Tras la muerte de Franco, Montejurra acogía la celebración anual de los carlistas. Como se temía, la fiesta acabó en tragedia en lo que se llamó el “primer paso de la ‘guerra sucia’ de los GAL”
Un reportaje de Fermín Pérez-Nievas
como en Crónica de una muerte anunciada, todo en aquel Montejurra del 9 de mayo de 1976 invitaba a pensar que algo grave iba a suceder. Los numerosos llamamientos de los periódicos de derechas a “reconquistar Montejurra” preparaban el terreno para que el Gobierno provisional, que ocupaba el poder tras la muerte del dictador, dibujara una de las páginas más oscuras de la Transición. La espesa niebla que todo lo cubría y empapaba, en aquella fría mañana, se convertía en el aliado perfecto para la acción armada organizada por la ultraderecha española con el beneplácito de Manuel Fraga y altos cargos del Estado. Medios franceses, holandeses y españoles habían llegado hasta la ciudad del Ega centro de las reivindicaciones contra los estertores de la dictadura y donde Carlos Hugo pensaba decir en su discurso en la cumbre que “el carlismo busca alcanzar la libertad por caminos de paz y diálogo para llegar sin traumas ni violencias al establecimiento de la Democracia y de la justicia en España. A pesar de eso al carlismo se le somete a un proceso represivo muy peligroso”. Los días previos a los sucesos de Montejurra, el dirigente carlista José Ángel Pérez-Nievas había recibido un recorte de prensa en el que bajo el título “Montejurra o las virtudes de una raza” habían escrito a mano “lea usted, mamarracho jefe regional rojo-carlista. Unos tudelanos del 18 de julio”.
Desde tres semanas antes del 9 de mayo, en las páginas de El Alcázar y El Pensamiento Navarro se hacían llamamientos para recuperar Montejurra “para el tradicionalismo y el verdadero carlismo” y alejarlo de la “profanación marxista y separatista” que, a su juicio “había profanado el monte sagrado”. Además el ministro de Asuntos Exteriores, José María de Areilza, entregó un mensaje verbal al embajador de los Países Bajos en Madrid, para que comunicara al gobierno holandés que si Carlos Hugo y su mujer, la princesa, Irene (líderes entonces del Partido Carlista) asistían al acto de Montejurra, no respondían de su seguridad personal. Las pintadas, en Iruñea, de Montejurra rojo, no o Moriréis, EKA, no eran un buen presagio.
Hasta veinte habitaciones fueron reservadas y pagadas por el que era Gobierno Civil de Navarra, en el hotel Irache, donde se reunieron un complejo entramado de ultraderechistas compuesto por militares descontentos por la reforma democrática, militantes de Fuerza Nueva, miembros de Comunión Tradicionalista, activistas violentos de la Triple A, Batallón Vasco Español, Guerrilleros de Cristo Rey, mercenarios argentinos, italianos y franceses y miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado que, por su ideología, no encajaban las reformas hacia las que caminaba el país. Semejante cóctel contaba además con la presencia del hermano de Carlos Hugo, Sixto, que abanderaba todo el entramado gestado para la Reconquista de Montejurra.
A los sones de tambores y cornetas, y con uniformes paramilitares, alrededor de 250 hombres marcharon en formación militar desde el hotel en dirección al Monasterio de Irache, desde donde partía el Vía Crucis que, tradicionalmente, recorría Montejurra en dirección a la cima. Muchos de ellos portaban no solo unas porras amarillas sino, varios de ellos, incluso pistolas. Al llegar a las inmediaciones del monasterio comenzaron a oírse gritos e insultos. Como en una operación militar sonó un silbato y dos columnas se abrieron en los laterales, al tiempo que las del centro arremetían. Las piedras volaban y las agresiones cuerpo a cuerpo se produjeron en un primer ataque de los ultraderechistas que golpeaban con sus porras de hierro, de las que los carlistas se defendían con sus makilas (bastones). Tras un primer envite se recuperó cierta calma, que precedió a la tempestad.
El carlista Josep Aluja se encaró a un hombre vestido con una gabardina, una boina roja y las letras RS, como muchos agresores, en su brazo. Era José Luis Marín García Verde (el hombre de la gabardina) que le aseguró que venía a “limpiar Montejurra de comunistas”, a la vez que extraía una pistola. A la izquierda de Aluja se destacó Aniano Jiménez Santos, militante carlista de Santander que alzó el bastón y le gritó “cobarde”. Sin mediar palabra, Marín se giró 45 grados y, sin pestañear, le disparó un tiro en el vientre. Aniano se dobló y cayó. Semiinconsciente, dijo que no podía dar su nombre porque estaba fichado por la policía por repartir propaganda. Tres días más tarde falleció en el Hospital de Navarra. Temiendo una matanza, varios carlistas sacaron de su Land Rover a los guardias civiles que, inmóviles, asistían desde el coche al enfrentamiento.
Hacia la cumbre
Tras los disturbios, el Vía Crucis se inició y se dirigió hacia la campa de Montejurra, donde se unió a todos los que subían a la misa en la cima. A la comitiva se unió Carlos Hugo que siguió los pasos de su mujer, la princesa Irene. En la cumbre, entre la niebla, un grupo de unos 20 hombres se habían hecho fuertes, después de haber pasado la noche. La Guardia Civil hizo caso omiso a dos jóvenes carlistas que lo denunciaron la noche anterior y los mantuvo detenidos todo el 9 de mayo.
Cuando los primeros carlistas llegaron a cincuenta metros de la ermita increparon a Sixto que se disponía a dirigir unas palabras. Entonces Márquez de Prado, empuñando una pistola ordenó, “¡haced fuego raso!”. Primero se oyó una ráfaga del arma automática, seguida de disparos sueltos, y una nueva ráfaga. Entre la muchedumbre, alguien gritó, “¡un médico, por favor, un médico¡”. Un joven sostenía entre sus brazos a un muchacho pálido. Pese a que le practicaron la respiración artificial no se pudo hacer nada. Ricardo García Pellejero, obrero de Lizarra de 19 años, descendió de Montejurra ya cadáver, con un disparo en el costado y otro en el corazón.
El presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, acudió al hostal Irache para telefonear al general Campano, director general de la Guardia Civil, y decirle que la operación había sido un fracaso total y que lo conveniente era que Sixto desapareciera. A pocas horas de los hechos, la fuerzas de seguridad del Estado llevaron a Sixto de Borbón hasta la frontera sin hacer que prestara declaración y a los pocos días concedió una entrevista.