Cada vez resulta más duro predicar en el desierto, pero alguien tiene que hacerlo. Me consta, de entrada, que el común de mis convecinos no tiene ni pajolera idea de lo que es Gogora, es decir, el Instituto Vasco de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos, con todas esas mayúsculas iniciales que, por desgracia, no se corresponden con la importancia que en la calle se le otorga a cada uno de los conceptos. Pronto conmemoraremos a todo a trapo los diez años del comunicado en que ETA anunció con su inveterada querencia por los eufemismos el “cese definitivo de su actividad armada” y haremos como que no vemos que al personal se la trae al pairo todo lo relacionado con un tiempo que da por amortizado. Esa pachorra general es el nutriente básico de quienes no solo no están dispuestos a dar pasos adelante sino que los dan hacia atrás.
Lo estamos viendo, en su versión más hiriente, en el modo en que el despiadado ejecutor de 39 asesinatos se ha convertido en bandera de la defensa de los Derechos Humanos. Y en una versión a escala, lo hemos vuelto a ver en el voto en contra de EH Bildu al plan de actuación de Gogora. Para que se hagan una idea del alcance de ese posicionamiento, sepan que el PP, que también está en el consejo de dirección del instituto, solo llegó a abstenerse. La coalición soberanista se quedó sola, pues, frente al resto de las formaciones políticas (excluida Vox), representantes de las Diputaciones y Eudel y tres personas fuera de toda duda como los hijos de víctimas de ETA María Jauregi y Josu Elespe y el forense Paco Etxeberria. Y luego, que si los relatos inclusivos. Hay que joderse.