Isabelle de Ajuriaguerra, sobrina de Juan de Ajuriaguerra, ofrece en este reportaje una visión íntima de su relación con el histórico líder del nacionalismo vasco, en el ámbito familiar y también en el intelectual
Un reportaje de Isabelle de Ajuriaguerra
Para entender las relaciones que tuve con mi tío Juan hay que comprender de dónde vengo.
Mi padre, Julián, el más joven de los chicos, se formó en Neuropsiquiatría en París, donde llegó en 1927. Conoció a mi madre France Alberti cuando ella hizo unas prácticas en el Hospital Sainte-Anne, en 1934. Ella era trotskista; él se había alejado de la Iglesia y era próximo a los movimientos de izquierda, pero sin ninguna afiliación. Los dos participaron en la guerra civil como milicianos miembros de los servicios de Salud en el desembarco de Baleares, donde mi madre fue herida, y aita siguió, después, en el frente de Huesca hasta 1938. Posteriormente, llegarían el exilio y la Segunda Guerra Mundial.
Mi hermano Mikel y yo nacimos cuando mi padre era todavía apátrida, con un pasaporte Nansen, creado para los refugiados en 1924 por el diplomático noruego del mismo nombre y después de la Segunda Guerra Mundial reemplazado por un título de viaje: aita siempre se negó a pedir papeles oficiales en el consulado español. Se definía siempre como “vasco peninsular”.
Entre mis seis y dieciocho años la familia se instaló en Ginebra. Hasta entonces habíamos hablado en francés, aunque siempre en un ambiente cosmopolita donde se cruzaban acentos muy diversos. No obstante mi madre, que era corsa, sin comprender la letra, me enseñó mis primeras canciones en euskera. Y estaba ese apellido tan exótico que nadie conseguía decir correctamente y también el acento de aita, que formaba parte de mi identidad sin que me diera cuenta.
Con mayo de 68 se abrió una puerta y los jóvenes empezaron a cuestionar la historia oficial hablando con los padres. Y empecé a preguntar. Estaba la Historia (con mayúscula) y quería saber qué les había pasado a ellos, y a Juan. No era tan fácil, porque aquella generación estaba acostumbrada a callar. Viejas heridas todavía dolorosas que no querían transmitir, dejándonos las puertas abiertas para elegir.
Hasta ese momento, las relaciones con la familia en Bilbao fueron pocas. La frontera… hasta que tuvimos una casa en Iparralde, Hegoa, en Milafranga, cerca de Baiona. Los tiempos también estaban cambiando. Eso fue al principio de los 70; tenía 16-17 años. Entonces pudimos hacer familia.
JUAN En Milafranga veíamos a menudo a Rufino Rezola. Un día le pregunté cuándo había conocido a Juan. Me contestó: “Es impresionante. Le conocí durante la guerra civil. Yo era comandante de gudaris y un día nos llamó para decirnos que si perdíamos un metro de terreno, nos mandaba al paredón. ¡Te imaginas! Realmente, un tipo formidable”
Con Juan nos conocíamos poco entonces, pero parece ser que le gustó mi voluntad de saber y de comprender. Quizás por su parte había también curiosidad. Yo venía del exilio, casi analfabeta, como un marciano.
El último año de Liceo en 1970, para las vacaciones de Pascua, fui a Bilbao. Fue mi primer Aberri Eguna. En el coche con las tías, Juan me enseñó el Agur Jaunak. Me explicaba todo con una paciencia que muchos no habrán conocido, y creo que era feliz.
Los tres, Juan, Marina y Rosario, en el coche eran todo un poema, primero porque Juan conducía muy mal: mi madre, que era alguien muy concreta, solía decir que no se podía entender cómo un ingeniero que sabía cómo funcionaba un motor podía ser tan malo conduciendo. Las tías, detrás, daban indicaciones contrarias y me daba la impresión de estar ¡en una película de Buster Keaton!
Un día, no me acuerdo cuándo fue, estando yo en Alameda Recalde, me dijo: “Vamos a tomar algo con mis amigos antes de comer”. Las tías se quedaron perplejas: ¡la niña en un bar! Ese día me sentí adoptada; él, orgulloso presentando la pequeña ¿sobrina? ¿nieta?
CLASES Después del Bachillerato, me matriculé en Filosofía y Letras y fui a Madrid. Juan me suscribió a Cuadernos para el diálogo. Parece ser que quería que siguiera informándome, leyendo y aprendiendo. Como diciendo: “¡Hazte una opinión, nena!” Cuando él pasaba por Madrid, nos encontrábamos en un restaurante bueno, jamás el mismo, y teníamos temas de discusión.
A partir de este momento, durante siete años, nos encontramos más a menudo, cuando él iba a Bruselas pasando por París donde seguía yo mis estudios de Arqueología e Historia; en Bilbao, cuando yo iba a pasar unos días, o en casa, en Milafranga. Conversaciones, no; discusiones animadas, pero siempre con ternura y respeto mutuo. Y yo preguntando: ¿qué fue de Flavio, dos años más joven que tú, el pillo de la familia? -con Flavio, Juan, el hermano mayor, tenía complicidad y siempre le sorprendía-… Cuéntame cosas de la Dama de Anboto… ¿Qué pasó en Santoña?… ¿Por qué no lo escribes?… Hablábamos también de los estudios, de los libros que estábamos leyendo y que nos intercambiábamos. Mostraba una cultura muy amplia, un espíritu muy abierto, y también alegría con chistes malos.
Respecto a Santoña, volví a la carga varias veces. ¿Por qué negociaste? ¿Por qué firmaste? ¿Por qué tú? No logré que lo escribiera, pero sí tuve respuestas: “Había que salvar vidas, pero las negociaciones con los italianos serían fuente de polémicas. José Antonio Aguirre tenía que quedar fuera de las polémicas y quedar como un faro que podía juntar a todos”.
También nos enfadábamos, ¡y cómo! “Basta de tópicos, nena!”, me espetaba. Y un día que estábamos debatiendo, se echó a reír y me dijo: “Tú eres joven, y los jóvenes tienen que ser excesivos, pero un día terminarás con nosotros”.
El hombre que he conocido y el hombre oficial eran completamente distintos. Con nosotros podía ser un hombre normal, se permitía reír más, ser tierno, discutir de todo, y contar también, en confianza. Era libre. Y yo también.
DISTINTOS CON VALORES COMUNES Tenía enraizados sus valores de abertzale, demócrata, cristiano, humanista y profundamente europeísta.
Esos valores los compartía con mi padre, aunque de manera distinta. Aita le admiraba y le quería mucho. Cada uno de los dos o, mejor dicho, los tres, porque no quiero olvidar a Flavio, fallecido prematuramente en 1945, hicieron lo que les parecía bien. Y las tías, también. Como decía el abuelo carlista: “Cada uno debe actuar según su conciencia”.
Y quiero añadir, que los compartía también con mi madre. Cuando le pregunté a ella por qué nos había enseñado canciones vascas, me contestó: “Porque los vascos no tienen mentalidad de ocupados, combaten y se defienden”.
Quisiera que no olvidáramos lo que hicieron esas generaciones en la guerra civil, la resistencia y en el exilio y que no caigan en el olvido sin que se haya hecho Historia.