45 años después de su muerte por el Ejército colombiano en una emboscada cuando preparaba un grupo guerrillero, la familia de Pedro Baigorri sigue buscando sus restos. Las ideas revolucionarias y la cocina fueron sus pasiones
Un reportaje de Unai Aranzadi
Pedro Baigorri, cocinero en el Hotel Yoldi de Iruñea.
Hubo funeral, pero no sepultura. Más allá de una escueta nota de la embajada de España en Colombia, la familia no recibió nada en su casa de Iruñea. Ni cuerpo, ni restos óseos, ni cenizas. Ni tampoco un relato veraz de cómo lo mató el Ejército colombiano. Nada. Corría el final de 1972, y tanto para el régimen conservador de Misael Pastrana, como para la dictadura de Francisco Franco, Pedro Baigorri Apezteguia (Zabaldika, 1939) era un revolucionario más a borrar del mapa. Aunque todo el barrio de la Txantrea se volcó en el responso, y la homilía del párroco fue transgresora para los tiempos que corrían, tras este llegó un silencio de 45 años que por primera vez rompen los hermanos Baigorri frente a mi bloc de notas. Por increíble que resulte, hasta este año no se había publicado un sólo documento que probara la existencia de un personaje tan fascinante como Pedro. Algo concluyente que trascendiera al mito, al rumor, a una cita de pasada. ¿Quién era aquel cocinero vasconavarro que, según unos pocos testigos, murió tratando de abrir un foco guerrillero?
Caminando por Mañeru, la merindad navarra de donde vienen los Baigorri Apezteguia, a Pablo, hermano menor de Pedro, le brotan los recuerdos. “Cuando mataron a Pedro, la policía interrogó en la comisaría de Pamplona a mi padre, y después estuvimos vigilados día y noche durante mucho tiempo. Menos mal que mi padre era guardia retirado y aquello atenuó algo la presión que hicieron”. Porque el padre de los Baigorri era guardia civil. “Un guardia civil de ideas republicanas que se metió en el cuerpo al quedarse sin trabajo tras la guerra”, asegura Pablo y corrobora Angelines, su hermana mayor. “Es que tras el golpe del 36, le mataron a un amigo sindicalista y él tuvo que huir al monte, pero tras la intermediación de un conocido pudo salvar la vida, y lo que le dio la seguridad plena fue meterse al cuerpo, no sólo por trabajo, sino para quitarse la fama de republicano que arrastraba”, explica.
Siendo un adolescente, Pedro Baigorri, un aficionado a los trucos de magia que destacó en el barrio por su habilidades para el judo, entró en la cocina del Hotel Yoldi como pinche. Corría el año 1954, y el alojamiento pamplonica vivía su década dorada. Charlton Heston, Deborah Kerr o Anthony Quinn, eran algunas de las muchas estrellas que pasaban por su comedor en Sanfermines. Entre fogones, Pedro fue tratado como un hijo por uno de los cocineros. Según recuerdan sus hermanos, un guipuzcoano vasquista con ideas de izquierda. Tras unos pocos años en la cocina del Hotel Yoldi, su padrino a los fuegos le abrió las puertas del Hotel María Cristina en Donostia. Angelines, cinco años menor que Pedro, recuerda un detalle importante. “Desde Pamplona hasta San Sebastián hubo dos cosas que no dejó nunca. Las clases de francés, y el judo”. Todo apunta a que Pedro planeaba un salto al otro lado de la muga, donde la familia cree que tenía contactos políticos. “Pero antes de abandonar la cocina del María Cristina le pasó una anécdota muy curiosa”, recuerda con humor Angelines. “Uno de los días que el Azor estaba anclado en La Concha con Franco a bordo, le ordenaron que cocinara para el generalísimo. Y allí que fue a prepararle unos platos”. Pasado un año en Donostia, Pedro anunció que se marchaba a París.
Hervidero de ideas En la romántica Rue de la Harpe, situada en pleno corazón del barrio latino, Pedro no sólo encontró alojamiento y trabajo en un restaurante cercano, sino además, el espacio vital que buscaba: jóvenes que hablaban su mismo idioma y todo un hervidero de ideas revolucionarias, en gran medida, traídas por los primeros refugiados políticos que iban huyendo de las dictaduras latinoamericanas. También se matriculó en la Nouvelle Université para seguir aprendiendo francés, lugar en el que en 1960 conoció al que sería el amor de su corta vida, Colombia Moya; una hermosa bailarina mexicana de cierto renombre internacional que decidió dar un respiro a su ajetreada carrera en la capital gala.
Cincuenta y seis años después de aquel flechazo, Colombia Moya accede a verse conmigo para hablar por primera vez sobre su pasado en causas de las que teme dar muchos detalles. “Teníamos amigos comunes, y militamos juntos haciendo esas cosas que se hacían entonces”, recuerda cautelosa. Colombia, que se llama así por su madre, natural de aquel país, se esfuerza en no dar detalles de siglas u organizaciones, pero deja entrever que Pedro y ella estuvieron implicados en actividades clandestinas. “Haciendo un recado de incógnito en Bélgica, tuvimos que viajar en tren y compartir piso en Bruselas. Fue así como empezamos nuestra relación afectiva”. Ella lo recuerda como un chicarrón algo provinciano pero muy noble en sus principios. También algo exótico por su meteórica carrera como chef, pues con sólo 21 años, Pedro dio el salto al Príncipe de Gales, un conocido hotel de lujo en el que fue jefe de grupo.
En aquellos años tan definitorios, los padres de Pedro viajaron a París para abrazar a ese hijo responsable que mes a mes, les enviaba parte de su sueldo a casa. “En aquel viaje, Pedro le dijo a mi madre que quería llevarla con él a Rusia, un país que por las cosas en las que andaba visitó”, recuerda Pablo. “Para mí”, dice su hermana, “que cuando le dijo a mi madre que fuese con él a Rusia, lo que Pedro quería era estar con ella a solas y poderle explicar cómo entendía el mundo y las cosas que iba a terminar haciendo, pero al final no se dio la oportunidad y mi madre siempre se quedó con pena de no haber podido aprovechar ese viaje”, recuerda Angelines.
Con el flamante éxito del Movimiento 26 de Julio en Cuba, gran parte de la flor y nata revolucionaria visitaba asiduamente la delegación cubana de París, y aunque no se sabe exactamente cómo fue, resulta plausible que allí Pedro hiciera muy buenas migas con la embajadora, Rosa Simeón. No sólo porque compartían ideas de izquierda, sino porque la ascendencia de Rosa también clavaba sus raíces en Navarra. “La cosa es que en París, Pedro conoció a Núñez Jiménez, quien fuera barbudo en la Sierra con Fidel, y luego director del Instituto Nacional de Reforma Agraria”, resume Colombia Moya. “Él le invitó a Cuba para comenzar una plantación de champiñones dentro de una gran cueva, así que después de que él se fuera, yo le seguí más tarde llevando yo misma los champiñones. Debía ser el año 1962”. Los meses que Pedro estuvo sólo en Cuba, vivió en el hotel Habana Libre, pero con la llegada de Colombia, la pareja se instaló en un chalet de Miramar, pegado a la residencia del influyente Núñez Jiménez. “Muy rápidamente, Pedro empezó a codearse con lo más alto. Le tenían confianza todos”, asegura la mejicana. “Fidel le apreciaba mucho, y también Raúl. Recuerdo el día que conocí al Che en una cena de nuestro círculo. Fidel era muy expresivo y hablador, pero el Che observaba en silencio desde su esquina. Era muy hermoso y muy agradable. Me pareció como un ángel”. Pedro no sólo se ocupó del proyecto de los champiñones, sino también de otros asuntos de la industria turística. En esa labor, fue, además de asesor en cuestiones de hostelería, responsable de la importación de vino navarro a Cuba. Un pedido enorme a bodegas Sarriá que aún es recordado por algunos de sus más veteranos empleados. “Pero un día tuvimos una discusión muy fuerte y rompimos”, recuerda Colombia Moya. “No le volví a ver más, aunque cuando supe de su muerte, me dio mucha lástima”, admite con tristeza.
Curso de guerrilla Fue en esa etapa solitaria cuando Pedro conoció a Tulio Bayer, un médico colombiano que en 1962 tuvo un sonado éxito al frente de una efímera guerrilla del Oriente colombiano. Junto a este, estaba William Ramírez, un joven estudiante de sociología con el que tuve la oportunidad conversar largo y tendido en su casa de Bogotá. “Tulio, Pedro y yo hicimos el curso de guerrilla de los cubanos. Muy bueno e intensivo, como de tres meses o más. Aprendimos cosas como usar explosivos, armas y comunicaciones. Al terminar, cuando llegó la hora de viajar a Colombia para iniciar nuestra insurrección, lo hicimos pasando por París, como maniobra de distracción para que no se viese que veníamos de Cuba”. A su paso por Europa en 1967, Pedro pudo acercarse a Pamplona para ver a su familia. Sería la última vez que lo verían con vida. Con Tulio Bayer, William Ramírez y Pedro Baigorri nacía una nueva y singular guerrilla de tres. De esta fueron testigos los escasos colombianos que habitaban su área de operaciones en la Sierra Nevada de Santa Marta. “Nosotros estábamos acampados a media altura. Alrededor nuestro y por debajo, campesinos, y subiendo, los indígenas”, recuerda William Ramírez. Siendo una tropa de tres, sin apoyo logístico y nula financiación, aquella aventura estaba abocada al fracaso; y por si fuera poco, Tulio comenzó a abusar del trago. Según afirma William, “se la pasaba emborrachándose, escribiendo y fumando, hasta que un día le dije a Pedro que había que hablar claro con él. Lo hicimos, pero Tulio lo negó todo, y desde entonces el tipo sabía que yo era su opositor allá”. Un día, con la excusa de querer cazar el alimento del día, Tulio disparó a William. De aquel episodio, el sociólogo guarda un detalle que revela parte de la personalidad de Pedro. “Yo quise hacerle un juicio de guerra a Tulio para matarlo por intentar darme, pero cuando se lo dije a Pedro, me miró con pánico, como diciendo, ¿usted está loco? Así que al final, simplemente nos fuimos”.
De vuelta en la capital, William, Pedro y otros jóvenes de izquierda crearon una milicia urbana en tanto que solicitaron un encuentro con la cúpula del ELN para discutir su posible incorporación a la guerrilla guevarista. Mientras, para poder sobrevivir económicamente, Pedro recuperó su oficio de chef en una de las mejores cocinas de la ciudad, la del Hotel Presidente. Pero el tiempo iba pasando y el ELN no les recibía, así que tras un par de años de exasperante espera, Pedro ideó una alternativa mediante la cual dar cauce a sus ideales revolucionarios. Alfredo Molano, compañero de Pedro en la milicia urbana de Bogotá, y uno de los cronistas que mejor conoce la historia de las guerrillas, lo recuerda así. “Él era un personaje muy misterioso, y muy atractivo por lo tanto. Misterioso porque venía de la vieja escuela clandestina que se daba en los años cincuenta. Fíjate que en París, él estuvo trabajando con los argelinos del Frente Nacional de Liberación…”. Según Molano, Pedro se fue al Departamento del César para activar, junto a un puñado de campesinos, un nuevo foco guerrillero. Sin embargo, la gesta no duraría mucho. La primera semana de octubre de 1972 el Ejército le preparó una emboscada en la que murió acribillado junto a otros dos campesinos. Según Molano, “lo mal enterraron en la Serranía del Perijá tras cortarle una mano para identificarlo”. 45 años después, la familia lo sigue buscando.