Las gestiones que Mariano Luis de Urquijo hizo ante Napoleón Bonaparte permitieron el reconocimiento y mención a los fueros vascos por primera y única vez en un texto constitucional español del siglo XIX
Un reportaje de Aleix Romero Peña
eN el ensanche bilbaino encontramos una alargada vía de más de cien portales y dilatada historia llamada Alameda Urquijo. Su nombre se debe a un estadista vasco, Mariano Luis de Urquijo, que vivió a caballo entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. A pesar del magno reconocimiento que le tributó su villa natal, la vida de este no es muy conocida, y eso que en su día concitó los elogios de personalidades tan políticamente divergentes como Camilo de Villavaso o José Félix de Lequerica. El primero, foralista liberal, le asoció a la defensa de los fueros. El segundo, en cambio, relacionado el nacionalismo español, le reconoció un empeño patriota como secretario de Estado de la Monarquía española. Dos realidades, dos lealtades discordantes, que Urquijo compatibilizó arrostrando las contradicciones inherentes. Veámoslo.
Según Javier Fernández Sebastián, los ilustrados tenían una concepción patriótica de la nación-estado basada en la identificación entre la patria y el rey, apoyando ideológicamente la extensión de las estructuras administrativas a todo el territorio donde el monarca ejercía su soberanía. La patria grande. Armonizaban este sentimiento con otro de afección a la patria pequeña, encarnada por la villa, la ciudad o la provincia. En este orden de cosas, los ordenamientos e instituciones forales constituían la prosperidad de las entonces llamadas provincias vascongadas, es decir, eran útiles para su provecho e interés general. Para Urquijo el amor a la patria chica y el respeto a los fueros iban inexorablemente unidos.
Nacido en Bilbao en 1769, nuestro personaje acompañó con ocho años a su padre, un abogado alavés natural de Zuhatza que esperaba medrar en Madrid. Desde niño comprobó cómo el elemento de paisanaje jugaba un papel relevante en las relaciones de poder, plasmado en la abultada presencia de vascos -bastantes de ellos oriundos como su progenitor de Aiaraldea- ocupando empleos en la corte. En la Universidad de Salamanca fue consiliario de la nación vizcaina, que agrupaba a los estudiantes procedentes de los obispados de Pamplona y Calahorra, así como a parte de los que provenían de los de Osma y Tarazona y del arzobispado de Burgos. Al no poder proseguir los estudios universitarios por las estrecheces económicas, regresó a Madrid con una nutrida agenda de contactos ilustrados.
Neoclasicismo A finales de 1791 se atrevió a traducir una obra de Voltaire insertando un prólogo donde abogaba por la adopción del neoclasicismo. Gracias a sus amistades conseguiría al año siguiente que el conde de Aranda lo incluyera en la lista de candidatos a oficiales en la Secretaría de Estado. Mientras Bizkaia y el resto de las provincias vascas sufrían los diversos avatares de la Guerra de la Convención, la carrera de Urquijo como burócrata progresaba. El 13 de agosto de 1798 -después de una breve experiencia como secretario de embajada en Londres- fue habilitado para despachar los asuntos de la Secretaría de Estado, entonces el ministerio más importante de la Monarquía hispánica. Se ha descrito a su labor de gobierno, que se dilataría por dos años, como la más ilustrada del siglo XVIII. Trató de impulsar todos aquellos proyectos de reformas que habían sido frenados bien por miedo o esperando un contexto más idóneo. Como el otorgamiento a los obispos españoles de la facultad de otorgar dispensas matrimoniales, una nacionalización expropiadora con la que se enajenaba al Papa un privilegio que costaba cada año varios miles de ducados a las arcas españolas. Censuró los abusos de celo de la Inquisición, en la idea, seguramente, de suprimir el odiado tribunal. Impulsó la investigación científica y las actividades culturales con la pretensión de instrumentalizarla al servicio de la Monarquía, como quedaría suficientemente demostrado en su patrocinio de la expedición de Alexander von Humboldt por las Américas españolas. En política exterior estuvo con las manos atadas por las aspiraciones dinásticas de los reyes, que justificaron el mantenimiento de la alianza militar con Francia.
Además, se convirtió en protector de los intereses del Señorío de Bizkaia. Prometió a la Diputación que su «entrañable afecto patriótico» se verificaría en «promover por cuantos medios sea posible la conservación, aumento y prosperidad de los leales vasallos que S. M. tiene en ese Señorío». No solo protegió los intereses vizcainos, sino que también consiguió disipar la amenaza que se cernía sobre las Conferencias Forales -las reuniones que celebraban los representantes de las tres provincias vascongadas y Navarra para tratar asuntos de carácter político, económico e institucional-, como recuerda Joseba Agirreazkuenaga. Por ello recibió como premio el nombramiento de diputado y Padre de la Provincia de Bizkaia. Caído en desgracia a finales de 1800, Urquijo fue confinado en Bilbao, donde asistió con preocupación a las polémicas y parcialidades que se desataron como consecuencia de la construcción del Puerto de la Paz en Abando. Predicó la paz y la unión general, advirtiendo que de lo contrario «el país se perdería», pero sus palabras no fueron escuchadas. Tras las juntas generales celebradas en julio de 1804 se desató una matxinada que fue extendiéndose por los pueblos y anteiglesias vizcainas, conocida como el motín de la Zamacolada. Nuestro personaje adoptó ante la rebelión una postura clara: «Soy un español, soy un vizcaíno y no quiero que el país se pierda por cuatro cabezas infelices». Arriesgó su vida rescatando a los miembros de la Diputación que se hallaban retenidos en Abando y albergándolos en su casa. Abogó por la convocatoria de unas juntas generales extraordinarias en Gernika, que revocasen el plan militar contrario al fuero adoptado en las ordinarias, evitando la intervención de la corona. Aunque aquellas cumplieron todos los requisitos formales, como recalca Luis de Guezala, los ejércitos reales terminaron invadiendo el Señorío y Urquijo fue denunciado por la facción zamacolista como instigador del tumulto. Había conseguido evitar un derramamiento de sangre, pero este servicio no fue óbice para que, con otros prohombres vizcainos, fuese condenado en una clara muestra de despotismo. Aun reducido a la clase privada, sus enemigos en Madrid temían su ascendiente e influencia.
Napoleón le pidió consejo En 1808, con la crisis política y dinástica desatada en España, Urquijo volvió a cobrar protagonismo. Después de intentar evitar que Fernando VII viajara a Baiona, Napoleón le pidió consejo sobre las reformas constitucionales necesarias para el reino. Aunque había condenado el «edificio gótico», repleto de fueros, que era España, en sus reflexiones señaló que los derechos vascongados y navarros debían ser considerados. A diferencia de otros ordenamientos particulares, destacaba en estos su labor histórica positiva al propiciar la división de la propiedad y su comercio, evitando la amortización de la tierra. Pero además, si se suprimían poniéndolas «al nivel de las demás», era de temer alguna agitación. Con estos argumentos, Urquijo, con la complicidad de los diputados vascongados y navarros, defendió el reconocimiento de los fueros en la Constitución de Baiona tratándolo directamente con los Bonaparte. Fue una gracia del emperador la que permitió insertar en una Constitución de tono centralista un artículo, el 144, que remitía a las siguientes Cortes su destino. Es la primera y única mención a los fueros en un texto constitucional español del siglo XIX. Fue una victoria pírrica.
De 1808 a 1813 colaboró desde su posición de ministro de Estado en la instalación de la Monarquía josefina, estimulando la adopción de medidas antifeudales y anticurialistas. Su empeño, con un país desgarrado por el conflicto, tuvo un aire quijotesco, a la vez que el apego de las provincias vascas disminuía como consecuencia de las frecuentes exacciones de los ejércitos napoleónicos. En 1810 Napoleón desgajó los territorios situados a la orilla izquierda del Ebro, causando un hondo pesar en nuestro personaje, quien envió varias misiones diplomáticas a París para convencer al emperador de que desistiera de su empeño expansionista. En vano. Urquijo descubrió demasiado tarde que Bonaparte le había engañado con sus promesas de no injerencia política. En 1817 Urquijo moría precozmente en el exilio, en París. Terminaron los días de un ilustrado que, pese a mantener la pretensión de universalidad y de uniformidad, defendió el particularismo como excepción, siempre que supusiera un elemento de progreso. Incapaz de vislumbrar las consecuencias últimas del liberalismo, o tal vez aminorándolas, su modelo territorial es el de una Monarquía centralizada -patria grande-, donde unas pocas provincias mantendrían su propio estatus jurídico como garantía de lealtad y buen gobierno -patria pequeña-. Un legado que posteriormente sería retomado por el fuerismo liberal.