Busturia acogió a partir de 1842 y por espacio de veinte años la primera fábrica vasca de vajillas, que surtió al mercado local de estos productos siguiendo una moda importada de Inglaterra
Un reportaje de Marian Álvarez
Imágenes Colección Euskal Museoa-Museo Vasco
LA comida ha sido una necesidad y una constante para la humanidad desde el principio de los tiempos. La manera de comer, sin embargo, y al menos en lo que a las sociedades occidentales respecta, ha ido variando a lo largo de la historia, al compás de los gustos y las modas de cada época, y alcanzando cada vez mayores niveles de refinamiento y exquisitez.
Comer se fue convirtiendo en un acto social, en un elemento de ostentación, que llevó incluso a la creación de una estancia dedicada en exclusiva a ello, el comedor; porque hasta fines del siglo XVIII las comidas se hacían sobre mesas pequeñas desmontables o plegables que se colocaban en las salas o salones. De ahí la expresión poner la mesa. Estos nuevos comedores se revisten de sedas, papeles pintados, espejos, pinturas, esculturas… y armarios. Armarios para contener todos los elementos necesarios para el servicio y adorno de las mesas: manteles, cuberterías, cristalerías, vajillas… Unas vajillas compuestas por cientos de piezas, que más allá de los inexcusables platos y fuentes, ofrecían salseras, esparragueras, hueveras, soperas, legumbreras, ensaladeras, juegos de té, café y chocolate, enfriaderas, fruteros, centros de mesa y adornos…
Fabricadas en plata y porcelana, eran patrimonio exclusivo de la realeza y la nobleza, un signo de distinción social, muestra y reflejo de un estatus de poder y, en tanto tal, un lujo codiciado por una clase burguesa cada vez más potente y con mayor poder adquisitivo que ansiaba recrear y copiar los usos y maneras aristocráticas en todas las facetas de la vida.
La dificultad de hacer frente a los elevados costes de estas vajillas llevó a la búsqueda y creación de sucedáneos que recordaran e imitaran su aspecto, sus formas y decoraciones. Nacieron así, en un primer momento, las vajillas de loza común, las talaveras, conformadas por piezas de barro a las que se les aplicaba una cubierta de esmalte blanco que después se pintaba a mano con pinceles de colores. Esta propuesta hubo de competir, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, con la denominada loza fina, para la que se emplearon arcillas cada vez más blancas que eran cubiertas con barnices transparentes y a las que a las tradicionales decoraciones pintadas, se añadieron las mecánicas, a base de estampaciones o impresiones.
Serán estas últimas las que terminarán por imponerse y hacer fortuna, extendiéndose su uso, ya en el siglo XX, a todos los estratos sociales. Con origen en Inglaterra, en la factoría de Wedgwood, los servicios de mesa de loza fina, conocidos como china opaca, porcelana opaca o media porcelana por su parecido cada vez mayor con los de porcelana, pronto saltaron al continente, donde se multiplicaron las manufacturas destinadas a su fabricación, en una moda que, hacia la mitad de la centuria del XIX, alcanzó también a nuestras tierras vascas. En efecto, la Fábrica de San Mamés en Busturia (Bizkaia) y la Fábrica de Belarra y Cia. en Igantzi-Yanci (Navarra) se constituyeron como la muy digna representación vasca de una producción cerámica que tuvo en las manufacturas de Sargadelos y La Cartuja (Pickman) a sus protagonistas más sobresalientes dentro del territorio peninsular. Dedicaremos hoy nuestra atención a la primera de ellas, porque primera fue en el tiempo su creación, y dejaremos para una futura ocasión el análisis de la segunda.
Antigua tejera La Fábrica de Loza de San Mamés se crea en 1842 en el extremo noreste de la anteiglesia de Busturia, junto a la ría de Gernika, con base en las instalaciones de una antigua tejera. En la constitución de la empresa intervienen algunas de las familias más pudientes de la zona, entre las que destacan los Chirapozu y los Bulucua, emparentados por matrimonio, propietarios de molinos y ferrerías y con capitales acumulados producto de explotaciones mineras en la América colonial. A ellos se sumaron algunos inversores bilbainos, como Ambrosio Orbegozo, miembro de una saga comercial de gran solvencia que, con preclara visión, invirtió sus riquezas en los nacientes proyectos industriales y en los instrumentos financieros de gestión, convirtiéndose en socio fundador y primer director-gerente del Banco de Bilbao.
Si autóctonos fueron los capitales, autóctonas fueron también, en su mayoría, las materias primas empleadas para su puesta en marcha, obtenidas a través de la explotación de los ricos y excelentes yacimientos de arcillas blancas del entorno próximo (Kanala, Kortezubi, Murueta, Forua, Lumo…), aunque no faltaron las importaciones de tierras, entre otras de la zona de Ezpeleta, en Iparralde. Hombres y mujeres de la zona, junto con aprendices procedentes de la Santa Casa de Misericordia de Bilbao, donde desde antiguo funcionaba una fábrica de loza destinada a dar formación y oficio a los jóvenes acogidos, constituyeron el grueso de la mano de obra no cualificada. La responsabilidad técnica, sin embargo, recayó en manos foráneas, contratándose a expertos franceses con probada experiencia en la fabricación y decoración de la media porcelana, a quienes se encomendó la dirección y el control de la producción durante los primeros años de vida de la empresa.
Con todos estos mimbres y con una dedicación fundamentalmente orientada hacia el mercado local y territorial más próximo, la producción de la Fábrica de San Mamés se centró básicamente en piezas de carácter utilitario, vajillas y servicios de lavabo y tocador, cuyas formas, muy similares a las de las fábricas peninsulares contemporáneas, respondían fielmente a los modelos de origen inglés de moda en la época.
En cuanto a los decorados, Busturia produjo piezas en blanco, sin decorar, y piezas pintadas a mano, con especial predilección en este caso por las combinaciones de colores azul cobalto y oro. Pero serán las piezas decoradas con estampaciones, la auténtica moda del momento, las que le proporcionarán su marchamo distintivo. Al contrario de los minimalistas gustos actuales, las tendencias decimonónicas venían definidas por una suerte de horror vacui que llevaba a cubrir toda la superficie de las piezas con escenas y cenefas de corte clasicista, romántico, exótico o realista, fruto unas de la imaginación de los artistas, inspiradas otras en ilustraciones de libros y periódicos de la época. El procedimiento de la estampación (aplicación sobre la pieza en bizcocho de un papel especial con el motivo estampado y entintado con pigmento cerámico) permitía, además de múltiples combinaciones entre escenas y cenefas, una producción seriada y uniformizada que redujo los tiempos y los costes y propició, en consecuencia, un aumento de la producción y una merma en los precios de comercialización.
En consonancia con los gustos de la época, Busturia aplicará a sus vajillas variadas escenas figurativas de carácter romántico y pintoresco y distintas decoraciones de tipo floral, aunque serán fundamentalmente dos los que podríamos denominar sus decorados estrella, aquellos que permiten identificar sin género de dudas la producción de esta manufactura: un alfombrado de pequeñas florecillas silvestres (usualmente conocido como hojas de perejil) y una escena de paisaje y edificaciones con ciertas reminiscencias chinescas que presenta en primer término a un grupo de personajes con dos mulas (comúnmente denominado Muleros). Estampado siempre en color azul el primero, la aplicación del segundo ofrece sin embargo una mayor variedad cromática, desde el negro (en número mayoritario), hasta el azul, pasando por marrones y verdes, y combinados todos ellos con una buena variedad de cenefas.
Medio millar catalogadas Han sido estas piezas estampadas las que en mayor número han llegado hasta nosotros, aunque no puede afirmarse que ellas constituyeran el grueso de las fabricadas. Lamentablemente poco sabemos sobre las cifras de la empresa, sus volúmenes de producción y ventas, y a ello tampoco ayuda que sólo una parte de las piezas allí fabricadas fuesen marcadas con sellos que certificaran su origen. La similitud de sus formas con las de otras manufacturas contemporáneas hace que resulte difícil adscribir a nuestra fábrica productos no definidos por las marcas o las series decorativas clásicas, encontrándonos así con que no llegan al medio millar las piezas catalogadas en la actualidad conservadas en colecciones públicas y privadas. La corta vida de la fábrica fue otro factor que hubo de contribuir a esta escasez de vestigios. Efectivamente, en 1863, veinte años después de su fundación, la Estadística Territorial informaba que la Fábrica de Loza de San Mamés propiedad de Orbegozo y socios estaba paralizada, manteniéndose sólo en funcionamiento en el que fuera su domicilio, una tejera. De aquella espléndida iniciativa, hoy historia para recordar, nos han quedado algunos de sus hermosos resultados… Platos, fuentes, jarras, jofainas… que nos hablan de una empresa pionera en el campo de las industrias artísticas en el País Vasco y, una vez más, de una sociedad y unos hombres de negocios atentos a las coyunturas y tendencias sociales y económicas del momento, a las que se sumaron y de las que participaron intensamente. Las salas del Museo Vasco de Bilbao y algunas de las pinturas de José María Ucelay, descendiente y último morador del palacio de la familia Chirapozu (primitiva sede administrativa de la empresa), nos brindan hoy el placer de recordarla y la oportunidad de disfrutar del arte y lujo con que se vestían las mesas burguesas de hace ciento cincuenta años.