La Mar y los vascos

La Mar ha forjado la personalidad del Pueblo Vasco, que ha llevado su esencia a todos los continentes y se ha nutrido de las experiencias vividas en ellos

Un reportaje de Eduardo Araujo

Un reportaje de A más de 2.200 millas (4.150 km.) de su hogar, mientras su alma escapaba ya entre los nubarrones que cubrían completamente las tierras y el litoral de Ternua, las últimas palabras de Domingo de Luza fueron para su esposa, Mari Martín de Aginaga. Al punto, quien atendía, que había tomado nota con la precisión del escribano de todo lo que hasta aquel momento había pronunciado el desafortunado marino, dejó de escribir movido por el pudor: ahí daba por concluido el testamento puesto que lo que ahora estaba escuchando, apenas audible entre los crujidos de la tablazón y los ruidos propios de la mar golpeando el casco del barco, era una íntima y póstuma declaración de amor…

Fiel recreación de la nao ballenera vasca ‘San Juan’ (construida en Pasaia y hundida en la actual Canadá en 1565) que lleva a cabo en la actualidad la Factoría Albaola, que es un ejemplo de preservación del patrimonio y la cultura marítima vasca.

Juan de Blancaflor trató de memorizar una a una cada sílaba, con el mismo celo con el que había caligrafiado las disposiciones testamentales. Sabía por experiencia que, si bien el texto legal serviría para aclarar el destino de los humildes bienes del marino, aquellas palabras tendrían el valor de confortar el corazón de la desconsolada viuda. A unos metros sobre su cabeza, en cubierta, la tripulación seguía trabajando en los preparativos de la partida, sin permitir que la tragedia que se vivía en el vientre del barco ballenero les retrasase un solo minuto. En breve, el capitán ordenaría al piloto poner rumbo a casa y las próximas semanas la proa marcaría la posición de la costa vasca, hasta que la pericia y la fortuna de la tripulación hiciesen que la silueta de Hondarribia se dibujase cercana en el horizonte.

El escribano donostiarra supo cumplir su cometido y el testamento de Domingo de Luza se encuentra entre los documentos que enriquecen el patrimonio histórico de nuestro país. Custodiado en el Archivo Histórico de Protocolos de Gipuzkoa (Archivo Histórico Provincial de Gipuzkoa: http://artxiboataria.gipuzkoa.eus/ (Diputación Foral de Gipuzkoa), a día de hoy, el documento civil más antiguo redactado en Canadá y Estados Unidos del que se tiene noticia.

La nao ballenera María del Juncal en la que Luza había servido como despensero formaba parte de la flota de altura más capaz y numerosa de la Europa Occidental de aquella época. Junto a otras doscientas embarcaciones similares fletadas por armadores vascos, aquella nave era el resultado de una evolución tecnológica y social que había permitido a una nación con una población muy poco numerosa hacerse con el monopolio de la caza de los cetáceos y el dominio de buena parte de las rutas comerciales más importantes conocidas entonces. Era un temprano 15 de mayo de 1563, pero la íntima relación entre los vascos y la Mar que permitió aquel prodigioso esplendor, se había estrechado muchos siglos antes…

Los tesoros de la mar Los historiadores nos hablan de cómo el ser humano que habitó la costa vasca comenzó a usar los recursos marinos recolectando aquello que tenía a su alcance en los estuarios de nuestros ríos, el litoral, en las playas, entre las rocas y la zona intermareal. En aquel comienzo, nuestros ancestros se movían a pie en busca de crustáceos, peces atrapados por la marea u otras criaturas marinas varadas. Pronto descubrieron que el océano, misterioso, salvaje y difícil, era también una fuente de recursos que no se limitaba a la estrecha franja que ellos podían explorar caminando y que aquellos tesoros eran mucho más abundantes aguas adentro. Muy probablemente, el primer navegante surcó la mar subido a un tronco de árbol o navegando en una rudimentaria balsa, formada por varios leños agrupados que, con el paso del tiempo, fue ganando en prestaciones, haciéndose más compleja y marinera: el tronco se vació para cobijar al tripulante y ganar estabilidad, la obra muerta se elevó añadiendo sucesivos niveles de maderos y ganando francobordo, lo que permitió adentrarse más allá de las aguas calmas y navegar entre las olas y corrientes. Las observaciones y la experiencia de aquellos primitivos carpinteros de ribera les permitió ir ganando en destreza y en comprensión de las leyes que rigen el universo náutico: había nacido la cultura marítima, un conjunto de conocimientos que se heredaban y perfeccionaban de generación en generación, un patrimonio que constituía un verdadero tesoro, puesto que quienes lo dominaban tenían la inmensa ventaja competitiva de poder añadir a la recolección y la caza en tierra la extracción de los alimentos que la Mar ofrecía a quien era capaz de desvelar sus secretos y aliarse con ella.

A medida que las embarcaciones y aparejos fueron aumentando su eslora y capacidad y las tripulaciones su destreza, la distancia de la costa y la profundidad a la que se hacían las capturas aumentaron y con ello la variedad de estas. Los primitivos campamentos costeros temporales se convirtieron en asentamientos definitivos y aquellas primeras sociedades marítimas conocieron el progreso. Con la prosperidad crecieron los medios y la capacitación de aquellos constructores de embarcaciones, lo que les permitió afrontar retos cada vez mayores: del remo, la propulsión principal pasó a la vela y con esta, la posibilidad de navegar más lejos, más rápido, con más carga y mayor seguridad.

Sin embargo, aquellos sucesivos avances también trajeron tareas, técnicas, diseños, conocimientos cada vez más complejos y con todo ello la imposibilidad de abarcarlo todo y la necesidad de la especialización: las embarcaciones ya no las construían quienes las tripulaban, sino artesanos altamente cualificados que, además, trabajaban con la colaboración de otros gremios: así el herrero que forjaba la clavazón que daba solidez al casco se unió en el trabajo de construcción al carpintero y a ambos el cordelero que fabricaba los cabos; el velero que tejía y reparaba las velas; el capital que financiaba todos aquellos gastos con la esperanza de obtener un beneficio en el futuro; el campesino que cultivaba la manzana con la que se fabricaba la sidra que saciaba la sed de las tripulaciones; el tonelero que construía los recipientes en los que se almacenaba… Hoy en día lo llamaríamos industria auxiliar. Aquel impulso que nació en un astillero de la costa, llenó nuestro territorio de actividad, de industria y emprendimiento, superando incluso nuestras fronteras, atrayendo recursos y complicidades foráneas. La coordinación, la cooperación y la confianza que eran necesarias para emprender la construcción de una embarcación de altura y su navegación tejieron alianzas, y lealtades que eran imprescindibles para garantizar el éxito de una empresa que la exigente brutalidad de la Mar ponía a prueba a diario. Nuestra cultura marítima dejó de ser sólo un conjunto de técnicas constructivas y pasó a convertirse en algo de mucho mayor calado: una manera de enfrentar colectivamente los retos que imponía la naturaleza voluble y mortal del océano, que exigía a todos quienes participaban en ella la misma solidez que al casco de las embarcaciones en las que se jugaban la vida nuestros marinos. Aquella manera de emprender, de luchar por la supervivencia, lo empapaba todo: no sólo supuso organizar la actividad productiva mirando a la Mar, también condicionaba la manera en la que organizamos nuestras sociedades, en la que entendíamos y tolerábamos la autoridad, soportábamos los infortunios o repartíamos la riqueza.

Llegada a Ternua Cuando las ballenas que se acercaban a nuestras atalayas no fueron capaces de colmar nuestra ambición, decidimos buscarlas mar adentro, cruzando un océano terrible y desconocido, en una epopeya que nos puso a prueba como pueblo, que nos llevó con éxito más allá de los límites de lo que entonces se consideraba posible, hasta que, como Domingo de Luza, tocamos tierra en Ternua. Es muy posible que naciese ahí esa autoestima -que algunos con poco conocimiento y mucha maldad consideran una impertinencia exagerada- que nos ha llevado a lo largo de nuestra historia a resolver retos muy por encima de lo que, en principio, nos atribuían nuestros limitados recursos.

Es seguro que la navegación nos hizo conocer otras costas, otras sociedades, abriendo nuestras mentes, haciéndonos permeables al cambio, a la adaptación, enriqueciéndonos con culturas y modos ajenos. Y convirtiéndonos también en actores primeros y principales en la construcción de un continente que, mucho antes de estar unido por caminos, estuvo unido por mar. La industria de la caza y procesamiento de la ballena franca glacial (o ballena de los vascos) que nos llevó hasta la actual Canadá, impulsó nuestra construcción naval y nuestra pericia náutica y nos colocó en disposición de escalar un peldaño más como nación marítima. Las embarcaciones vascas ganaban en eslora, en desplazamiento; nuestras tripulaciones demostraban ser la élite entre las que surcaban los mares y pronto descubrimos que ello no sólo nos permitía ir a capturar la pesca más lejos y en mayor cantidad sino que también nos daba la posibilidad de transportar mercancías con mucha más facilidad y rapidez que por tierra. El hierro de Bizkaia -conocido por su calidad desde la época romana- lo distribuía nuestra numerosa flota, en bruto o convertido en herramientas por nuestras forjas, por toda Europa, y aquellos marinos, originalmente dedicados a la pesca, se convirtieron en diestros marinos mercantes que surcaban, desde las aguas del litoral atlántico hasta los confines del Mar Mediterráneo, tejiendo complicidades y ganándose el respeto de otros pueblos de los que siempre preferimos ser socios a enemigos.

Es muy probable que si todo esto que cuento no tuviese el respaldo documentado por decenas de historiadores que lo han constatado buceando en las gélidas aguas de Red Bay o entre los miles de legajos de los archivos, habría quien lo calificase de pura mitología, de una gesta que, por su calibre, fuese necesariamente una invención exagerada de los propios vascos. Lo cierto es que nuestro pecado ha sido siempre el contrario: algún rasgo de nuestro carácter nos ha llevado a olvidarnos con rapidez y ligereza inauditas de nuestra historia como pueblo de marinos, hasta el punto de que tuvo que ser una historiadora nacida en Inglaterra, Selma Huxley, la que con el apoyo del gobierno canadiense, recuperase aquella epopeya de la que fueron protagonistas los marinos vascos y nos la mostrase, haciéndonos como pueblo un regalo que jamás podremos corresponder como merece.

Ahora que el último de nuestros grandes astilleros agoniza, ahora que nuestros puertos pesqueros están huérfanos de la actividad de antaño, es más necesario que nunca no dar la espalda a la Mar, no dar por perdida nuestra cultura marítima. Es cierto que debemos encontrar nuevas maneras de relacionarnos con ella, de aprovechar sus recursos -numerosos pero finitos- de manera responsable; de reinventar nuestra secular relación para que permanezca a nuestro lado y nos impulse, como siempre hizo, a superar los retos de nuestra existencia como pueblo. Como nos enseñó, como hacen los marinos, deberemos enfrentar el futuro con confianza, determinación, rigor y amor a la tarea. Tejiendo alianzas, adaptándonos a los cambios, aceptando voluntariamente sólo aquella autoridad que nace de la capacidad y que actúa con rigor y justicia en beneficio de todos.

Por nada del mundo quisiera ofender a Mari, la dueña de Anboto. Pero siempre he pensado que nuestra verdadera diosa madre, quien ha controlado los hilos de nuestro destino no ha sido ella. Es hora de que reconozcamos que la Mar modeló nuestro carácter, nos hizo como somos, a su capricho, forjándonos a su voluntad de la misma manera en la que, tenaz e implacable, ha perfilado los acantilados de nuestra costa.