El relato de las mujeres republicanas presas en Amorebieta durante el franquismo
Un reportaje de Ascensión Badiola Ariztimuño
ES un día lluvioso y hace frío en el norte. Un grupo nutrido de mujeres, que se aprietan la ropa contra el pecho para no tiritar, desciende de los vagones de mercancías del tren en la estación de Amorebieta y se sumerge en la nube de lluvia. Ha sido un viaje duro en esos vagones que son para transportar ganado. Vienen de la estación del norte en Bilbao, pero antes de eso han sido obligadas a subir al tren en otros lugares de la península. De este primer grupo, la mayoría procede de Madrid, pero pronto llegarán muchas más de otros sitios.
Las mujeres forman en fila de a dos, con disciplina casi castrense y atraviesan el pueblo hasta un edificio situado en la plaza del Kalbario nº 4, custodiadas por guardias civiles y militares. Están flacas, demacradas, desgreñadas, con los vestidos sucios y los zapatos de barro y algunas llevan un bebé en brazos o están embarazadas.
“¿Quiénes son?”, se preguntan los pocos viandantes que circulan por el pueblo a esas horas tan tempranas y alguien contesta: “Creo que son rojas”. “¿Para qué las traen aquí?” -pregunta otro-. “No lo sé, pero parece que las llevan al antiguo seminario, que ahora es cárcel de mujeres”.
Así comienza el periplo de las republicanas enviadas a Zornotza a partir de septiembre de 1939, cuando ya ha acabado la guerra. Llegan desde todos los puntos de la España franquista y el primer grupo procede de la cárcel de Ventas de Madrid, donde ya no caben más presas. Las envían a las cárceles del norte, donde todavía hay sitio y pueden repartirse entre Amorebieta, Durango y Saturraran. La mayoría pasará por las tres cárceles y por otras muchas más, de entre las que integran el circuito carcelario creado por el Régimen para encerrar a todas las individuas peligrosas, que hayan sido calificadas como tal en el correspondiente consejo de guerra y condenadas a cadena perpetua o a penas desde seis hasta veinte años.
La de Amorebieta será solo una prisión más del entramado carcelario que se reparte por toda la península, desde la cárcel de mujeres de Girona, la de Oblatas de Tarragona; Les Corts en Barcelona; Santa María del Puig en Valencia; Can Sales en Palma de Mallorca, la prisión de mujeres de Málaga, la de Guadalajara; Las Ventas y La maternal de San Isidro, ambas en Madrid; otras cárceles castellanas, gallegas, asturianas… hasta las cárceles vascas: Saturraran, Amorebieta y Durango.
Todas ellas tienen en común el ser prisiones centrales o de cumplimiento de pena, diferenciadas de las prisiones provinciales existentes en todas las capitales de provincia y de las prisiones habilitadas, figura esta última recurrentemente utilizada durante la guerra para recluir a hombres y mujeres republicanos o sospechosos de serlo, que ya no caben en las prisiones oficiales, pero que a partir de 1940 serán sustituidas por las prisiones centrales, creadas por la Dirección General de Prisiones.
‘Hospital prisión’ Es el caso de la de Amorebieta que, instalada en el edificio carmelita construido entre 1931 y 1933 con el fin de servir como seminario sin que llegue a funcionar como tal por estallar la guerra, es en 1939 Hospital prisión de mujeres, una cárcel habilitada creada para descongestionar la provincial bilbaina, hasta que el 13 de marzo de 1940, el director general de prisiones, Esteban Bilbao Eguía, recibe la orden de reconvertir la prisión habilitada de Amorebieta en prisión central de mujeres que funcionará hasta su cierre en 1947.
A partir de ese momento, empezarán a llegar mujeres de todos los rincones del Estado español. Mujeres activas, políticamente hablando, como Tomasa Cuevas, afiliada comunista, pero también mujeres campesinas que no saben leer ni escribir y cuya única relación con el marxismo tiene que ver con haber llevado comida a un hermano que pelea en el bando republicano en la zona de Santander, como es el caso de Palmira Marcos Abascal, acusada de auxilio a los guerrilleros de Cabárceno y enviada a Amorebieta. También habrá andaluzas que han robado los mantos de la Virgen en su iglesia para confeccionarse vestidos con los que ir guapas a visitar al marido a la cárcel, o han saqueado objetos eclesiásticos de valor, como cálices, cruces, portacirios, para revender y alimentar así a la prole, que tiene hambre.
Muchas son analfabetas, pero las hay enfermeras y maestras republicanas, que serán las encargadas de alfabetizar a sus compañeras dentro del programa de redención que se establece para reducir condena por día de trabajo, como es el caso de Marina, la madre de la entonces niña Marina García, encarcelada en Amorebieta.
El sistema carcelario franquista pone especial énfasis en la moralidad y la reeducación en prisión con arreglo al modelo de mujer defendido por el Régimen. Se acabó lo de no oír misa, o lo de ir vestida de miliciana o lo de intentar equipararse al hombre en el trabajo y en la calle. A partir de esta reeducación moral, las mujeres encarceladas aprenden los nuevos valores, los nuevos cantos, los nuevos gestos, como el del saludo brazo en alto, las oraciones… La nueva moralidad consistirá básicamente en ejercer las tres obediencias: al padre, al esposo, y al sacerdote.
De todo esto se encargarán las monjas, que usarán los malos modos, con favoritismos para las reclusas que rezan en misa y castigos crueles para las presas que se niegan a rezar. La madre superiora de las Hermanas de San José, Simona Azpiroz, forma parte de la Junta de Disciplina y de ella dependen los castigos y las propuestas de libertad condicional de las presas a su cargo.
Simona Azpiroz censurará las cartas de algunas presas, su única vía de comunicación con el mundo exterior. Los motivos que argumenta en uno de los casos es: Antonia Díaz trabaja bien formando a las reclusas, dada su calidad de maestra, pero últimamente, dado su nerviosismo la hemos tenido que retirar, hasta tal punto de que algunas cartas de la citada reclusa han sido rotas sin ser enviadas (…) la deficiencia que muestra la reclusa es típicamente izquierdista, se niega a que su cuñado sacerdote meta a su hijo en un hospicio y de ahí las malas relaciones con su familia.
Y es que la reclusa Antonia Díaz tiene a su hijo fuera de la cárcel, seguramente es mayor de tres años, la edad reglamentaria en la que los hijos son separados de sus madres para entregarlos en adopción bien a la propia familia, bien a una familia del régimen o si no para quedar bajo la tutela del Estado. Hasta esa edad, los hijos permanecen con sus madres dentro de la cárcel, algunos incluso han nacido entre cuatro paredes, sobre el suelo donde da a luz la madre sin ningún tipo de asistencia.
El testimonio de Trinidad Gallego, una de las presas de esta cárcel, madrileña y matrona de profesión dice: En Amorebieta las madres solo ven a sus niños un ratito al día (…) Los oyen llorar, pero las monjas no les dejan ir. Y si los niños están enfermos, tampoco. Y la que pare va cinco minutos a darle el pecho, pero nada más.
Lo peor es cuando los bebés enferman y mueren. La cárcel dispone de un médico, pero este solo acude a certificar la muerte para solicitar asistencia de enterramiento de beneficencia al ayuntamiento de la localidad. Así le ocurrió a la presa Julia Manzanal, una cigarrera madrileña, que llega a Amorebieta por haber sido miliciana comunista, cuando ve morir a su hija de nueve meses, sin que acuda nadie a remediarlo y tras haber pedido auxilio a gritos durante toda la noche. El médico certifica muerte por sarampión y las monjas le prohíben dar el último adiós a su hija muerta por ser “de las que no comulgan”.
Los niños ‘no existen’ Los niños solo adquieren identidad si están muertos y solo al ser registrados en el Juzgado de Paz, si no, no existen. Están junto a sus madres, pero no están inscritos en ningún sitio. Sus nombres ni siquiera figuran en el oficio que la superiora de la cárcel redacta para permitir la salida del cadáver del edificio ni en la solicitud al ayuntamiento para el enterramiento. El cuerpo anónimo es llevado en un carro con una mula hasta el cementerio. Alguna de las presas, como Tomasa Cuevas, cuando sale de Amorebieta y es conducida de nuevo a Ventas, llama a esta cárcel del norte El cementerio de las vivas.
No tienen nada que perder. El tiempo pasado en Amorebieta es un tiempo huero, desafortunado. El sufrimiento y la disciplina les ha hecho perder peligrosidad, como quien muda de piel y algunas han aprendido a leer y escribir, incluso han recibido instrucción elemental y educación religiosa básica. Cuando salen son menos peligrosas, aunque habrá que vigilarlas.
Cuando se clausura la cárcel en 1947, las mujeres regresan al tren, algunas para volver a sus casas en libertad vigilada; otras para ir al destierro y el resto, con destino a otra prisión, la de Segovia, más nueva y moderna, pero también más fría y hostil.
El castigo aún no habrá terminado para la mayoría.