Ángel Mari Unzueta Zamalloa
La Iglesia vasca afrontó a partir de 1963 el reto de traducir al euskera los textos litúrgicos, empeño en el que coincidió con la unificación de la lengua desde sus dialectos
EL pasado jueves, día 28, tuvo lugar en la sede de Euskaltzaindia un sentido acto de reconocimiento a la labor realizada por quienes tras el Concilio Vaticano II tradujeron los textos litúrgicos oficiales al euskera. La iniciativa llevaba por título Euskararen ibilbidea gure elizbarrutietan: itzultzaileen e(us)karria. Se trataba de recordar a curas y religiosos pertenecientes a las diócesis de Baiona, Iruñea, Donostia y Bilbao, cuya aportación al mantenimiento y al desarrollo del euskera (ekarria eta euskarria) es indiscutible. A la mayoría de ellos el reconocimiento público les llega tarde. Ya no están entre nosotros. Viven la liturgia definitiva. Perviven en nuestra memoria.
Aun ciñéndose el acto principalmente al grupo mencionado, su trasfondo evocaba la labor de traducción llevada en otros ámbitos como la Biblia, la catequesis, las pastorales de los obispos y los textos de religión, entre otros. Más aún, el contexto más amplio se refería a la aportación de la Iglesia y de sus diferentes sujetos y entidades al cuidado y desarrollo del euskera. Ello no se reduce a traducciones, por creativas que puedan ser, sino que abarca auténticas creaciones en el ámbito de la teología y de la acción pastoral.
Con todo, las siguientes líneas se refieren principalmente a la aportación del primer grupo de traductores, cuya área se desarrolló en un marco de impulso al euskera, en el inicio del proceso de unificación de la lengua.
Recorrido histórico El 4 de diciembre de 1963, la asamblea del Concilio Vaticano II aprobó el primero de sus documentos. Se trataba de la Constitución Sacrosanctum Concilium, que proponía la reforma de la liturgia, tomando como un principio básico la participación plena del pueblo en las celebraciones. Consecuencia de ello fue la inclusión de las diversas lenguas en los ritos que hasta entonces se celebraban únicamente en latín. De este modo, el Concilio venía a proclamar la oficialidad de toda lengua en la Iglesia. Tal reconocimiento se producía en pleno franquismo, en un contexto sociopolítico en el que al euskera no solo se le negaba carácter oficial, sino que se pretendía su debilitamiento. Se dejaba ver la contradicción de un régimen que, por una parte, se consideraba confesional católico y, por otra, no podía asumir lo que la Iglesia católica declaraba en esos momentos. La Iglesia acababa de admitir lo que el Estado no dejaba de reprimir.
La proclamación conciliar abría la puerta a las traducciones. Pocos días después de la aprobación de la citada Constitución, por iniciativa del obispo de Donostia, don Lorenzo Bereciartúa, en una de las capillas laterales de la basílica de San Pedro, tuvo lugar un coloquio al que asistieron los obispos de las diócesis vascas y obispos vascos que ejercían su ministerio en otros lugares. Fue un primer intercambio de impresiones acerca de los pasos a dar para la aplicación de la reforma litúrgica y el empleo del euskera en la misma.
A lo largo de 1964 se fueron creando en las diócesis comisiones para la traducción de los textos litúrgicos al euskera. La primera de ellas se reunió en el monasterio benedictino de Belloc. En esta primera fase, en la que en cada diócesis se elaboraba la traducción más apropiada para su realidad lingüística, coexistieron cinco versiones de la eucaristía en euskera. No resultaba nada extraño, conociendo la realidad dialectal, pero tropezó con serias dificultades para su aceptación por el Consilium, organismo creado por Pablo VI para la aplicación y acompañamiento de la reforma litúrgica. Su presidente, el cardenal Lercaro, había propuesto a los presidentes de las Conferencias Episcopales la unificación de las traducciones y la conveniencia de una única traducción por idioma. Este principio, reiterado por Pablo VI en su alocución a los participantes en un congreso organizado en 1965 para los traductores, dejaba en el aire la aprobación de los textos en euskera.
Los problemas quedaron resueltos en una reunión de los equipos diocesanos con el secretario del Consilium, Annibale Bugnini, celebrada en Iruñea en otoño de 1967. Se adoptaron dos criterios que debían guiar las traducciones: máximo de uniformidad para el texto ordinario de la Misa y flexibilidad para el empleo del dialecto propio en lecturas y oraciones. El mayor bien colateral del encuentro fue el impulso definitivo al trabajo conjunto, que pocos meses después adquirió carácter institucional.
1968, referente para la historia reciente de Europa, resultó ser de especial relevancia también para el tema en cuestión. Confluyeron, en efecto, acontecimientos de diversa índole: en Roma se publicaron nuevos textos para la Misa diaria y se aprobó la traducción al euskera de la primera plegaria eucarística, en tres diócesis hubo relevo episcopal -en Iruñea, con don Arturo Tabera; en Donostia, con don Jacinto Argaya, y en Bilbao, con don José María Cirarda como administrador apostólico- y Euskaltzaindia tomaba la decisión acerca de la lengua común o euskara batua.
En estas circunstancias, y a propuesta de los obispos, se creó en enero de 1969 un único equipo de traductores para las cinco diócesis, al que se le encomendó la responsabilidad sobre las nuevas traducciones y la supervisión de las versiones realizadas anteriormente en las diócesis. Pronto se tomó la decisión de publicar en el futuro tres variantes de un texto base elaborado conjuntamente: una para la diócesis de Baiona, otra para la de Bilbao y otra para las restantes. Esta última era muy afín a la forma unificada propugnada por Euskaltzaindia. Con ello quedaban a salvo tanto la unicidad del texto como el respeto a la variedad dialectal.
Mención aparte merece la labor de la comisión encargada de musicalizar los textos del ordinario de la Misa y de componer himnos y cantos para las celebraciones. También esta labor tuvo carácter interdiocesano.
Los frutos del trabajo conjunto no se hicieron esperar, de modo que en pocos años quedaron aprobados un gran número de textos. Con todo, la labor coordinada requería una institucionalización que asegurara una respuesta conjunta adecuada a los retos culturales y lingüísticos. El proceso hacia el euskera batua, a pesar de las dificultades pedagógicas del proyecto, seguía su curso y exigía una respuesta positiva y unitaria por parte de la Iglesia, ya que no faltaban en ella núcleos frontalmente opuestos a la unificación. En este contexto se creó Eliz-idaztien Ba-tzordea, comisión para publicaciones eclesiásticas en euskera, que adoptó un doble criterio para sus trabajos, teniendo en cuenta a los destinatarios: en lo tocante a la liturgia y a la catequesis, se ratificaron las opciones ya adoptadas; para los ya alfabetizados se adoptó fundamentalmente el euskera unificado.
La diferenciación de ambos criterios no resultaba siempre fácil, como lo muestra la publicación de la Liturgia de las Horas (Breviario) en 1977. Al ser muy limitado el número de destinatarios (básicamente curas y comunidades religiosas), era impensable la aparición de diferentes versiones, por lo que la comisión interdiocesana se decantó por una única traducción, aunque no asumió las reglas ortográficas del batua. La h era la manzana de la discordia. La comisión optó por no incluirla. Más tarde, algún miembro de la comisión aducía la razón con un toque de humor: bastantes destinatarios del Breviario no iban a hacer uso de él en caso de incluir la h, mientras que la mayoría de defensores de la h no iban a hacer uso del Breviario.
Los dos proyectos más importantes en aquel entonces fueron la traducción del Nuevo Testamento y la del Misal Romano, promulgado por Pablo VI en 1969. Gran parte del primero era ya conocida a raíz de su empleo en las celebraciones litúrgicas, pero se trataba de tres versiones distintas. Se echaba en falta una traducción en euskera batua. Para ello, la comisión partió del texto original griego y vio coronado su esfuerzo en 1979 con la aparición de un único texto accesible para todos. La traducción del Misal se prolongó hasta su aprobación en agosto de 1983 en las tres variantes antes citadas.
Esta fue la etapa inicial. Desde entonces hasta hoy ha sido incesante la cascada de traducciones de los textos bíblicos, litúrgicos, catequéticos y pastorales llevada a cabo en colaboración entre las diócesis.
Lecciones de la historia El recorrido histórico descrito en grandes trazos y limitado a una primera época, permite extraer una serie de enseñanzas de corte lingüístico y teológico, que pueden servir para iluminar el presente y poder encauzar acertadamente el futuro.
La traducción de textos oficiales de la Iglesia muestra que su universalidad se juega en la localidad y que la concreción local enriquece el patrimonio común. Dicho de otro modo, con la inculturación del mensaje salen ganando tanto la lengua y cultura propias como la inteligibilidad del mensaje cristiano.
El hecho de realizar la labor de modo compartido entre diócesis con variantes dialectales muestra que la Iglesia es comunión en la diversidad, unidad en la pluralidad. Quienes han formado y forman parte de los equipos de traductores pueden dar fe sobrada de ello. Sus diálogos y debates pueden verse como maqueta de lo que quiere ser una Iglesia en búsqueda permanente de la verdad, con vocación de ser factor de unidad.
La traducción no es un mecanismo automático, sino un proceso creativo. Ahí reside su belleza. Su calidad queda determinada por una doble fidelidad: al texto original y al genio de la lengua, para facilitar la comprensión de aquella gente a la que va dirigida. Resulta clave la mirada a las personas y comunidades destinatarias, sin menoscabo de la calidad literaria. Una acertada traducción de cualquier género literario permite pensar a oyentes y lectores que se encuentran ante el texto original. En este sentido, los equipos de traductores han asumido ayer y hoy un criterio netamente pastoral. Ello ha sido posible gracias a su conocimiento del sentido de la liturgia, de la lengua en sus variantes y del pueblo al que iba dirigida su tarea. También es cierto que, aunque no siempre, han contado con unas directrices de Roma que permitían conjugar letra y espíritu, posibilitando de este modo versiones mejor aplicables a cada lugar.
No es solo historia y tradición. Es presente y está asomando el futuro. La Iglesia no puede menos que utilizar, cuidar y promover el euskera allí donde se encuentra, para ser así fiel a su misión original: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Evangelio de San Marcos 16,15).