Mañana se cumplen 25 años de la muerte de Jesús María Leizaola, quien fuera consejero de Justicia con Aguirre y, posteriormente, lehendakari. Su gran preocupación durante la guerra fue evitar las ejecuciones de enemigos
Un reportaje de Xabier Irujo Ametzaga
mañana, 16 de marzo, se cumple el 25 aniversario del fallecimiento de Jesús María Leizaola, ministro de Justicia y de Cultura del Gobierno de Euskadi durante la guerra y lehendakari en el exilio tras la muerte de José Antonio Aguirre en 1960. Es una tarea muy difícil resumir en un artículo cuarenta años de carrera política activa y expresar todo el dolor que se condensa en aquellos años de guerra y destierro. No obstante, de todas las facetas de este político y humanista vasco, la figura de Leizaola destaca por su inquebrantable fe en la justicia y los derechos humanos que hicieron de él un político de talla universal.
El periodista británico George Steer conoció bien a Leizaola. De él dice en su obra El árbol de Gernika que trabajó denodadamente para crear un sistema de justicia que viera los delitos evitando el innecesario derramamiento de sangre y la demagogia política. La labor del ministro de Justicia en tiempos de guerra no fue fácil. Leizaola tuvo que conducir la ira pública a través de los estrechos canales legales. Tal como señalaron Steer y el embajador norteamericano Claude G. Bowers, Leizaola, el antimarxista, creó un tribunal de justicia vasco formado por dos representantes de cada uno de los partidos políticos que formaban el Frente Popular, por lo que sólo había en el mismo dos miembros de su partido, el PNV. Un tribunal cuyas decisiones fueron justas, y sus ejecuciones escasas. Ningún otro tribunal fue tolerado en Bizkaia.
Pero las circunstancias de la guerra pronto se hicieron patentes. El 25 de septiembre de 1936 la aviación rebelde bombardeó Bilbao y, en represalia, la multitud abordó los barcos prisión Cabo Quilates y Altuna Mendi, fondeados en el muelle de la ría. El balance: setenta personas asesinadas. Días después, el 2 de octubre, un grupo de marineros del acorazado Jaime I abordaron el Cabo Quilates y asesinaron a 38 presos más. A esto se sumaban las ejecuciones de las penas de muerte del tribunal de justicia. Fueron un total de veinte. Especialmente amarga fue la que recayó sobre el espía austriaco Wilhelm Wakonigg. Tal como relata Steer, Wakonigg fue juzgado en audiencia pública el 18 de noviembre, bajo la presidencia del juez decano de Bilbao y, declarado culpable de espionaje, fue condenado a muerte. Tanto Leizaola como el yerno del reo y responsable de la Ertzaña, Luis Ortuzar, lo visitaron la tarde anterior a su ejecución. «A las 7.15 de la mañana siguiente -continúa Steer-, después de vestirse muy cuidadosamente y de dar un tirón de despedida al nudo de la corbata en el espejo antes de salir de la prisión, fue fusilado en Zamudio con los ojos sin vendar. El pelotón de fusilamiento le estrechó la mano antes de la descarga, y su muerte fue inscrita en el padrón municipal de esa localidad».
Los hechos de septiembre y octubre de 1936 convencieron a las autoridades vascas de la necesidad de trasladar a los presos a las prisiones de El Carmelo y Larrinaga de Bilbao a fin de asegurar su seguridad y mejorar su calidad de vida. En colaboración con Antonio Careaga, director de Justicia; de José Aretxalde, secretario general de Justicia y director de Prisiones, y de Joaquín Zubiria y Venancio Aristegieta, la situación de las prisiones vascas mejoró radicalmente. Tal como relata José Ignacio Salazar en su libro 1937: Bilbao conquistada, el Ministerio de Justicia optimizó las condiciones sanitarias y el régimen alimenticio. En estrecha colaboración con la Cruz Roja internacional, se fomentaron las visitas de los inspectores internacionales y el contacto permanente de los presos con sus familiares. Una de las primeras medidas adoptadas por el nuevo ministro de Justicia fue la puesta en libertad en octubre de 1936 de todas las mujeres detenidas en las prisiones vascas, un total de 156.
Marcha a las cárceles No obstante estas medidas, el 4 de enero de 1937 se produjo un nuevo bombardeo sobre Bilbao. Tras este hecho se organizó una manifestación que marchó por el centro de la ciudad, pasando delante de la Sociedad Bilbaina, sede del ministerio de Gobernación del Gobierno vasco, donde el ministro Telesforo Monzón salió al encuentro de los manifestantes y pidió su disolución. Algunos se disiparon pero otros marcharon contra algunas de las cárceles de Bilbao, penetrando hacia las cinco de la tarde en las prisiones de Casa Galera, Carmelo, Larrinaga y los Ángeles Custodios. Tan pronto se tuvo noticia de los desórdenes, el Ministerio de Defensa envió unidades militares y de la Ertzaña para detener a los manifestantes. Junto a estas fuerzas, se envió un batallón de la UGT algunos de cuyos miembros, lejos de detener la masacre, participaron activamente. Por fin, la presencia física de los ministros Juan Astigarribia, Juan Gracia y Monzón -junto con la de Leizaola y Aguirre- pudo detener la matanza hacia las 8 de la tarde. Un total de 224 presos habían sido asesinados. El Gobierno de Euskadi abrió una investigación, se procedió a arrestar a los presuntos culpables y en marzo de 1937 se dictó auto de procesamiento contra 61 personas. Se tomaron medidas de todo orden, empezando por la depuración de los funcionarios de prisiones y se evitaron más derramamientos de sangre. Y se decidió suspender la aplicación de las penas de muerte.
La guerra de 1936 había comenzado como un alzamiento militar contra el Gobierno de la República. En aplicación de los artículos 237 y 238 del código militar, los participantes en dicho golpe de estado eran responsables de conspiración y rebelión. Asimismo, los pilotos alemanes capturados por las tropas vascas fueron juzgados y sentenciados por bombardear y ametrallar poblaciones abiertas. El aviador alemán Hans Joachim Wandel, capturado el 13 de mayo cuando su Heinkel He51 fue derribado, admitió que había participado en el bombardeo de Gernika. La causa se vio en la sala segunda de la audiencia de Bilbao de la calle María Muñoz. Tal como expresó el reportero del Nevada State Journal, «se considera que las posibilidades de escapar de la muerte de Wandel son mínimas después de haber admitido su participación en la destrucción de Gernika». De hecho, Wandel fue condenado a muerte el 25 de mayo. Sin embargo, la pena de muerte no fue firmada por el lehendakari. Pero los miembros nacionalistas vascos del Gobierno de Euskadi se opusieron a la ejecución de penas de muerte, movidos fundamentalmente por razones de orden ideológico y religioso.
También la fiscalía del Tribunal Popular de Bizkaia se había mostrado reticente a aplicar penas de muerte. Tal como refiere el fiscal Germán Iñurrategi en sus memorias, «lo pensé mucho antes de aceptar el cargo. No había nacido para pedir penas de muerte y en aquella situación algo me decía que tenía que pedir algunas». Y cuando Manuel Irujo fue nombrado ministro de Justicia en mayo de 1937, detuvo por decreto la aplicación de las ejecuciones favoreciendo el intercambio de prisioneros de guerra y presos políticos, entre ellos el de los pilotos alemanes. Y así le fue condonada la pena al único piloto alemán juzgado y condenado por participar en la masacre de Gernika. Y si estas medidas son extraordinarias, y lo son más aún en tiempo de guerra, más lo es la aceptación de las mismas por la población vasca, que asumió sin protestas la condonación de sentencias.
Un precedente Desde un punto de vista jurídico, los casos contra los pilotos alemanes representan un importante precedente en el ámbito de la jurisprudencia referente a los bombardeo de terror. Los juicios que tuvieron lugar en Bilbao en primavera de 1937, cuyos dictámenes se basaron en los principios contenidos en las convenciones de La Haya de 1864, 1899 y 1907 sobre bombardeos aéreos y en la declaración del Comité de No Intervención de mayo de 1937, tienen mucha relevancia, ya que se trata de los primeros y únicos juicios en los que los encausados fueron sentenciados y condenados por participar en episodios de bombardeo de terror.
En junio de 1937 el Gobierno vasco se retiró a Turtzios, dejando Bilbao a cargo de la junta de defensa encabezada por Leizaola. A fin de evitar represalias, Leizaola decidió quedarse en Bilbao hasta pocas horas antes de la caída de la ciudad, con pleno conocimiento de que si era capturado se enfrentaría a un pelotón de fusilamiento. Ordenó la liberación de los más de mil presos que se albergaban en Larrinaga y El Carmelo. Tal como apuntaron Steer y Bowers, Leizaola permaneció toda la noche en la prisión para asegurarse de que los presos no fueran linchados. Las tropas rebeldes controlaban ya la margen derecha y la mayor parte de la izquierda. Los presos fueron así liberados y trasladados hasta la cuesta de Begoña, para que pudieran reunirse con los suyos. Tal como narra el propio Patxo Gorritxo en No busqué el exilio, retazos de las cuales conservamos en el Basque Archive de la Universidad de Nevada, esta operación la realizó este comandante de gudaris del batallón Kirikiño, asistido por Zubiria, con un grupo de gudaris de los batallones Otxandiano e Itxas Alde. Es preciso subrayar que los gudaris a cargo de esta operación habían perdido más de 200 compañeros en dos semanas. Cuando por la mañana los reclusos estaban siendo conducidos a las filas del bando rebelde algunos agitadores salieron al paso de la columna de presos para protestar. Leizaola se presentó y, colocándose entre aquéllos y la multitud, anunció que él personalmente había ordenado su liberación. Ningún preso fue linchado. Terminado su trabajo, el ministro tomó camino del exilio, hacia Santander, poco antes de caer Bilbao.
Steer concluyó el capítulo 34 de su obra refiriéndose al ministro vasco en estos términos: «Sería difícil exagerar el valor y la sangre fría de Leizaola aquella noche. No era él, como el resto de nosotros, un hombre de guerra o un hombre que amara el peligro. En el fondo de su corazón detestaba la guerra: a nosotros nos gustaba. Leizaola era un abogado de reconocida integridad. Los rasgos simples, alargados, de su rostro, la tez oscura, sus ojos melancólicos de mirada fija y sincera, todo en él era sobrio, poco militar, en el sentido más refinado y religioso del término. Incluso sus ropas eran negras, y siempre llevaba una boina oscura…»
Ese era Leizaola.