3.300 personas escoltadas

Empezaré por el final. De hecho, por el final del final, es decir, por determinados comentarios que sé que inevitablemente recibirán estas líneas. Ojalá fuera una venda antes de la herida, y no la confirmación regular y hasta cansina de la brutal cantidad de tipejos que aún justifican el matarile a granel que practicó ETA. ¡Ah, claro, el de ETA! ¿Y qué pasa con el de…? Exactamente a eso me refiero, a la mandanga argumentativa que disculpa a unos sanguinarios sin matices pretextando que los de enfrente no eran mancos.

Pues no, no cuela. No hay absolutamente nada que sirva como pretexto o contrapeso a la incontestable injusticia que supuso que entre 1990 y 2011 en este trocito del mapa hubiera 3.300 personas escoltadas las 24 horas del día. Lo recoge el informe que ha elaborado el Instituto de Derechos Humanos Pedro Arrupe de la Universidad de Deusto por encargo de la Secretaría para la paz y la convivencia del Gobierno vasco. Me consta que varios lectores conocen en dolorosa carne propia de qué hablo. Al resto le pido que trate de imaginarse lo que es no poder siquiera bajar a tirar la basura sin compañía. Quizá provocando un grado de incomodidad mayor, les invito no ya a imaginar, sino a recordar —porque seguro que lo han vivido— cuántos se cambiaban de acera al ver aparecer a esta especie de leprosos sociales. Eso, si el valiente del lugar, siempre en compañía de otros de su ralea, no les soltaba las bravuconadas de rigor.

Así que podemos silbar a la vía, tirar del comodín de las otras injusticias impunes o incluso negarlo, que seguirá siendo vergonzosamente cierto que ocurrió. Y apenas ayer.

Tris, tras, tres

Primer encuentro a tres desde el 20 de diciembre, que ya ha llovido un rato. Dos horas y media de reloj, con 18 individuos alrededor de una mesa ovalada. ¿Media docena por cada una de las formaciones? Parece lo lógico, pero por alguna razón que les dejo interpretar, había 7 de Podemos —incluyendo al mandarín principal—, 6 del PSOE y 5 de Ciudadanos, con un gachó que causó baja de último minuto. Sánchez y Rivera se reservaron para mejor ocasión.

Muy cuquis en las fotos, pero, ¿el resultado? Nada entre dos platos. Y eso es precio de amigo, porque la cosa anda más cerca de la tomadura de tupé a la ciudadanía que de otra cosa. El trato a los periodistas que cubrieron el evento sirve como prueba, bien es cierto que allá cada uno, si se deja. Después de tener a la canalla tirada a esas horas —vendrán luego con la milonga de la conciliación y la racionalización—, Iglesias, el de la transparencia, el de la luz y taquígrafos, el que quería transmitir las negociaciones enteras, dijo que no le petaba soltar prenda. Mañana, por hoy, sería otro día.

Sí salió un mengano de Ciudadanos, de nombre José Manuel Villegas, a contar que se había quedado buena tarde, que qué bonitos los apliques de la sala donde se habían juntado y que, ya si eso, otro día hablamos. Salvo por la afectación y la solemnidad de chicha y nabo que gasta el teórico número ¿dos? de Ferraz, el discurso de Antonio Hernando derrotó por parecidas bagatelas. Cantaba a leguas que lo que nos están contando estos manifiestamente mejorables actores es que todos están en campaña para las elecciones de restreno que nos aguardan a la vuelta de la esquina.

Vargas Llosa… también

Caramba, carambita, carambirulí. ¿Me dicen en serio que el superlativo bipatriota y expendedor de lecciones de moralidad a granel, Mario Vargas Llosa, también tenía su bisnes en el chiringuito del tal Fonseca? ¿De verdad que el campeón estratosférico de la dignidad, el tipo que nos canta las mañanas por insolidarios y egoístas a los pérfidos rojoseparatistas periféricos, se había buscado el modo de no contribuir a las dos grandes naciones de las que se ufana de ser hijo? Eso dicen los entretenidísimos papeles de Panamá. Hay constancia de que el Inca Garcilaso redivivo —así le escuché un día que se sentía— era titular, junto a su hoy abandonada santa, de una de las toneladas de sociedades de color marrón oscuro que gestionaba el famoso bufete de guante blanco. En concreto, una que operaba en las Islas Vírgenes británicas, paraíso en los sentidos literal y fiscal de la palabra.

Menos mal que como es un caballero español y peruano, habrá salido a reconocerlo gallardamente y a apechugar con las consecuencias, que en realidad son ninguna, ¿no? Más bien no. Lo que ha venido a decir el crepuscular descubridor del molinillo filipino es que el perro le comió los deberes. Y ni siquiera con su incomparable prosa, que para eso paga a unos propios. Ha sido su agencia la que ha salido a contar que no más fue la puntita y, además, por culpa ajena. “Solamente puede atribuirse a que algún asesor de inversiones o intermediario, sin el consentimiento de los señores Vargas Llosa, reservó esta sociedad para la realización de alguna inversión que se estaba estudiando”, zanja la nota supuestamente aclaratoria. Pues vaya.

De Reikiavik a Donostia

El que no se consuela es porque no quiere. Siempre nos quedará Reikiavik, donde el pueblo ha salido a la calle para acordarse de la calavera de su primer ministro, uno de los chopecientos mandarines mundiales pillados con el carrito del helado de las ofsshores de Panamá. Con una gota de suerte, entre que llegan estas líneas al periódico y se publican, al tal Sigmundur Gunnlaugsson le da un ataque de dignidad y se pira a su casa. Antes de echarse a brincar y a tuitear con los ojos fuera de las órbitas que sí se puede, pongan en su contexto el hipotético éxito considerando que toda Islandia no alcanza la población de Bilbao. Y si quieren terminar de deprimirse, recuerden que el partido del pájaro este formó parte de la coalición gubernamental que llevó al país a la bancarrota, y que fue restituido en el poder después de lo que aquí celebramos como una revolución del copón. Quien la entienda, que compre a la ciudadanía boreal.

Moraleja: ocupémonos —y sobre todo, preocupémonos— de lo que nos toca más de cerca. ¿De lo de la Real? Anden, circulen, que ahí no hay nada que ver. Proclama el club y lo refrenda la autoridad fiscal competente en el territorio que eso está re-gu-la-ri-za-do. No hay por qué dudar de que sea así. Seguramente, hasta existen unos papeles que lo certifican. Otra cosa es que a los que somos de ir medio milímetro más allá de lo estrictamente legal nos dé por preguntarnos por lo moral y no aceptemos pulpo como animal de compañía. Y es aquí donde firmo al pie de las sabias palabras del consejero Toña: “Los que utilizan estrategias para defraudar nos están robando a todos”. Pues eso.

Saber quiénes son

Lo primero, el aplauso. No está todo perdido en este oficio de tinieblas. Un porrón de auténticos periodistas del mundo entero se han dejado las cejas durante meses para poner al descubierto a miles de figurones planetarios que —como poco— han escaqueado y/o escaquean pasta a paletadas en Panamá. Eso merece una celebración, incluso aunque todo quede en uno de esos gigantescos esfuerzos que por baldíos conducen irremisiblemente a la melancolía. ¿Por qué ha de ser así, si las pruebas son tan claras? Veamos…

De entrada, técnicamente, para España el país centroamericano no es un paraíso fiscal. A pesar de que el pato anda como un pato, nada como un pato y grazna como un pato, el gobierno de Zapatero —oh, sí, me temo que sí— retiró tal consideración para no perjudicar (o sea, para beneficiar) a los emporios patrios de la construcción que pretendían pillar cacho en las obras de ampliación del canal.

Añadan, como se están encargando de explicar con gran dolor de su corazón los autores de la investigación y los expertos en marrones económicos, que en buena parte de los casos ni siquiera estamos ante delitos penalmente perseguibles. Resulta que las empresas offshore, los testaferros, los accionistas fiduciarios y toda esa casquería financiera que aparece en las noticias pueden ser instrumentos inmorales de cabo a rabo, pero no necesariamente ilegales. Más allá de alguna dimisión cosmética —en Islandia, pongamos— y quizá un pellizco de monja de las supuestas autoridades fiscales, no cabe esperar castigo. ¿Qué nos queda, entonces? Saber quiénes se ríen de nosotros y, a partir de ahí, actuar en consecuencia.