Cinco vizcainos perdieron la vida en la Prisión Central de Valdenoceda pese a que en la misma no hubo fusilamientos
Un reportaje de Iban Gorriti
En el penal franquista burgalés de Valdenoceda, a diferencia del resto de campos de concentración, no murió ningún fusilado durante los siete años que permaneció en activo. Los investigadores no han hallado constancia de ello. De hecho, no hacía falta ni paredón ni gastar munición del glorioso bando golpista porque directamente los mataban de hambre (y frío). Ocurrió en la que había sido primera fábrica de seda artificial de España, inaugurada en 1910 en la pedanía anexa a Villarcayo entre los letales y poco civiles años 1938 y 1945.
Desde 2010, el sábado más cercano al 14 de abril, día de la República, las familias de quienes murieron en la Prisión Central franquista se dan cita en las ruinas de la cárcel. Así, ayer fueron entregados a los suyos dos cuerpos más: los restos exhumados del cementerio local de Julio González González de Almagro, Ciudad Real, de 58 años, casado y padre de cuatro hijos, jornalero analfabeto que fue penado a seis años y un día por “excitación a la rebeldía”. Y también los de Habilio Luis Jávega, barbero de 21 años condenado en Almodóvar del Castillo a 20 años de prisión.
La inanición era tal que los presos que acompañaban a los muertos al cementerio se tiraban a las huertas para comer las patatas plantadas
Una de las personas que más conoce este espacio terrorífico es el zorno-tzarra José María González. Es el presidente del grupo de Exhumación Valdenoceda y nieto de Juan María González Fernández, quien murió el 14 de abril de 1941. Un documento que conserva sorprende: “Delito: se desconoce. Pena: 30 años de reclusión”. “Las familias agradecen mucho cuando les entregamos los cuerpos. Por ejemplo, los familiares de Julián pensaban que lo habían llevado a Puerto Santa María. Estaban desfasados. No han podido venir a recogerlos porque viven en París y ahora les venía mal”, informa. “Los parientes viven emoción, alegría y al recibir la caja rompen a llorar”, agradecidos, añade.
En este penal murieron los siguientes vizcainos: Gabriel Basterretxea (Arratzu); Aurrekoetxea Etxeandia (Zamudio); Laborda Orbe (Santurtzi); Ezpeleta Barrainkua (Lemoa); así como De Guinea de Orduña, residente en Burgos. “El de Santurtzi podría ser de Burgos o Álava, porque creemos que en vez de Santurce era del pueblo Santurde. Podría estar equivocado”, valora el de Amorebieta-Etxano, quien desconoce si algún preso de entonces permanece con vida en la actualidad. “Había uno, Gabriel Martínez, pero desconocemos si sigue vivo”, agrega González. El citado, natural de Pancorbo (Burgos), tendría a día de hoy 101 años.
Uno de los supervivientes de Valdenoceda, edificio por el que cursa un canal de agua que aún enfriaba más las gélidas temperaturas nocturnas de Burgos, contaba algo común en las “brigadas”, como llamaban a las habitaciones en las que dormían en camastros sobre el suelo. Si de noche alguien moría, los presos no decían nada a los franquistas hasta después de desayunar. Ello obedece a que, cada mañana, los funcionarios les daban un vaso de agua de café con tizón negro. “Ellos decían que seguía durmiendo y que se lo dejaran al lado. Así bebían un vaso más porque morían de hambre”, comparte González.
La inanición era tal que, cuando llevaban a algún muerto al cementerio, los compañeros presos que los acompañaban se tiraban a las huertas de cabeza a comer las patatas plantadas. “No tenemos constancia de que se fusilara a nadie”, confirma González. La agrupación que preside ha exhumado ya 114 cuerpos de los 154 existentes. Un total de 68 hombres han sido entregados a sus familias. “Nos faltan 46 por identificar. Hay uno más identificado, pero no ha sido exhumado porque sobre su cuerpo hay otro enterramiento actual y los antropólogos no ven correcto cortar el esqueleto por la mitad”.
El cementerio de los rojos Como curiosidad, en esa zona fue enterrado pocos años atrás el conocido en el pueblo como El Falangista, quien antes de morir dijo que no quería que lo sepultaran en lo que él denominaba “el cementerio de los rojos”, a sabiendas de que el camposanto está dividido en dos alturas. “Pues bien, para fastidiar, el cura de entonces no le hizo caso y decidió enterrarlo junto a la placa que pusimos en memoria de los republicanos y así imposibilitar otras exhumaciones de presos de la cárcel. En la actualidad, el sacerdote es otro”, finaliza González.