Los muebles, y entre ellos las camas, han sido en la tradición familiar vasca entroncada en la vida del caserío bienes a transmitir de generación en generación, convirtiéndose en muchos casos en verdaderas obras de arte
Un reportaje de Amaia Mujika y Pedro Erice
En la sociedad tradicional, el mobiliario de una casa es la suma de los ejemplares llegados en los sucesivos arreos con cada nuevo matrimonio y, por tanto, imagen de prestigio social para la familia. Razón por la que en el espacio doméstico cohabitan formas y estilos en función de las modas, los vaivenes económicos de la familia o incluso de la procedencia o el taller de fabricación. Los muebles son además un bien familiar a transmitir, aunque su lugar y preeminencia dentro del espacio doméstico vayan cambiando con el paso del tiempo y las necesidades familiares. Así, al morir los abuelos su cama se convierte en la de los nietos y el arca de ropa estropeada por el tiempo se saca de la habitación y se destina a contener grano. Un equipamiento que, siendo de producción específicamente masculina está sólidamente unido a la mujer, que lo trae, lo usa, lo cuida e incluso le dota de una nueva vida útil cuando se deteriora o pierde aquella función para la que fue construido.
La mujer, al casarse, aportará al matrimonio, al menos, una cama completa, una cuna y un contenedor con el ajuar textil, expresión de sus futuros deberes como esposa y madre. En la nueva casa, la cama y el arca se colocarán en el único espacio privado del que dispondrá el matrimonio, la habitación de dormir, estancia donde guardarán además la ropa blanca, la de vestir y las contadas pertenencias personales de ambos, mientras que la cuna se subirá al camarote hasta que su función, con la llegada del primer hijo, lo requiera. En la búsqueda de uno de estos tesoros de lo cotidiano, tan familiares y al tiempo tan lejanos para la actual sociedad de consumo, en la que todo es desechable o reemplazable en función de la economía familiar, vamos a visitar uno de los valles septentrionales de Bizkaia y, viajando hacia atrás en el tiempo, vamos a cruzar el umbral de sus antiguos caseríos, hoy sustituidos por enormes y despersonalizados chalets para descubrir una singular cama policromada de dosel. Un mueble que, construido y usado por sus moradores durante más de cien años, hoy casi ha desaparecido en su lugar de origen y, en cambio, es objeto de deseo para coleccionistas y anticuarios.
Las camas con dosel habituales en el mueble culto desde el siglo XVI, al igual que el resto del mobiliario doméstico, se construyen con un fin utilitario y, por tanto, acordes con las condiciones de vida de sus destinatarios. En nuestro caso hay que tener en cuenta que hasta muy entrado el siglo XX, el único espacio confortable del caserío era la cocina donde se encontraba el hogar en torno al que se reunía y departía la familia. Las anexas alcobas de dormir, separadas del camarote o el pajar superior por un simple techo de tabla por el que se colaba el polvo, y las permanentes corrientes de aire que entraban por puertas y ventanas sin aislamiento ni cristal, las convertía en estancias frías y húmedas. Para paliar estas condiciones de vida fue habitual cubrir el techo situado sobre la cama con un lienzo llamado guardapolvo, utilizar gruesos cobertores y, por supuesto, repasar con un calentador el interior de la cama, eliminando así la humedad de las sábanas. Las camas policromadas de dosel, que hoy vamos a conocer, son la sorprendente y expresiva solución local dada por sus artífices a las necesidades de sus convecinos. Una imagen insólita muy alejada de la sobriedad monótona que se atribuye a la carpintería tradicional que si en algún caso presenta un acabado de color éste se limita al negro, bien por la acción de décadas de humo, bien por el obligado tintado inducido por el luto.
Ohazeru Estas camas, a las que sus antiguos dueños denominan ohazeru, ohezeru, obazeru, ogazeru…, en clara referencia al cielo que las cubre, son originarias del valle formado por la cuenca del río Butrón que inicia su recorrido de treinta kilómetros hasta el mar en Morga, a los pies del monte Bizkargi, atraviesa Rigoitia, Fruniz, Arrieta y Gamiz, en dirección a Mungia, continúa hasta Meñaka y Larrauri, y se dirige a Maruri, Jatabe y Gatika, pasando por Laukiz y Urduliz antes de desembocar en Plentzia. Pero al estar destinadas al arreo de las mujeres casaderas se localizan también fuera del valle, como lo demuestran las llegadas por matrimonio a Galdakao, Sodupe, Ziordia o Lezama. A su vez la aportación de, al menos, una cama por arreo generaba la existencia coetánea en los caseríos, de dos, tres y hasta cuatro ejemplares con estructura y decoración parecidas, pero de diferente mano y cronología, caso del caserío Elortegi Bekoa de Maruri-Jatabe con seis camas, cuatro de ellas policromadas, dos del arreo de Celestina Bilbao y la más moderna, del primer cuarto del siglo XX, traída por Magdalena Agirre al casarse con el mayorazgo de la casa, Alejandro Elortegi.
Son camas altas con los largueros elevados a unos sesenta centímetros del suelo que, sumados el jergón y el colchón, alcanzan en torno a los ochenta centímetros de alto. Para salvar este inconveniente, algunos de sus usuarios recuerdan el uso de una banqueta que, de día se guardaba bajo la cama. Las medidas aproximadas del lecho son 185×130 centímetros, es decir camas de matrimonio, pero cortas para los estándares actuales. Esto último puede tener relación con la media de altura poblacional que ha ido aumentando con la mejora de las condiciones de vida, pero el hecho de que muchas de ellas presenten la parte interior del piecero con la pintura desgastada por los pies de sus antiguos ocupantes, hace pensar que al construirlas lo importante no eran sus futuros destinatarios sino el de erigirse en el principal elemento del arreo.
Utilizadas a partir de mediados del siglo XIX están hechas por carpinteros locales que, en una sociedad autárquica como la nuestra, había en todos los pueblos, unos con más destreza que otros, pero todos útiles para cubrir las necesidades de la comunidad. Hay pocos rastros de ellos y su oficio, pero algunos quedan, como el recuerdo de un constructor de camas, en Arrieta, que luego pintaba su mujer, o los nombres de Simeón de Guezuraga y Orue (24-3-1868) en Morga, que es conocido por firmar el travesaño de una de sus camas o Florentino Echevarria Zubiaur (14-3-1868) que construía camas en su taller del caserío Bekoetxe, en Meñaka, y al que ayudó siendo niño su nieto y sucesor en el oficio Iñaki Llona, quien a sus 95 años todavía recuerda cómo se armaban y pintaban estas camas dejadas de fabricar en torno a la guerra civil.
Maderas de castaño y pino Construidas en madera de castaño, pino para los largueros y maderas poco densas como el chopo para el dosel, están integradas por un alto cabecero recortado con forma de arco de medio punto y un piecero de tablero rectangular, ambos ensamblados a los altos pies, que soportan a unos dos metros el dosel. Las distintas partes de la cama están armadas por tablas machihembradas y aseguradas por travesaños traseros. La madera está pintada en color naranja o rojo, sobre estuco, y la decoración de motivos geométricos y figurativos se localizan principalmente en el cabezal y en el dosel, repitiendo ambos la roseta central en vivos colores: blanco, azul, amarillo, verde, rojo y negro, a partir de pigmentos artificiales en polvo adquiridos en droguerías bilbainas como Barandiaran y Cía., utilizando la cola de conejo como aglutinante.
La decoración suele estar distribuida simétricamente en torno a un motivo central en forma de estrella o flor lobulada de seis a doce puntas inscrita en círculos concéntricos, abrazada por estilizados árboles de la vida y helechos y, en algunos casos, flanqueada por pájaros o jarrones de flores. Una ornamentación sencilla e ingenua de significado posiblemente desconocido para sus autores, pero cargada con una fuerte simbología mágico-protectora del lecho conyugal y de lo que en ella se desarrolla; la vida y la muerte, representada en la roseta central, emblema de las fuerzas regeneradoras y fertilizantes de la Madre Tierra; el árbol de la vida atributo del eterno retorno y de la comunicación entre el cielo y la tierra; el helecho por su gran poder sanador, el jarrón enseña de lo femenino y el pájaro, imagen de la mujer como iniciadora y protectora de la familia.
En la habitación, las camas aparecen arrimadas a la pared, colocada en el ángulo, y convenientemente vestidas en concordancia con su ubicación esquinera. El lecho está integrado por un jergón de perfolla de maíz, lastaira, colchón de lana, lastamarraga, y almohada, buruko. La ropa de cama confeccionada en lino consta de sábana bajera y un edredón de lana o plumón cuya funda, ohazala, presenta un lateral ornamentado con bordado a punto de cruz en azul, a juego con el de la almohada. Del dosel, cuelga en los dos lados que quedan a la vista, una banda de tela de unos treinta centímetros de largo, estampada durante la semana y blanca para los domingos, denominado erresela rematada con borlas. Sin embargo, llama la atención que, con excepción de una tabla policromada con tejadillo y motivo cristiano, utilizada a modo de altarcito con repisa para devocionarios, el resto de los muebles de la alcoba, no presentan policromía. Es más, se puede decir que son iguales a los utilizados en el resto del país como las clásicas arcas con el frente y el faldón tallados.
El hecho de que las camas que conocemos se encuentren a menudo incompletas o integradas con elementos de distinta cronología, se debe a que provienen de una economía autosuficiente donde todo se reutiliza. Así, la cama estropeada por el uso se repinta o el dosel destrozado por las goteras es sustituido por uno nuevo para al arreo de algún hijo/hija en edad de casar o en el último de los casos es desarmada y sus tablas utilizadas en los arreglos de la casa, habiendo sido frecuente descubrirlas como paramento de cuadras y pajares. Algunos de estos ejemplares llegaron en los 80 al Museo Vasco de Bilbao y con ellos la curiosidad por saber de sus autores y propietarios. Treinta años después seguimos aprendiendo porque a través del conocimiento de las obras del pasado, aún de los más sencillos y cotidianos, se pueden entender y explicar los cambios producidos en la sociedad y su percepción del mundo, así como romper con algunos estereotipos sobre la cultura tradicional.