Chaleteros

Confieso que he estado mordiéndome las teclas hasta ahora. Estas, digo, las de la columna, porque en ese desfogadero llamado Twitter ya he soltado un par de cargas de profundidad sobre el folletón del chalé que se han agenciado en Galapagar los que juraban —o sea, perjuraban— que nunca vivirían, vaya por Marx, en un chalé. No tenía la intención de pasar de ahí, pero la espiral de circunstancias y declaraciones psicotrópicas en que ha derivado el asunto me impide mantener por más tiempo la abstinencia.

También es verdad que no sé decirles qué es lo que más me desconcierta, cabrea o aluciflipa de todo el episodio. Quizá, que los superiormente morales nos riñan porque se supone que esta es una cuestión menor que no incumbe más que a los propietarios del casuplón. ¡Nos ha jodido el 50 aniversario de mayo del 68 con las flores! Menuda puñetera manía de dictarnos lo que es noticia y lo que deja de serlo. Si tan chorrada es, no se entiende que los émulos (ex)vallecanos de Juan Domingo y Eva Perón hayan montado un plebiscito para que su disciplinada grey avale sus querencias burguesotas. Qué bochorno, a todo esto, la sumisión perruna exhibida por los que saben que el que se mueve no sale en la foto. ¡Con lo feroces que son cuando los que incurren en fuera de juego son otros! ¿Será aplicable aquí lo de no morder la mano que te da comer que tanto les gusta balbucear a los monopolizadores de la dignidad planetaria?

Por lo demás, menuda guasa que dos de los seres tenidos por la hostia en verso de la politología no fueran capaces de oler la zapatiesta que se montaría por dar rienda suelta a sus caprichos.

Vergonzosos hipócritas

Menudos días llevamos los campeones siderales de la pulcritud ideológica. Los fascistas son malos… salvo que apoyen nuestra causa. Los expolios tienen justificación (o incluso se vuelven del revés) si los cometen los del bando en que militamos. Y, dejando para mejor ocasión los asesinos que lo son menos cuando dan matarile a tipos con tirantes rojigualdos, anoto los insultos brutalmente machirulos y/o homófobos que se convierten en sana libertad de expresión al ser vomitados por individuos con los carnés adecuados en regla. O, visto desde el otro lado, los que se vierten contra los malos oficiales.

Les hablo, por si no han caído, del intelectual del recopón que tildó a Miquel Iceta de “ser repugnante con los esfínteres dilatados” y del cómico de corps que ha llamado “mala puta” a Inés Arrimadas. En el primer caso, por lo menos, el autor del exceso salió horas después a pedir disculpas. El otro, sin embargo, tiene el cuajo de proclamar que su babosada iba por una Inés que no necesariamente era la candidata de Ciudadanos. Incluso aceptando la mendrugada exculpatoria, aún seguiría quedando el insulto “mala puta” como materia para el retrato.

Se echa en falta (o sea, se echaría si no les conociéramos lo suficiente) a toda esa ralea moralmente superior con ojo de lince y oído de tísico para el menor atisbo de heteropatriarcalidad. ¿Acaso no hay motivos contantes y sonantes para lanzarse a degüello contra este par de casposos de tomo y lomo que utilizan como ofensa lo que en similares circunstancias habría servido —y justamente— para una feroz diatriba? La pregunta, vergonzosos hipócritas, es retórica.

Los pactos, según

Es gracioso. Nos pasamos la vida cantando aleluyas a los pactos entre diferentes, y cuando se producen, sacamos el máuser dialéctico y montamos la de San Quintín. Con balas de fogueo, todo sea dicho, porque no nos chupamos el dedo y también tenemos claro que muy buena parte de la política se desarrolla como representación teatral. Es decir, se exagera la nota que es un primor.

Así, los desmesurados tenores y sopranos de la oposición fuerzan la garganta para denunciar con gran acompañamiento de aspavientos el tremebundo atropello que supone que el PNV haya alcanzado un acuerdo presupuestario con el PP en la CAV y que esté a punto de cerrar otro en Madrid. Las mentes calenturientas —no hay quien no las haga que no las imagine— se han liado a propagar historietas para la antología de la conspiranoia sobre no sé qué componendas firmadas en el averno con los demonios del Ibex 35 ejerciendo de maestros de ceremonias. La supuesta alianza de las fuerzas del mal popular-empresarial-jeltzale tendría como objetivo sacar los higadillos al sufrido pueblo llano. Sufrido y, por lo visto, cenutrio, puesto que cuando se le pone en tesitura de votar, no solo no reduce sino que amplía el respaldo a sus presuntos maltratadores. Raro, ¿no?

Ahora que no nos lee nadie, les confieso que no me hace especialmente feliz el acuerdo con los populares. Pero conozco las normas de este juego y no fingiré escándalo. Menos, cuando sé sin asomo de dudas que los dos partidos en proceso de rasgado ritual de vestiduras fueron a la mesa de negociación con condiciones intencionadamente inaceptables. Lo demás, ya les digo, espectáculo.

¿Qué se puede decir y qué no?

Se pierde uno en el proceloso mar de la libertad de expresión. Y no será porque de un tiempo a esta parte no llevemos acumulados episodios que abundan en el asunto. Pero según el rato que toque, el chusquero de guardia o, sobre todo, la materia en que se hinque el teclado o se vierta la saliva, estamos ante un sanísimo ejercicio de la democracia o frente a la más abyecta e intolerable de las actitudes.

Tenemos así que desorinarse de risa sobre el asesinato de Miguel Ángel Blanco o el secuestro de Ortega Lara sea un comportamiento libre de cualquier reproche, incluso digno de aplauso, mientras que un autobús naranja con pitos y rajas fletado por unos fachas es una incitación al odio del recopón que debe ser prohibida de raíz. O viceversa, vuelvo a repetir, porque la martingala funciona exactamente al revés: los que reclaman el derecho a hacer chistes homófobos, xenófobos o vomitivamente misóginos luego reclaman pelotón de ejecución para unos tipos que sueltan cuatro mendrugadas sobre los españoles en un programa de ETB.

Les confieso que ni siquiera sé cuál es la vara buena. Me limito a rogar que nos quedemos con una que sirva para todo. Si hay barra libre, que lo sea igual para las mofas de las víctimas del terrorismo que para cualquiera otra de las demasías que he citado. Y si lo que procede es impedir que se difundan mensajes gratuitamente dañinos para este o aquel colectivo, digo lo mismo: trato idéntico para la chanza que pueda ofender a lo tirios y para la que vaya a escocer a los troyanos. Basta ya de la ley del embudo de los campeones mundiales de la superioridad moral. No parece tan difícil.

Vargas Llosa… también

Caramba, carambita, carambirulí. ¿Me dicen en serio que el superlativo bipatriota y expendedor de lecciones de moralidad a granel, Mario Vargas Llosa, también tenía su bisnes en el chiringuito del tal Fonseca? ¿De verdad que el campeón estratosférico de la dignidad, el tipo que nos canta las mañanas por insolidarios y egoístas a los pérfidos rojoseparatistas periféricos, se había buscado el modo de no contribuir a las dos grandes naciones de las que se ufana de ser hijo? Eso dicen los entretenidísimos papeles de Panamá. Hay constancia de que el Inca Garcilaso redivivo —así le escuché un día que se sentía— era titular, junto a su hoy abandonada santa, de una de las toneladas de sociedades de color marrón oscuro que gestionaba el famoso bufete de guante blanco. En concreto, una que operaba en las Islas Vírgenes británicas, paraíso en los sentidos literal y fiscal de la palabra.

Menos mal que como es un caballero español y peruano, habrá salido a reconocerlo gallardamente y a apechugar con las consecuencias, que en realidad son ninguna, ¿no? Más bien no. Lo que ha venido a decir el crepuscular descubridor del molinillo filipino es que el perro le comió los deberes. Y ni siquiera con su incomparable prosa, que para eso paga a unos propios. Ha sido su agencia la que ha salido a contar que no más fue la puntita y, además, por culpa ajena. “Solamente puede atribuirse a que algún asesor de inversiones o intermediario, sin el consentimiento de los señores Vargas Llosa, reservó esta sociedad para la realización de alguna inversión que se estaba estudiando”, zanja la nota supuestamente aclaratoria. Pues vaya.

Laicismo pero menos

Desde el viernes por la noche echo en falta a los adalides del laicismo. ¿Dónde diablos [perdón] andan esos y esas que encuentran en la religión el origen de todos los males, y me llevo una? Dejen, no contesten. Es solo una pregunta retórica, que además, contiene un error de enunciado. Porque no es la religión, sino una religión muy concreta, ya saben ustedes cuál. En el fondo, son en sí mismos el ateo del chiste que sostenía que no creía ni en Dios, que es el único y verdadero.

¿Se imaginan el calibre de las diatribas, el grosor de los cagüentales, si la matanza de París hubiera sido en nombre de la cruz? Menudo festín citando —y no seré yo quien diga que sin base — los miles de apuntes de la Biblia que hieden a odio y venganza o los incontables momentos históricos, algunos muy recientes, en que los llamados textos sagrados del catolicismo han servido de coartada para masacres e injusticias de todo tipo. Sin embargo, ante el Islam, cuyos libros —y no digamos ya la mayor parte de sus exégesis— contienen, como poco, las mismas mendrugadas sembradoras de cizaña, silencio sepulcral. Y eso, en el mejor de los casos, porque es aun más frecuente que los mismos que ven a Torquemada incluso en alguien tan razonable como el Papa Francisco, anden vendiendo que el Corán es lo más de lo más en igualdad y convivencia. Cómo será la cosa, que a pesar de lo clarito que hablan los asesinos en la reivindicación de la carnicería, hay una porción de la intelectualidá que está propalando la especie de que detrás de los 132 muertos y 300 heridos no está una visión religiosa sino la violencia masculina. Tal cual.

Dobles varas

No, la columna de ayer no pretendía ser una encendida soflama sobre la igualdad. Cuando a los hombres nos da por elevar la nota del discurso de género, además de rayar en lo patético, acabamos practicando uno de los machismos más repugnantes que se me ocurren: el paternalismo. Francamente, si yo fuera mujer, creo que me repatearía el hígado que un tío viniera a darme un par de palmaditas comprensivas en la chepa mientras me susurra lo muchísimo que simpatiza con mi causa. Y ya que estamos, tengo la convicción de que tampoco me haría demasiada gracia que me reservaran por decreto un número equis de plazas donde fuera, de tal modo que si llegara a ocupar una, nunca sabría si la he obtenido por mis méritos o me ha tocado en mi calidad de cuota monda y lironda. Otra cosa es que a nadie le amargue un dulce o le venga mal una ventaja, pero entonces no lo vistamos de justicia social. Paridad obligatoria, listas-cremallera o discriminación positiva me parecen, en el mejor de los casos, buenas intenciones de esas que alicatan hasta el techo el infierno.

Pero ya digo que no iba de eso (o no específicamente) lo que escribí hace 24 horas. Ni siquiera de Grecia, Tsipras o Syriza, aunque el punto de partida estuviera en el gobierno con pleno de pitilines que ya ha empezado a tomar medidas —varias, de ovación cerrada, por cierto— en tierras helenas. El quid estaba, o mi propósito fue ponerlo ahí, en el deprimente relativismo moral, en la puñetera e hipócrita doble vara de medir que conduce a deplorar o justificar el mismísimo fenómeno en función de las simpatías que se dispensen hacia sus protagonistas.