ETA ha sido protagonista de numerosas películas y documentales que han abordado desde muy distintos puntos de vista, no exentos de polémica, las consecuencias de la violencia que ha padecido Euskadi durante varias décadas
Un reportaje de Igor Barrenetxea Marañón
Con cerca de mil víctimas mortales en su haber y otras tantas derivadas de sus atentados, la traslación de una mirada crítica sobre ETA y su entorno, en su ligazón a la izquierda abertzale siempre ha representado un reto. De hecho, muchos de los filmes que han retratado este tema con simpatía han provocado boicots, amenazas de bombas y protestas para impedir que fueran estrenados en distintos festivales de cine, en España. ETA despierta demasiadas sensibilidades encontradas. Pero, ¿cuál es la visión que se ha dado de la banda? Sin querer ser del todo exhaustivos, debemos partir de que no ha sido nada sencillo el acercarse a ese tema por el hecho de que su violencia ha corrido en paralelo con su retrato fílmico. En 1979, se estrenaba en el Festival de San Sebastián El proceso de Burgos, de Imanol Uribe. Este documental, precedido de una intensa polémica, presentaba a los procesados, antiguos activistas de ETA, como luchadores antifranquistas.
Su prólogo, explicado por el historiador Francisco Letamendia, era una lectura aber-tzale de la historia vasca. Aunque el director pretendió quitarlo, al final, por presiones lo mantuvo. En él se codificó una imagen heroica de la lucha armada contra el franquismo, que es la única que sostiene la izquierda aber-tzale. Pero, sin duda, era un marco de superación del pasado, del despertar de la democracia aunque el filme no valoraba que casi todos los participantes y condenados en el proceso habían tomado ya caminos diferentes a los de la violencia. Sin embargo, servía para entender, en cierto modo, el origen de ese sentimiento de ultraje en ciertos sectores sociales, cómo la dictadura despertó una imagen muy negativa de España en Euskadi y, por lo tanto, alimentó el mito del conflicto vasco a favor de la violencia.
Ese mismo año se estrenaría Operación Ogro (1979), del italiano Gillo Pontecorvo, que venía avalado por su soberbio documental La batalla de Argel (1965). De nuevo, ETA se presentaba como una contumaz organización contra la dictadura; si bien en estos años ya se iba mostrando que el terrorismo no era tanto antifranquista como antiespañol. Dos años más tarde, Uribe volvería a fijarse, esta vez desde la ficción, en otro territorio inexplorado, los presos, en La fuga de Segovia (1981). Claro que el nuevo contexto auguraba el final de un largo proceso en que una rama de ETA, la político militar, iba a poner fin a las armas, conformando, posteriormente, Euskadiko Ezkerra, actualmente integrada en el Partido Socialista de Euskadi. En ese sentido, Uribe ofrecía una nueva visión en la que encadenaba el pasado, la represiva dictadura, con el presente, con una nueva oportunidad de paz.
Pero ETA militar siguió matando. Así que tres años más tarde, en 1984, se estrenó La muerte de Mikel, siendo una agria crítica contra la izquierda abertzale y sus hipocresías morales. Su trilogía vasca, de este modo, reflejaba cada vez más, aunque no con toda la hondura posible, la evolución de una perspectiva de desengaño. ETA no era un modelo de lucha contra la opresión y la tiranía sino que se había convertido en la excusa para otra clase de perversiones de la realidad. A tal punto que, en 1994, Uribe exploró esta vertiente en la sórdida y más descarnada Días contados, que tuvo un éxito tremendo. Desapareció el mundo idealizado de ETA para hablar de los bajos fondos y el clima descarnado y deshumanizado en el que transcurrían las vidas clandestinas de sus activistas.
La desgarradora ‘Yoyes’ Sin embargo, aprovechando el sustancial interés que proponía ETA y su entorno, se estrenaron otros filmes de endeble calidad como El Pico (1983), Goma-2 (1984), la más lograda, Ander eta Yul (1989), en donde Ana Díez retrata la justicia de ETA para acabar con el tráfico de drogas en Euskadi. Además, cabría señalar Días de humo (1989), de Antón Eceiza, Amor en off (1992), A ciegas (1997), de Daniel Calparsoro, fallido trabajo que desvela la angustia del terrorista tras matar a sus propios compañeros de comando, hasta llegar a la década siguiente en la que las propuestas no solo han ganado en calidad y entidad sino que han puesto el acento en la mirada sobre las víctimas. En primer lugar, cabría destacar Yoyes (2000), de Helena Taberna, porque la historia de la que fuera una de las primeras dirigentes femeninas de ETA, asesinada por la misma banda para impedir su reintegración en la vida civil, nos desnuda de una manera desgarrada y soberbia ese perfil tan totalitario de la banda.
Otros dos filmes a destacar, aunque el primero pasaría más desapercibido, fueron El viaje de Arián (2000), de Eduard Bosch y La playa de los galgos (2002), de Mario Camus. El primero retrata con crudeza la verdadera faz de un comando terrorista en sus intimidades, desnudándolo de todo el romanticismo que pudiera aún guardar la violencia. El segundo se destaca porque se revelaba la conciencia culpable del terrorismo; en otras palabras, el efecto negativo y desgarrador que produce la violencia en las personas que viven de ella. Ambos trabajos son dignos ejemplos de un cine de compromiso, con una intención muy clara de desvelar las claves afectivas y morales que el uso de la violencia trae consigo para las personas que viven de ella. Un desvelo interior que, sin duda, les acaba rompiendo por dentro.
Mostraba, en todo caso, un cambio de tendencia, con un cine más contundente que desvelaba las intimidades del terrorismo. Luego, le siguieron trabajos más comerciales e intranscendentes como Lobo (2004) o GAL (2006) que no han aportado nada a la filmografía, salvo el añadir nuevos puntos de vista temáticos.
En 2008, se estrenaron dos filmes muy distintos a destacar, Todos estamos invitados, de Manuel Gutiérrez Aragón, y Tiro en la cabeza, de Jaime Rosales, envuelto por la consabida polémica al retratar al terrorista como una persona corriente. Cabe remarcar el filme de Gutiérrez Aragón porque es uno de los más logrados retratos hechos desde la ficción del sufrimiento de las víctimas de ETA, desde el momento en que el protagonista es amenazado y, luego, perseguido. Se habían producido varios documentales de enorme calidad como Asesinato en febrero (2001) y Perseguidos (2004), de Eterio Ortega, Voces sin libertad (2004), Trece entre mil (2005), El infierno vasco (2008) o, recientemente, 1980 (2014), todas estas de Iñaki Arteta, que se han convertido en el testimonio vivo de las víctimas. En el contrapunto a estos trabajos se encontraría Asier ETA biok (Asier y yo) (2013), de Aitor Merino y Amaya Merino, retrato de la amistad entre el etarra Asier Aranguren y Aitor Merino, buceando en las causas de la decisión de Asier de introducirse en ETA. Y Barrura begiratzeko leihoak (Ventanas al interior) (2012), que se acerca al mundo de los presos de ETA en las cárceles. Así, la polémica en torno al cine de ETA o el conflicto siempre están a la orden del día. Pensemos en La piel contra la piedra (2003), de Julio Medem, cuando varias de las víctimas que intervienen en el mismo, criticaron la visión que hace el director vasco del conflicto.
‘Lasa y Zabala’ Más recientemente, nos encontramos con Lasa y Zabala (2014), de Pablo Malo, en la que aborda con entidad la guerra sucia llevada a cabo por el Estado en su lucha contra ETA aunque se olvida de hacer una visión más crítica del mundo terrorista. Fuego (2014), de Luis Marías, en cambio, pretende ser un retrato de la angustia y el drama que viven los afectados por un atentado de ETA. El protagonista es un antiguo policía que busca su particular venganza contra la familia del etarra que mató a su mujer y amputó las piernas de su hija. Y aunque sí desvela ese trauma personal provocado por el brutal suceso e, incluso, se interesa por el sufrimiento de las familias de los presos, no acaba de ser un filme tan revelador como cabría esperar sobre la naturaleza de la violencia de ETA y sus consecuencias trágicas.
Singularmente, la comedia ha sido un territorio poco frecuentado. Cierto es que retratar el mundo de la violencia desde el humor puede aparentar una perspectiva frívola, pero ya se hizo con mucho acierto para otras temáticas como El gran dictador (1940), de Charles Chaplin, para denunciar el nazismo, o la exitosa La vida es bella (1997), de Roberto Benigni, para el Holocausto. En el caso vasco, se pueden citar únicamente los filmes Cómo levantar 1.000 kilos (1991), de Antonio Hernández, que tuvo escaso éxito y la más reciente Ocho apellidos vascos (2013), de Emilio Martínez-Lázaro (rodándose una segunda parte), auténtico fenómeno en la cartelera española que, si bien no es un filme en el que se retrate el terrorismo sino los ambientes abertzales, sí se ríe, de una forma elegante y sutil, de las particularidades e idiosincrasias vascas, además de ofrecer la visión o tópicos negativos que se tiene de ellos, en general, allende de nuestra autonomía. Pues no hay mejor arma contra los fanatismos que la risa, como bien desveló Chaplin en su día. Motivada por este éxito, en breve se estrenará Negociador (2014), de Borja Cobeaga, que aborda, en tono de comedia, las conversaciones entre un político vasco y ETA para conminar a esta a acabar con la violencia.
La filmografía sobre el terrorismo es mucho más amplia pero, en rasgos generales, se destaca por ser irregular. Se ha hablado mucho y con profusión sobre ETA en la gran pantalla, no existe ningún tabú, como alguna vez se ha dicho, aunque sí, como afirmaba Carlos Roldán, suele ser “veneno para la taquilla”. Destacan, en todo caso, un nutrido puñado de trabajos que nos permiten desvelar no solo las claves del efecto dañino del terrorismo en la sociedad, a partir del cine documental, sino desde la ficción, el descarnado y deshumanizado universo de ETA. Tal y como destaca el catedrático Santiago de Pablo, a la hora de perfilar una visión general de ETA, “la lenta evolución desde la comprensión hasta la impugnación del terrorismo que ha mostrado el cine pueden tener relación con la relativa simpatía ante ETA que hubo en ciertos sectores de la izquierda vasca y española en la etapa final del franquismo y la Transición”. Así, el cambio paulatino operado en la sociedad y en la cultura vasca (donde se integraron antiguos simpatizantes) ha dado lugar a una visión cada vez más crítica y desmitificada del fenómeno terrorista (salvo excepciones). Está claro que nada justifica el terrorismo a la hora de reivindicar la patria vasca, a tenor una dinámica social en la que cada vez hubo un clamor más contestatario contra ETA.