Cuando Navarra debatió la creación de un ejército propio (1794)

Durante la Guerra de la Convención, las Cortes navarras sopesaron la formación de un ejército, lo que creó tensión con el Gobierno central

HISTORIAS DE LOS VASCOS

Un reportaje de Fernando Mikelarena

La pauta tradicional de movilización militar general en Navarra obedecía a lo señalado por el Fuero General. El Apellido o llamamiento universal, que ponía en pie de guerra a las milicias del reino, convocando a todos los hombres entre los 18 y los 60 años, debía realizarse en caso de invasión de Navarra por parte de ejército extranjero por un máximo de tres días. Bajo cualquier otro supuesto, el rey debía solicitar la concesión de un servicio militar a las Cortes navarras, las cuales podían concederlo o no.

En relación con esta otra posibilidad, las repetidas reclamaciones de contrafueros por los alistamientos efectuados por los virreyes en Navarra suscitaron el establecimiento en 1642 del servicio de soldados, destinados a campañas en el exterior. Los tercios concedidos, siempre muy por debajo de lo solicitado por el virrey, se entendían como una concesión voluntaria destinada con carácter temporal a empresas bélicas determinadas y con la condición de que el legislativo navarro designara a los oficiales y gestionase el alistamiento.

Por otra parte, Navarra se opuso a los diversos intentos de introducción de un sistema de quintas, un servicio militar obligatorio, a lo largo del siglo XVIII por parte de la monarquía, el último entre 1770 y 1777. Las resistencias por parte de la Diputación en esa ocasión consiguieron que Campomanes desistiese de sus propósitos. Posteriormente el problema no se volvió a plantear, al menos durante lo que restaba de siglo, porque en la guerra de la Convención se produjo un alistamiento general de todos los navarros según los patrones forales.

Durante la Guerra de la Convención las Cortes navarras de 1794-1796 debatieron sobre la creación de un ejército navarro propio, incrementando las tensiones con el gobierno central que ya inicialmente se había mostrado reticente a la apertura del legislativo navarro. Las Cortes fueron convocadas porque la Diputación respondió al virrey que solo el legislativo navarro podía introducir modificaciones en lo relativo a la contribución militar de los navarros, de cara a hipotéticas peticiones por parte de la monarquía.

Hasta junio de 1794, la demora de las autoridades navarras y de los municipios navarros en atender las continuas peticiones de los jefes militares españoles de cara a un incremento del número de voluntarios solo se palió en los momentos en que las ofensivas francesas amenazaban más peligrosamente. Con todo, incluso entonces se constataron recriminaciones y deserciones.

Pese a todo, la gravedad de la situación bélica motivó que el 21 de junio de 1794 las Cortes navarras decidieran en una reunión en la que previamente a ella se juró “guardar un escrupuloso silencio” sobre cuanto se iba a tratar, de llamar al Apellido (o movilización general) conforme al Fuero para llamar a 20.000 hombres. Esa decisión habría empujado a diversos miembros del legislativo navarro a elaborar documentos acerca de la conveniencia de que Navarra contara con un cuerpo militar estable propio. Se presentaron tres memoriales, uno del conde de Echauz, otro anónimo y otro del marqués de San Adrián.

El memorial de Echauz plantea un servicio estable de 6.000 hombres, recurriéndose al Apellido en caso de invasión. Para contar con ese “servicio estable u ordinario de campaña” de 6.000 hombres hacía falta formar un cuerpo de 18.000, que se dividirían en tres tercios que se alternarían en el servicio estable cada uno durante dos meses. Los 18.000 hombres estarían mandados por un Comandante General que estaría sujeto “únicamente al Reyno junto en Cortes o en Diputación”. Los mandos se elegirían entre la nobleza.

Tropa ligera El memorial anónimo hablaba de que los oficiales y soldados que entraran “a servir en este cuerpo” deberían ser navarros y de que “la constitución de este cuerpo será de tropa ligera”. En tiempo de paz estos batallones no permanecerían fijos en Navarra, sino que podrían salir fuera para adquirir experiencia militar y para fomentar el ascenso en la carrera militar de sus integrantes. Por otra parte, el nombramiento de mandos sería a propuesta de las Cortes o de la Diputación, siempre entre navarros que tuvieran la graduación correspondiente. También se planteaba el establecimiento de un colegio de cadetes. No obstante, también se sugería un segundo plan que se hacía “indispensable atendidas las actuales críticas circunstancias”.

Se proponía que todo navarro estaba “obligado a servir a la Patria desde la edad de 17 años hasta la de 56”. Los solteros de entre 17 y 56 años serían los primeramente movilizados, asumirían los destinos más alejados y harían instrucción militar en sus pueblos una hora todos los domingos, mientras los casados se ejercitarían con mayor intervalo temporal. Hacia el final del documento se habla de la necesidad de inculcación de valores navarristas puesto que se dice “para que nadie ignore desde su niñez las obligaciones que ha contrahído por nacer en Navarra, deverán imprimirse las que fuesen en preguntas, y respuestas, para que las aprendan de memoria”. Esto debería “enseñarse en las escuelas después de los compendios de Religión que regularmente se dan”.

El tercer plan fue redactado por el marqués de San Adrían. Los cálculos aplicados por San Adrián a la población navarra, ponderados por parámetros relativos al número de soldados similares a los empleados para la conformación del ejército prusiano, fijaban en 10.556 hombres los que constituirían “el cuerpo militar de Navarra”, estructurados en once batallones y 91 compañías. Este nuevo sistema precisaría de un alistamiento general regular de todos los individuos de cada pueblo, introduciéndose algunos criterios de exención. Como es de suponer, los cargos de oficialía quedaban reservados para los nobles. El mando de los batallones sería fijado por las instituciones del reino entre “Personas entresacadas del exército” por méritos de graduación y de mérito militar, “prefiriendo para dichos empleos en igualdad de circunstancias a los que tubieren la calidad de naturales del Reino”. Habría dos batallones en cada merindad, a excepción de en la de Pamplona, donde habría tres, habiendo un cuartel en la capital de cada distrito.

Los soldados se ejercitarían dos meses al año, en los meses de abril y mayo. Cada dos años, en los mismos meses mencionados, se juntarían todos los batallones para ejercitarse en cuestiones de táctica militar de mayor enjundia. “Esta misma repetición de campamentos propagará insensiblemente por el País, un cierto entusiasmo y espíritu Militar que hará Marcial y Guerrero el carácter de todos los Navarros”. Con todo, en el cuartel de cada merindad habría siempre cinco compañías permanentemente dispuestas.

Las peticiones de llamada al Apellido de 21 de junio y de 22 de agosto, así como esas propuestas de alteración de la constitución militar del reino, no habrían sido del agrado del gobierno de Madrid. El 23 de agosto el virrey contestó a la segunda de las solicitudes de llamada al Apellido afirmando que no le parecía oportuno y recomendando que se formaran batallones de voluntarios. Una semana antes, las tres personas comisionadas por las Cortes ante el gobierno de Madrid y ante el rey (el obispo de Pamplona, el marqués de Fontellas y el representante de Tudela y dramaturgo Cristóbal María Cortes) se habían entrevistado con Carlos IV, a quien expresaron la preocupación de las instituciones navarras por la precaria defensa del reino de Navarra ante los franceses.

En su correspondencia con las Cortes navarras los delegados se hacían eco de que el rey no solo estaba “instruido (…) del estado actual de ese reino y necesidades de socorro, sino que también lo estaba de varias expresiones que se han vertido en el Congreso con alguna imprudencia, sobre lo que ha instado para saber si podría contar seguramente con la fidelidad de V. S.”, aludiendo con ello a las cuestiones de alcance que se habían debatido en los últimos meses. Los comisionados respondieron al monarca con “fuerza y vigor (…) asegurando que ese fidelísimo Reino derramaría la última gota de sangre, antes que apartarse del dominio de tan digno Dueño”.

Desconfianza del virrey Hacia julio de 1795 cuando Pamplona y toda Navarra estuvieron a punto de caer a manos de los franceses, el virrey Castelfranco no se recató de expresar su desconfianza hacia las instituciones navarras. Durante todo aquel mes se esforzó para que las Cortes se trasladaran a Olite, animando a la población a evacuar la ciudad. Castelfranco se mostraba sospechoso de la fidelidad de los pamploneses ya que mencionaba en dicho documento la posibilidad de que, “sitiada Pamplona, no resistiera el tiempo que debe esperarse por haber en ella las gentes y efectos que, por su número, devilidad u otras circunstancias, puedan ser obstáculo a la buena defensa”.

Asimismo, el virrey decía que “la prebención impone siempre al enemigo, así como se aprobecha de los descuidos y confianzas temerarias. Estas son las precapciones juiciosas que se siguen en la guerra, y el que resiste su execución y práctica pasará por la nota de descuidado o de preparador de las glorias del enemigo”. En su decisión de no abandonar Pamplona, las Cortes hicieron referencia a esas insinuaciones como “hideas de una sombra” y defendieron la probada fidelidad demostrada por el reino.

Finalmente, la firma de la paz de Basilea el 22 de julio y el éxito del representante español en sortear las solicitudes francesas de negociar aspectos que afectaran “la integridad del territorio peninsular de España”, conviniendo “en someter a examen la cesión de Santo Domingo y la Luisiana”, zanjaría cualquier polémica, si bien Godoy se instalaría en la desconfianza ante Navarra.

Ley de 25 de octubre de 1839, una historia de fueros y desafueros

Hoy se cumple el 175 aniversario de la Ley de 25 de octubre de 1839, una ley de la que hay dos visiones contrapuestas: Para unos, fue la ley confirmatoria de los Fueros del pueblo vasco. Para otros, sin embargo, fue la ley derogatoria

Un reportaje de Santiago Larrazabal

HOY, 25 de octubre de 2014, se cumplen 175 años de la Ley de 25 de octubre de 1839, que marcó un antes y un después en nuestra historia. Y es que si bien las instituciones forales labortanas, suletinas o bajonavarras habían sucumbido ya en 1789 a la Revolución Francesa, por el contrario, las vizcainas, guipuzcoanas, alavesas y navarras habían sobrevivido casi intactas hasta que, finalizada la Primera Guerra Carlista, todo empezó a cambiar. En efecto, al terminar la guerra, el famoso Convenio de Bergara, de 31 de agosto de 1839, oficializó de alguna manera la paz entre carlistas y liberales y en su artículo 1º recogió un “alambicado” compromiso de respeto a los Fueros (“El Capitán General D. Baldomero Espartero recomendará con interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los Fueros…”). El Gobierno, controlado por los moderados, presentó en el Congreso un Proyecto de ley para “cumplir” el Convenio de Bergara, pero la mayoría en las Cortes era de tendencia progresista y no precisamente proclive a la causa de los Fueros. Y como ha ocurrido siempre, la discusión en las Cortes del tema foral trajo consigo una polarización de posturas en torno a un asunto crucial tanto entonces como ahora: la compatibilidad entre los sistemas constitucional y foral. El texto comenzaba confirmando los Fueros de las Provincias Vascongadas y de Navarra, pero la discusión en el Congreso concluyó con la incorporación al Proyecto de Ley de la famosa coletilla “sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía”, y una vez remitido éste al Senado, el debate en la Cámara Alta se centró, como era previsible, en qué había de entenderse por “unidad constitucional”. Finalmente, se aprobó la Ley con el siguiente texto:

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Grabado de la Casa de Juntas de Gernika, que alberga el mítico roble juradero, símbolo de los Fueros y las libertades vascas.

Artículo 1º: “Se confirman los fueros de las provincias Vascongadas y de Navarra, sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía.

Artículo 2º: “El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita, y oyendo antes a las Provincias Vascongadas y a Navarra, propondrá a las Cortes la modificación indispensable que en los mencionados fueros reclame el interés general de las mismas, conciliado con el general de la nación y de la Constitución de la Monarquía, resolviendo entre tanto provisionalmente, y en la forma y sentidos expresados, las dudas y dificultades que puedan ofrecerse, dando de ello cuenta a las Cortes”.

Como han subrayado algunos autores, la Ley de 25 de octubre de 1839 no es una ley más sino, a pesar de su brevedad, mucho más que una Ley, y acerca de ella existen dos visiones totalmente contrapuestas entre sí: por un lado, quienes han defendido que se trataba de una ley “confirmatoria” de los Fueros, consideran que suponía el cumplimiento del compromiso adquirido en el Convenio de Bergara; que trataba de acomodar el sistema foral al sistema instaurado por la Constitución “progresista” de 1837; que incluso podía ser considerada como una especie de Disposición Adicional de dicha Constitución sobre esta materia y que su pretendido carácter “confirmatorio”, explicaría que la Ley de 16 de agosto de 1841, la denominada Ley Paccionada de Navarra, se fundamente, precisamente, en la Ley de 25 de octubre de 1839. Por el contrario, quienes han sostenido que la Ley de 1839 fue, en realidad, una ley “abolitoria” de los Fueros, la analizan en el marco de un proceso histórico de debilitamiento progresivo de la “foralidad” que, al menos en los Territorios de Araba-Álava, Gipuzkoa y Bizkaia, había comenzado ya con la Ley de 16 de septiembre de 1837, anterior al Convenio de Bergara y a la propia Ley de 25 de octubre de 1839, siendo esta última, en su opinión, el siguiente paso en este proceso, continuado a su vez por el Real Decreto de 29 de octubre de 1841, que suprimió desde ese momento gran parte del contenido tradicional de la foralidad, pues entienden que, a pesar del parcial restablecimiento en 1843, el viejo roble foral estaba ya muy herido y recibiría el golpe de gracia con la Ley derogatoria de 21 de julio de 1876.

Para intentar arrojar un poco más de luz en este intrincado debate, resumiré a continuación mi visión personal del asunto: excepto la mención a los Fueros (sin adquirir compromisos concretos) del art. 144 del Estatuto de Bayona de 1808, ni la Constitución de Cádiz de 1812, ni tampoco el Estatuto Real de 1834, ni la Constitución de 1837 aludieron al tema foral. Sin embargo, en plena guerra carlista y antes del Convenio de Bergara, se había dictado la Ley de 16 de septiembre de 1837, por la que se habían disuelto las tres Diputaciones Forales vascongadas, suprimido la libertad de comercio y se había autorizado al Gobierno para establecer jueces de primera instancia (lo que era contrario al sistema judicial foral). En la práctica, esta Ley no tuvo demasiada repercusión en el País, sobre todo por lo establecido en el Convenio de Bergara, la propia Ley de 25 de octubre de 1839, y por la restauración de las instituciones forales por Real Decreto de 16 de noviembre de 1839, en aplicación del artículo 2º de la Ley de 1839. Pero, aun así, las cosas no volvieron a ser lo mismo.

El siguiente episodio crítico tuvo lugar con el conflicto surgido a propósito de la Ley Municipal de 1840, que acabó con la Reina Regente en el exilio y el nombramiento de Espartero como nuevo Regente. El enfrentamiento entre las autoridades forales vascas y Espartero fue intensificándose, pues éste entendió que la modificación de los Fueros de Araba/Álava, Gipuzkoa y Bizkaia debía seguir el camino de lo previsto para Navarra, camino que desembocaría en la Ley Paccionada de 16 de agosto de 1841, pero los comisionados de los tres Territorios no estaban dispuestos a aceptarlo. Así las cosas, el Gobierno presentó unilateralmente un Proyecto de Ley de Modificación de los Fueros que, en resumen, ofrecía únicamente una autonomía administrativa al País. Y fue en este contexto cuando tuvo lugar el levantamiento militar de O’Donnell contra Espartero, con el apoyo de la Reina Regente desde el exilio. Las autoridades forales cometieron un error garrafal al apoyar el levantamiento, pensando que, de triunfar éste, los Fueros quedarían a salvo. Pero el levantamiento fracasó e, inmediatamente, el Gobierno dictó el Real Decreto de 29 de octubre de 1841, que supuso un enorme mazazo para el sistema foral vascongado: se suprimieron las Juntas Generales y Particulares, las Diputaciones Generales, los Ayuntamientos forales, la figura del Corregidor, el sistema judicial foral, el pase foral y se trasladaron las aduanas a la costa y a la frontera.

A partir de 1843, cuando los moderados, encabezados por Narváez, derrocaron a Espartero y volvieron al Gobierno, se restablecieron las Diputaciones Forales y las Juntas Generales, en virtud del Real Decreto de 4 de julio de 1844 (el denominado Decreto Pidal), pero no se recuperaron los demás contenidos del sistema foral anteriormente suprimidos. Del viejo edificio foral solamente quedaron en pie la foralidad institucional (Diputaciones y Juntas), la Hacienda propia y el sistema militar propio. Lo que quedó era una especie de foralidad diluida o “neoforalidad” que sobreviviría hasta 1876, cuando tras la definitiva derrota carlista, la Ley de 21 de julio de 1876 derogó totalmente los Fueros de los tres Territorios.

cONFIRMATORIA o derogatoria Pero volvamos a la Ley de 25 de octubre de 1839: si retomamos la pregunta sobre si dicha Ley fue “confirmatoria” o “derogatoria” o intentamos explicarnos cómo una misma Ley puede ser considerada confirmatoria y abolitoria a la vez, la respuesta depende del punto de vista que adopte cada uno al respecto. Por ejemplo, muchos navarros consideran que esa Ley, que es el fundamento de la Ley Paccionada de 1841, ayudó a salvaguardar sus Fueros, y, de hecho, ambas leyes son citadas en el artículo 2 de la Ley Orgánica 13/1982, de 10 de agosto, de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra, cuando dice que: “Los derechos originarios e históricos de la Comunidad Foral de Navarra serán respetados y amparados por los poderes públicos con arreglo a la Ley de 25 de octubre de 1839, a la Ley Paccionada de 16 de agosto de 1841 y disposiciones complementarias…”. Sin embargo, la opinión mayoritaria al menos en los otros tres Territorios Forales, considera que la Ley de 25 de octubre de 1839, fue el principio del fin de su foralidad. Así que no es casualidad que el párrafo 2º de la Disposición Derogatoria de la Constitución Española de 1978 derogue dicha Ley a modo de reparación histórica (“en cuanto pudiera conservar alguna vigencia”), pero solamente en lo que afecta a estos tres Territorios y no a Navarra.

Con el máximo respeto hacia quienes piensan que pudo haber servido para lograr el “arreglo foral” en las “Provincias Vascongadas” y hacia quienes consideran que sirvió para proteger el sistema foral de Navarra, creo que el problema no es tanto lo que esta Ley pudo haber supuesto sino lo que supuso en realidad. Y a mi parecer, al menos para Araba/Álava, Gipuzkoa y Bizkaia, la Ley 25 de octubre de 1839 supuso el comienzo de un proceso de declive del régimen foral hasta su completa desaparición en 1876. Creo que la derogación foral provocó la ruptura unilateral de un pacto ancestral y estoy convencido de que la herida que abrió no se ha cerrado aún del todo. Desde entonces, y de modo constante, se reclamó en el País la restauración foral plena, pues el pueblo vasco no ha renunciado jamás a sus derechos históricos, derivados de los Fueros, como expresión de su constante deseo de autogobierno. Por ello, y como dice el lema del escudo de armas del municipio alavés de Urkabustaiz: “Iragana buruan, geroa eskuan”, convendría tener bien presente el pasado para construir nuestro futuro, un futuro que debería estar en nuestras manos. Después de 175 años, ya va siendo hora de buscar acuerdos y cerrar heridas, ¿no?