboral se vio agudizada, como es lógico, en la privación generalizada de la postguerra.
“Póngame a los pies de su señora” La literatura generada por los procesos de depuración subsiguientes a la caída de Bilbao posee aspectos dramáticos y al mismo tiempo propios de un sainete. Describen un franquismo hiperbólico y enfático, pues los declarantes no quieren dejar lugar a dudas sobre su vehemente amor al caudillo y su simpatía por el Movimiento, la Falange y lo que sea menester. Es un franquismo probablemente instrumental y nada sincero, el santo y seña para avanzar en el proceso y para no atraer la suspicacia del régimen en años de venganza y ultraje. Era común: los vivas a Franco y a España y la profusión de adjetivos para describir la grandeza del régimen están en las cartas manuscritas, pero también en los membretes de las cartas de empresas y en cualquier trozo de papel que se considere, salvo quizá el higiénico. Esta exigencia vigilante de sumisión y aceptación, ese trágala, es un rasgo común a los fascismos y totalitarismos y adquiere su pleno regusto franquista cuando son los potenciales represaliados y depurados quienes tienen que afirmar su lealtad por pura necesidad. Humillar también está en el ADN del franquismo.
En la película Atraco a las tres, de José María Forqué (1962), el trabajador bancario interpretado por José Luis López Vázquez empequeñece y repta cada vez que habla con su superior y al despedirse le dice: “Póngame a los pies de su señora”. Esa expresión simboliza otro rasgo: la importancia de la jerarquía, que hizo ilustrísimos y excelentísimos por doquier, colaborando en la construcción de esa sociedad de casino de pueblo de provincias tan de los años de esplendor franquista. La lista protocolaria de un concierto destacado de la posguerra da la medida de cómo se observaba esa jerarquía. En una nota se reparten las localidades del teatro para estos cargos reservando palcos (de más a menos importantes): ministros y secretarios con su séquito, tres palcos; y después palcos para gobernador militar, gobernador civil, jefe de la Falange, Diputación, Sociedad Filarmónica y Orquesta Municipal (así se llamó la Sinfónica por un tiempo), Ayuntamiento, jefatura de propaganda, comandante de Marina, delegado de Hacienda, prensa y radio (dos palcos), sociedad Nuevo Teatro (Arriaga), delegado de trabajo, cónsules en Bilbao, empresa del Teatro Buenos Aires y Conservatorio. No parece difícil imaginar cómo debían funcionar en esas alturas prebendas y favores, siempre dentro de un círculo: el de la dirigencia franquista.
Orquesta ‘depurada’ Esta dirigencia podía abrir o cerrar puertas vitales para quienes estaban fuera del círculo. Algunos músicos apoyaban sus argumentos en defensa de su postura sin tacha en las referencias que podían dar sobre ellos personas del régimen, de modo que estas disfrutaban del poder de ayudar o no a los peticionarios. Como paréntesis, o no, ese poder unido al sentido jerárquico y a la necesidad de mostrar sumisión, explica por qué la estética nazi y fascista se relaciona con el sadomasoquismo. La disección del fascismo que hizo Pier Paolo Pasolini en la cruda Saló o los 120 días de Sodoma sacaba a relucir precisamente esos tendones poderosos de las ideologías totalitarias. Desde un punto de vista cronológico, hablando siempre de la Sinfónica de Bilbao, el franquismo tuvo más prisa en perseguir a sus enemigos que en defender a sus afines, esa era la prioridad. Pero cuando llegó el momento de reconstituir la Orquesta, ya rebautizada de forma pasajera como Orquesta Municipal de Bilbao, se convocó a músicos del bando franquista para que pudieran integrarse a los conciertos. Estas convocatorias se hicieron por carta, y evidencian el placer con el que se hacía uso del poder para pedir favores y el placer con el que se concedían. Ruégole, afectuoso saludo, solicito encarecidamente, su atento telegrama, me complazco… estas expresiones afectadas y horteras abundan, y dibujan un franquismo ansioso por dejar en el armario el olor a pólvora para perfumarse con las buenas maneras. Los franquistas también se limpiaban las botas de barro para adormecerse en el palco en los conciertos, pero los obligados modales y las interminables sinfonías eran parte del precio a pagar para tratar de levantarse como una élite dirigente, una pseudo aristocracia franquista que, puesta a emular a la culta corte hitleriana, no sólo recompuso una orquesta tras depurarla, enviándola a las fábricas a deleitar a los pobres obreros, sino que programó música alemana en abundancia en el patético esfuerzo de alinearse con la admirada dictadura hitleriana. Que en algunos conciertos llegaran a colgar esvásticas en los teatros no es pues casual ni anecdótico, sino elocuente y sintomático. Y debe ser, por encima de todo, inolvidable.