Sigo de refilón cierto serial sobre un futbolista que no acaba de irse ni de quedarse en el club en el que está desde que era una criatura. La cosa va, como poco, para tres meses. ¡La tinta y saliva que se habrán vertido sobre su marcha o su permanencia! Hay medios de comunicación que en un alarde del rigor que les caracteriza han asegurado en absoluta primicia lo uno y lo otro. Cuando ocurra lo que ocurra, que está al caer, según parece, correrán a proclamar que ya lo adelantaron, verán qué risa. O bueno, qué llanto, que esto hay quien se lo toma a la tremenda, y deja de comer el postre, se siente objeto de una traición imperdonable, víctima del mal hacer de los mandarines del equipo, o todo a la vez.
Quizá hubo una época en que yo mismo habría salido por idéntica petenera, pero gracias a los dioses, conseguí ya hace unas canas desengancharme (o solo desengañarme) de la farlopa balompédica. Tampoco les voy a decir que ahora ni me va ni me me viene el asunto, pero sí que no se cuenta entre mis principales motivos de preocupación. Pienso, de hecho, que ojalá todas las desgracias fueran como este pequeño baño de realismo para quienes se niegan a asumir que el romanticismo murió hace varias ligas. Mi animal mitológico favorito es el amor a los colores de los futbolistas. Y no lo anoto como crítica, sino como constatación del signo de los tiempos. Lo normal es que un chaval de 23 años con un futuro del carajo apueste por lo que entiende que es su carrera. ¿No haríamos todos lo mismo? Otra cosa, efectivamente, es que las formas no hayan sido las mejores, pero, oigan, el fútbol y la vida son así.