La situación de las trabajadoras de hogar ha pasado por diversas fases, siempre bajo el influjo del momento político y social del país. Su movimiento reivindicativo ha simbolizado como ningún otro la lucha por la igualdad
Un reportaje de Eider de Dios Fernández
EL pasado 8 de marzo el Bilbao Metropolitano amanecía con un acto en homenaje a las trabajadoras de hogar frente al Puente Colgante. En el imaginario de todos los vizcainos y vizcainas, el Puente de Portugalete aparece muy ligado a estas trabajadoras. Como observamos a raíz de las reivindicaciones que se llevaron a cabo el Día Internacional de la Mujer, todavía queda camino por recorrer para igualar el trabajo de cuidados y del hogar al resto de sectores laborales. Es por ello por lo que vamos a reflexionar unos minutos sobre la historia reciente de estas trabajadoras.
Con la llegada de la II República, el servicio doméstico empezó a ser contemplado como un trabajo. La Ley de Contrato de Trabajo extendió las relaciones laborales al servicio doméstico. Sin embargo, no se acabaron promulgando disposiciones que regularan su situación. De todas maneras, el hecho de que las empleadas del servicio doméstico pudieran, entre otras cosas, sindicarse, causó un gran impacto en la sociedad, de hecho se convirtió en una metáfora del cambio social.
Sin embargo, con la Guerra Civil las expectativas de cambio y de igualación laboral se vieron truncadas. Durante la guerra, en un contexto extremadamente polarizado coexistieron dos imágenes contrapuestas sobre las sirvientas. La primera de ellas la encontramos en la delatora, y es que familias ligadas al bando nacional creían que las sirvientas habían estado detrás de la denuncia y, por tanto, de la depuración de algunos señoritos. Por otro lado, encontramos el reverso de la moneda, la sirvienta que entiende el servicio a una familia como una absoluta abnegación. El régimen ligó la imagen de la delatora a la concepción del servicio doméstico como trabajo y, de esa manera, lo entendió como un símbolo de todos los males que había representado el periodo democrático. En cambio, el segundo modelo constituía la línea a seguir, el servicio doméstico significaría servir y, por lo tanto, debía quedar ajeno a regulaciones laborales.
Durante los primeros años del franquismo, varias circunstancias distorsionaron el horizonte de las mujeres en todos los ámbitos. Junto a las dificultades socioeconómicas de la posguerra, cabe señalar las características propias de un régimen autoritario y conservador. Ante estas circunstancias, quedaron muy reducidos los trabajos a los que las mujeres de clases humildes pudieron optar y, con ello, cualquier posibilidad de promoción y autonomía. El servicio doméstico fue uno de los escasos trabajos femeninos que aumentó tras la contienda hasta dar lugar a una edad de oro. No obstante, antes que los motivos económicos que justifican el incremento de este sector, estaban los motivos políticos: el régimen interpretó el servicio doméstico como un método de reordenación social y de reeducación de las clases humildes, clases vinculadas con quienes perdieron la Guerra Civil. No quiero decir con esto que todas las sirvientas fueran hijas de republicanos, pero todas tenían una característica en común muy ligada a la perdedora de la guerra: la pobreza. Había que mostrar que el orden social que se había quebrantado durante la República debía ser repuesto y, entre otros medios, se iba a hacer gracias al servicio doméstico. De hecho, ellas se convirtieron en el símbolo de la recuperación del orden natural de las cosas.
Seguridad ¿Cómo se hizo esta reordenación? Por una parte, durante la dura posguerra estar de interna en una casa al servicio de una familia, que aparentemente no tuviera un pasado republicano, brindaba a la muchacha cierta seguridad ante la brutal represión que se estaba llevando a cabo. El servicio doméstico constituyó así una forma de huir a la ciudad, en este caso Bilbao, donde se creía que se iba a estar más a salvo. También fue el medio de asegurarse la manutención en un tiempo de escasez y hambruna. Por otra parte, existieron instituciones religiosas que instruían a las chicas pobres para que fueran sirvientas. Además, con esta preparación se las iba formando en los valores que impulsaba la dictadura: la obediencia y el respeto al orden establecido. Durante el primer franquismo (1939-1959), el servicio doméstico se basó en unas relaciones de poder sumamente desigualitarias y a menudo no estuvo remunerado económicamente.
Sin embargo, no debemos pensar que todas las experiencias de las sirvientas en aquella época fueron negativas. La relación con la familia, si bien era jerárquica, se basaba en mutuas obligaciones, de tal manera que la abnegación de la muchacha se recompensaba, entre otras cosas, con que la familia empleadora cuidara de ella en caso de que esta estuviera enferma o que tuviera un problema. Es cierto que había casas donde las condiciones en las que tenían que vivir las muchachas fueron extremadamente duras, sin embargo, el hecho de que hubiera tanta demanda de servicio doméstico favorecía que las muchachas cambiasen de casa con total facilidad para así mejorar su situación.
Hasta la década de los cuarenta, el cuerpo mayoritario de las muchachas estaba formado por mujeres locales y vizcainas de áreas rurales que tuvieron que abandonar el euskera para aprender a marchas forzadas el idioma en el que se servía en la ciudad, el castellano. Aunque en el servicio doméstico siempre hubo una proporción menor de burgalesas, a partir de 1950 la trabajadora tipo será la procedente de provincias lejanas.
Las mujeres que llegaron aquí en la década de los cincuenta ya no lo hicieron huyendo de la miseria o de la represión derivada de la posguerra, sino por el deseo de ampliar sus expectativas de juventud. Estas migraciones se inscriben dentro de la llegada masiva de inmigrantes al área metropolitana de Bilbao en el contexto de la segunda industrialización, que tuvo lugar entre 1950 y 1975. En el caso de las mujeres, el servicio doméstico era una de las mejores fórmulas para emigrar. Las mujeres que empezaron a servir a finales de los cincuenta no lo hicieron, por tanto, en las mismas condiciones que lo habían hecho sus antecesoras: el servicio doméstico estaba convirtiéndose en un empleo. Si bien en el primer franquismo las órdenes religiosas habían servido para encuadrar a las muchachas dentro de los valores del régimen, durante el segundo franquismo (1959-1975) algunas instituciones pertenecientes a la Iglesia trabajaron para que se las equiparara al resto de sectores. La más importante en este aspecto fue la Juventud Obrera Católica (JOC). Con este cambio hacia el empleo no es casualidad que apareciera un nuevo personaje, la interina, la trabajadora que acudía por horas a limpiar una casa y/o a realizar labores de cuidados. El trabajo en régimen interno se redujo a partir de los años sesenta a favor de la interina, la empleada de hogar, y es aquí de donde surge la imagen ampliamente compartida de las mujeres de la Margen Izquierda del Nervión que a diario cogían el Puente Colgante o el gasolino para cruzar a la Margen Derecha, en donde trabajaban.
Siempre corriendo Mujeres que siempre parecían ir corriendo porque debían combinar su vida laboral con el cuidado de su familia en una época en la que el reparto de tareas parecía ciencia ficción.
Con la llegada de la democracia, el testigo de la JOC fue recogido por los sindicatos y algunos partidos políticos que diseñaron proyectos para regular el servicio doméstico. No obstante, ante la incomprensión de sus camaradas varones, la lucha de las trabajadoras del servicio doméstico parecía no poder encauzarse en los sindicatos de clase, debía hacerse desde el feminismo. Y así fue como en 1985 se creó la Asociación de Trabajadoras de Hogar de Bizkaia (ATH-ELE). Como señaló Pilar Gil, una de sus fundadoras, el primer objetivo de la asociación era igualar la situación de estas trabajadoras al resto de sectores. El segundo, más ambicioso, era extinguir el servicio doméstico a través de la colectivización de servicios. Esta organización pionera y referente en todo el Estado, adaptó del feminismo la acción directa y, de esta forma,
Cuando una trabajadora de hogar había sido despedida de malas maneras, no dudaron en realizar escraches para denunciar su situación. Asimismo, el feminismo pudo llevar a la práctica a través de la ATH los presupuestos de la economía feminista, ya que si el trabajo de las trabajadoras de hogar se remuneraba, quería decir que el trabajo del hogar tenía valor monetario. A partir de la década de los 90, con mujeres migradas esta vez extracomunitarias, al movimiento de las trabajadoras de hogar se le sumaron nuevos retos y nuevas conquistas ya que, no nos olvidemos, este movimiento simboliza, más que ningún otro, la lucha por la igualdad.