Sin novedad en Catalunya

Cuatro meses y un día desde la aplicación del 155 en Catalunya. También, ejem, desde la declaración —parece que solo con la puntita, por lo piado en la Audiencia Nacional o el Tribunal Supremo por sus promotores— de la República Catalana. Y claro, desde la convocatoria de unas elecciones cuyos resultados permanecen en barbecho cuando el implacable calendario señala que se celebraron hace ya diez semanas.

El balance de este revolcón de efemérides es nada entre dos platos. Ni cenamos ni se muere padre, como sentencia el hosco dicho castellano. Estridencia arriba, estridencia abajo, estamos donde estábamos en las jornadas de autos, solo que con unas cuantas personas en la cárcel, otras expatriadas y ni se sabe cuántas emplumadas judicialmente. Que vivamos tal anormalidad como si fuera la más absoluta de las normalidades es un preciso y al tiempo tristísimo retrato de la situación.

¿Ven realmente nervioso al Gobierno español? ¿Notaron algún tembleque en el Borbón supuestamente desairado el otro día en la cosa esa tan crematística de los móviles? ¿Perciben en la cacareada Comunidad Internacional la menor intención de cantarle las cuarenta a Mariano Rajoy? Y lo fundamental: ¿Quién sigue tomando hasta la más pequeña decisión ejecutiva en Catalunya?

Saben las respuestas y, si no se engañan, también tienen los elementos de juicio suficientes para sospechar que va a seguir siendo así. Sí, incluso tras el acuerdo, casi parto de los montes, entre las formaciones soberanistas para investir a Jordi Sánchez y dejar en el limbo a Puigdemont. Quienes lo han alcanzado deberían tener claro que tampoco se lo pasarán.

El traidor traicionado

Caray con las 155 monedas de plata de Rufián. Han resultado de ida y vuelta. Ahora el que se siente vendido es el que fue acusado de vendedor. La sospecha de traición es un clásico en cualquier grupo. Pura condición humana. O condiciones, en plural, porque lo habitual es que se junten la desconfianza hacia los otros y la inseguridad respecto a uno mismo. Siempre es más fácil echar la culpa a los demás, y no es improbable que la tengan. Solía decir Leopoldo María Panero que el problema de los paranoicos como él era que al final había alguien que los perseguía de verdad.

En el caso que nos ocupa, el de Carles Puigdemont, la sentencia es cierta en varios sentidos. En el literal, porque hay una justicia injusta que va tras él por tierra, mar y aire (Zoido dixit), pero, además, en otros metafóricos. También tiene el aliento en su nuca de la propia leyenda que se ha forjado, impeliéndole a ser el héroe que seguramente nunca sospechó que sería. Y para empeorar la situación, termina de acorralarlo el mismo peso de sus actos. Era cuestión de tiempo, y no de mucho, que llegara al final de la escapada.

Diría que la conciencia —¿o consciencia?— de todo eso es lo que le llevó a escribir los ya celebérrimos mensajes a su (descuidado) amigo Comín. Tal y como se disculpó, un humano momento de debilidad de alguien sometido a enorme presión, pero de igual modo, un arranque de lucidez y de sinceridad. Si no pusimos pegas a la difusión del “Luis, sé fuerte” de Rajoy ni al “Compi-yogui” de Letizia Ortiz, no cabe desviar el debate para evitar lo sustancial del episodio. En cuatro palabras: “Esto se ha terminado”.

Investidura o así

Venga, va. Marchando el enésimo día histórico para Catalunya. Esta vez se trata de la investidura del President que ha de comandar la nueva etapa. No les digo de qué porque hasta eso ha quedado en difusa nebulosa. Y ahí tenemos ya una pista sobre quién maneja esta barca. Como todas las anteriores jornadas para la posteridad que se han dado desde el 27 de octubre de 2017, el ritmo y las normas de juego las marca el Estado español. Comprendo la jodienda que implica recordarlo, pero es que lo contrario nos llevaría al autoengaño.

Allá quien quiera timarse a sí mismo en el solitario. Lo contante y sonante es que, cuando de acuerdo a aquella hoja de ruta que se nos dijo estaba grabada en mármol y meditada al milímetro, deberíamos haber cumplido el primer trimestre de independencia, sigue habiendo un gobierno intervenido. Con menos capacidad de decisión que el de Murcia, para expresarlo de un modo claro y, supongo, doloroso.

Más allá de la épica, cada capítulo que ha sucedido desde la promulgación del 155 hasta hoy mismo ha respondido a la voluntad de Madrid. Eso incluye las elecciones del 21 de diciembre, los encarcelamientos y las libertades condicionales, las mil actuaciones judiciales, las expatriaciones, y lo que de momento es lo último, esta investidura que puede acabar no siendo tal cosa. Por de pronto, varios consellers desplazados han tenido que renunciar a su acta, conscientes de que caminan por el lado más débil de la cuerda. Recuerdo las palabras de Girauta: “Se aplicará el 155 las veces que haga falta, hasta que tengamos el Gobierno que sea el que nos merecemos los catalanes”. Pues eso.

El Lute de Girona

Desde hace unos días, no deja de venirme a la cabeza la imagen en sepia de Eleuterio Sánchez con el brazo en cabestrillo flanqueado por dos números de la Guardia Civil que miran a la cámara con indisimulado orgullo. Algo me dice que en los sueños húmedos de los aparatejos del Estado hay una versión de esa foto en la que la cara del quinqui más célebre del franquismo es la de Carles Puigdemont. Viendo los lisérgicos planes para echarle el guante, queda claro que el President expatriado es el Lute del gobierno de Eme Punto Rajoy.

Revisión de maleteros en la raya administrativa con Francia —¡joder con el espacio Schengen!—, control de puertos y aeropuertos, peinado del sistema de alcantarillado en las inmediaciones del Parlament, y para que el estrambote sea completo, vigilancia del espacio aéreo por si al taimado escapista le diera por llegarse en un ultraligero y saltar en paracaídas sobre la cámara. Palabra que eso último se lo escuché primero como guasa a mi compañero Txema Gutiérrez y, poco después, como sesuda y no descartable hipótesis en una tertulia matutina hispana. Moncloa pulveriza cada minuto que pasa sus propios récords de ridículo espantoso.

¿No hay nadie en el entorno del nido del charrán que maneje los rudimentos de comunicación mínimos como para hacer comprender que esta actuación patética redunda en beneficio de su antagonista? Patochada a patochada, incluyendo la euroorden de quita y pon y el auto conspiranoico del aspirante a superjuez Llarena, están convirtiendo en leyenda a alguien que llegó al escenario público en calidad de interino que pasaba por allí. Luego se quejarán.

Llarena for president

Como faltaban astros en el firmamento judicial, acaba de irrumpir la supernova con toga que atiende por Juan Pablo Llarena. Apenas anteayer todavía nos liábamos con su apellido y escribíamos de oído Llanera o Llaneras. Pero ya no hay lugar a confusión, a fuerza de verlo en quintales de titulares, cada vez más psicodélicos. Y fíjense que la primera leyenda que lo acompañaba era la de tipo prudente y razonable a carta cabal, en contraste con la legionaria ideologizada Carmen Lamela, condición que pareció confirmar mandando a casa a Carme Forcadell.

Ya ahí debimos ver que tal puntada no carecía de hilo. Libraba de la cárcel a la anterior presidenta del Parlament, no por bonhomía o espíritu de ecuanimidad, sino al precio de pasar a tercera fila de la política. Conquistada esa playa, repitió la jugada —corregida y aumentada— cuando en una imitación de andar por casa de su colega Salomón, excarceló a unos consellers y dejó entre rejas a Junqueras.

Solo era la preparación para su gran pirueta judiciosa, de momento, la más reciente. Es puro encaje de bolillos, atiendan: desoye la petición de la Fiscalía de ordenar detener a Puigdemont en Dinamarca bajo el argumento de que es el president expatriado quien busca ser detenido. ¿Para qué? Pues para ser enviado a prisión y, de ese modo, tener derecho a delegar el voto y, sobre todo, a ser elegible de nuevo como cabeza de la Generalitat. Y todo eso se lo guisa y se lo come solo el Juan Palomo de la Judicatura hispana, que aun tiene el desparpajo de dejar por escrito en el correspondiente auto que —poco más o menos— ha parado un golpe a la nación española.

¿Todo sigue igual?

Tirando del clásico manido, la ciudadanía catalana ha hablado. Otra cosa es que vayamos a ponernos de acuerdo sobre lo que ha dicho. Por lo que voy viendo en los apenas minutos que han pasado desde que el escrutinio ha quedado visto para sentencia, casi todos pueden cantar su trocito de victoria. El que más, claro, Carles Puigdemont, a quien ya nadie podrá discutirle que es el líder del independentismo. Será difícil toserle, aunque tampoco está muy claro cuál es su futuro. ¿La cárcel? Con el batacazo que se ha pegado el PP, Rajoy le tendrá más ganas que antes.

En cuanto a Esquerra, para declararse ganador, deberá contarse en bloque. Es verdad que los soberanistas vuelven a ser mayoría absoluta. Pero con menos votos, y de nuevo dependiendo de una capitidisminuida CUP, que va a hacer valer sus cuatro escaños como si fueran oro.

Al otro lado, el constitucionalismo encabezado sin la menor duda por Inés Arrimadas dará por cautivo y desarmado al Procés. Lo que no podrá será hacer efectiva su victoria numérica. El éxito no le dará para ser presidenta. De los Comunes y el PSC, poco que decir. Poco pintaban y menos parece que van a pintar. No están los tiempos para los grises. O para las medias tintas, no sé bien.

¿Estamos donde estábamos el 27 de septiembre de 2015? La tentación es pensar que sí, pero luego uno se consuela pensando que no nos bañamos dos veces en el mismo río y que la experiencia es un grado. Muy pronto vamos a saber si se ha aprendido algo por el camino o si estamos condenados al día de la marmota en un bucle infinito. ¿Reservo hotel para dentro de seis meses? Más de uno me lo recomienda.

Nuestro amigo nazi

Una ignota eurodiputada del PP que atiende por Pilar Ayuso ha conseguido su gramito de fama gracias a un tuit en el que tilda de neofascista y amigo de Puigdemont al ministro belga de Interior, Jan Jambon. La culiparlante bienpagada sigue la misma estela de mala baba que había dejado su jefe de filas, el dinosaurio aparcado en Bruselas y Estrasburgo, Esteban González Pons, que ya había calificado al sujeto como xenófobo y alguna lindeza más. Tiene su gracia, es verdad, que salgan por esa petenera dos individuos que pertenecen a un partido fundado por un ministro franquista que se fue a la tumba sin arrepentir ni una migaja. Por no hablar, claro, de las mil y una ocasiones en que últimamente hemos visto a conmilitones de los susodichos rindiendo homenaje a conspicuos figurones de la dictadura. O, simplemente, justificando sus tropelías.

Anotada la paradoja, habrá que dar el siguiente paso, ese en el que ya no quedamos tan bien retratados. Ocurre que González Pons y la tal Ayuso no mienten. Por muy ministro del Interior belga y, ¡ay!, muy amigo de Puigdemont que sea, Jan Jambon es un fascista sin matices. Hace año y medio, en su nefasta gestión de los atentados de Bruselas, escupió que sus autores eran unos cobardes que se escondían “como los judíos durante la ocupación nazi”. Sobre ese tiempo terrible, ha dicho en más de una ocasión que los colaboracionistas tuvieron muy buenas razones para actuar así. Nada extraño, cuando ha participado en actos en recuerdo de los SS de la legión Flandern o en otros de similar catadura.

Lo tremendo es que haya quien lo disculpe porque “apoya nuestra causa”. Yo no.