Pedro Arrupe marcó una trayectoria determinante en la Compañía de Jesús al llevarla a una nueva realidad con la búsqueda de la justicia social como compañera de la promoción de la fe. El empeño le proporcionó alegrías y sinsabores
Un reportaje de Jon Artabe
En 1938, el padre Arrupe fue destinado a la misión de Japón donde le tocó vivir el bombardeo atómico de Hiroshima.
EL martes 14 de noviembre se cumplirán 110 años del nacimiento de Pedro Arrupe, vigésimo octavo prepósito general de la Compañía de Jesús, el segundo de origen vasco después de su fundador, San Ignacio de Loyola. Los jesuitas han organizado varios actos de celebración en Arrupe Etxea, en Bilbao, en honor al jesuita bilbaíno que los lideró en uno de los momentos más cruciales de su ya larga historia de casi 500 años.
Pero, ¿quién fue el padre Arrupe? De padres originarios de Mungia, Pedro Arrupe nació en Bilbao el 14 de noviembre de 1907 en la calle de la Pelota (en la actualidad una placa indica la casa donde nació). De familia de clase media, perdió a su madre a los 8 años y, más tarde, mientras estudiaba en la universidad, a su padre. Estudió en el colegio de los Padres Escolapios y desde niño participó en la Congregación Mariana de San Estanislao de Kostka, promovida por los jesuitas. Cursó sus estudios de Medicina en Madrid, donde compartió pupitre con un futuro premio Nobel, Severo Ochoa, y tuvo como profesor al que sería presidente del Gobierno de la República en 1937, Jesús Negrín. Mientras estudiaba Medicina tuvo sus primeras experiencias con la pobreza, asistiendo a familias pobres, marcándole profundamente la experiencia de una visita a una viuda y sus hijos en su hogar de Vallecas. Más tarde, tras la muerte de su padre, acompañado de sus hermanas, realizó un viaje a Lourdes en el que tras asistir a tres sanaciones milagrosas decidió hacerse jesuita, ingresando en Loyola.
Durante su preparación como jesuita, a Arrupe le tocó vivir los avatares por los que pasó la orden. Entre ellos, la salida de los jesuitas de España después de la llegada de la II República y el decreto de disolución, y, tras la expulsión, durante su estancia en Bélgica, la huida del avance nazi, pasando a Holanda, y, más tarde, la marcha a los Estados Unidos para proseguir en su formación.
Destinado a Japón Tras su periplo europeo y norteamericano, Arrupe fue destinado como maestro de novicios a Japón, tierra recorrida por su querido San Francisco Javier. La historia le llevó a estar en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, día en el que la ciudad japonesa fue bombardeada con la bomba atómica. La onda expansiva le sorprendió al futuro general de los jesuitas en la sede del noviciado, a pocos kilómetros del epicentro de la explosión. La violencia de la deflagración le arrojó al suelo de su despacho, desde donde pudo observar que las agujas del reloj se habían detenido. Según explicaba el padre Arrupe, algo se paró también en su vida en aquel momento. Pero, sin detenerse ante la adversidad, el jesuita bilbaino hizo del noviciado un hospital de campaña, donde atendió a cientos de víctimas de la explosión. Fue también el primer occidental que entró en la ciudad devastada. Aquella experiencia lo marcó para el resto de su vida, y, en adelante, le hizo recorrer el mundo para dar testimonio de su experiencia.
En Japón, don Pedro descubrió que la injusticia del hombre para con su prójimo podía ser inmensa y, a la vez, la necesidad del cristiano de tratar de evitar la injusticia en todas sus expresiones. Su fama como testigo de Hiroshima se extendió por todo el mundo, llevándole primero a ser nombrado provincial de la orden en Japón y, más adelante, en 1965, tras la muerte del prepósito general Jean-Baptiste Janssens, a ser elegido en la trigésimo primera Congregación General de los jesuitas nuevo líder de la Compañía de Jesús.
A partir de entonces, al jesuita bilbaíno le correspondió dirigir una de las organizaciones más importantes de la Iglesia católica, en uno de los momentos más inestables tanto para la Iglesia como para la Humanidad. Eran los años posteriores al Concilio Vaticano II, que correspondieron con el Mayo del 68, la guerra fría, la cultura jipi, el Che Guevara… Un mundo en constante ebullición en el que el cambio se acelerará a todos los niveles como jamás se había visto. En este clima, la Iglesia trató de actualizar su mensaje para responder a los nuevos retos planteados por la Humanidad y en esta labor Arrupe condujo a la Compañía entre los que querían seguir como hasta entonces, y los que pretendían cambiarlo todo.
Fe y justicia Y aquí se labró su obra más imperecedera. Arrupe, fiel al seguimiento de Cristo, trató de llevar a la Compañía de Jesús a la nueva realidad, constatando que ya no se podían dar respuestas antiguas a los problemas del momento. Trató de orientar la vida religiosa, no sólo promoviendo la fe, sino también la justicia. Entendió que los jesuitas, por fidelidad al Evangelio, tal y como venían haciéndolo a lo largo de la historia, debían promover la justicia social, aunque fuera a costa de la vida de muchos de ellos y de la incomprensión de algunos sectores de la Iglesia y de la sociedad.
Los jesuitas no sólo debían amar y servir, estaban obligados a defender a los débiles y a los sufrientes. Esto supuso un tiempo nuevo para la Compañía de Jesús, que según algunos estudiosos significó una tercera etapa en la historia de la orden ignaciana. La primera correspondería a la fundada por San Ignacio en 1540, la segunda comenzaría con la restauración de la orden tras la supresión de 1773, y la tercera estaría marcada por el liderazgo de Arrupe y caracterizada por el denominado giro social.
Según Arrupe, la Iglesia no podía dar la espalda a las injusticias humanas, y debía ser verdaderamente profética, denunciando cualquier injusticia, y tratando de transformar el mundo en un lugar más justo. Sin embargo, para algunos críticos del general jesuita, el giro social significaba olvidarse de la fe y abandonar la verdadera misión de la Compañía, una mera claudicación frente al comunismo. Estos críticos resumían su pensamiento con la frase: “Un vasco creó la Compañía, y un vasco la destruirá”. A pesar de esta oposición, alimentada por unos medios de comunicación que amplificaron la imagen de conflicto entre la Compañía y el Vaticano, Arrupe no desfalleció en su empeño.
La llegada de Juan Pablo II no logró suavizar las críticas a la Compañía, y la incomprensión con el Vaticano aumentó. El voto jesuita de obediencia al Papa llevó al general vasco a renunciar a su cargo, pero Juan Pablo II no aceptó la dimisión, e hizo que el padre Arrupe tuviera que continuar al frente de la Compañía a pesar de no sentirse con fuerzas para ello.
En sus últimos viajes, dejándose interpelar por el sufrimiento de los boat people del sudeste Asiático, término con el que se conoció a los más de dos millones de vietnamitas que, a bordo de embarcaciones precarias, trataban de escapar del régimen comunista de su país entre 1975 y 1992, ideó la creación del Servicio Jesuita al Refugiado, primera organización internacional dedicada exclusivamente a la ayuda a los refugiados y que hoy en día continúa en su labor de ayuda a los desplazados.
En 1981, a la vuelta de un viaje a Filipinas, el padre Arrupe sufrió una trombosis cerebral que le dejó incapacitado, además de limitarle severamente la comunicación. Esto era suficiente para convocar una nueva Congregación General con el fin de elegir un nuevo sucesor. Sin embargo, el Vaticano intervino eligiendo una comisión que, durante dos años, organizó la transición. Fueron momentos difíciles para la Compañía, que solo se superaron con la elección del nuevo general en la persona de Peter Hans Kolvenbach en 1983.
Más cerca de Dios Mientras, Arrupe, desde su habitación en la curia de Roma, cuidado por su enfermero, vivió diez años más, iluminando con su fragilidad y su testimonio la nueva etapa de la Compañía que él lideró en su renovación. Como él dijo, aquellos momentos de sufrimiento, significaron un momento de máxima dependencia respecto a Dios, lo que para Arrupe supuso la experiencia más cercana a Dios de su vida. Pedro Arrupe falleció en 1991, dejando un imperecedero recuerdo en la Compañía y en la Iglesia.
La llegada del Papa Francisco ha revitalizado el legado de Arrupe. Ambos se conocieron, ya que Francisco fue provincial de los jesuitas en Argentina entre 1973 y 1979. El estilo de Francisco, su preocupación por los inmigrantes, refugiados, enfermos, niños, hasta su estilo mediático, alegre y jovial ante las masas, recuerda al de Arrupe; entusiasmado y comprometido con acercar el mensaje del Evangelio a las personas y realidades que necesitan salvación.
Francisco, al inicio de su pontificado, en la misa que celebró en 2013 el día de San Ignacio en la iglesia del Gesù, iglesia madre de los jesuitas en Roma, se acercó a la tumba de Arrupe y acarició la imagen que aparece en la lápida. Fue todo un reconocimiento al padre Arrupe y a su legado. Un legado que había sido, en cierta manera, silenciado debido a las tensiones que habían surgido con ciertos sectores de la Iglesia, pero que ahora van aflojándose, y que poco a poco hacen que el legado de este vasco universal vaya haciéndose cada vez más visible. Todo ello apunta a que el legado de Arrupe en los próximos años florecerá.
Pero es quizás el momento también para que no sólo los jesuitas, sino todos en general, especialmente los vascos, seamos capaces de recuperar el recuerdo de un bilbaino, cuya vida y obra contribuyó a formar su época. Como él decía: “No me resigno a que, cuando yo muera, siga el mundo como si yo no hubiera vivido”. Y verdaderamente, el mundo no siguió siendo el mismo.
Por ello, no es vano decir que Arrupe fue un vasco universal. Le correspondió estar en algunos de los lugares y momentos más cruciales de los años que le tocó vivir, pero, sobre todo, en su búsqueda de un mundo en el que los más débiles y los que más sufren tuvieran cabida en la historia, intentó transformar al mundo.
Don Pedro Arrupe fue un hombre que tuvo que navegar en una época histórica tempestuosa, pero que trabajó sin descanso para que la Iglesia y la Compañía de Jesús fuesen capaces de ser más fieles al Evangelio.