Está entretenida la tragicomedieta política hispanistaní con todo quisque poniéndose mutuamente de golpista y llevándose una. Me consta que los más milindris y cierta parte de los rasgadores de vestiduras para la galería andan preocupadísimos atribuyendo esta competición de idiocia a no sé qué crispación que crece en espiral y hasta advierten del peligro de acabar en el abismo, en el punto de no retorno o, qué sé yo, en la exageración que les salga en el momento. A buenas horas vamos a perder el sueño por una práctica, la del insulto de fogueo, tan vieja como el ejercicio del parlamentarismo. Iba a escribir que es dialéctica pura y dura, pero ojalá se tratara de una disciplina tan elevada. Con verborrea cochinera va que chuta.
Otra cosa es que el uso de la palabra golpista como ariete contra el rival resulte de lo más reveladora sobre quien la utiliza para tales menesteres. Más allá de la trivialización del concepto que señaló Aitor Esteban, el perrenque con el término —en fino, su uso y su abuso— opera como retrato preciso de quienes lo escupen una y otra vez. Como no somos nuevos, si de alguien esperamos que apoye un verdadero golpe de estado, con su camista azul y su canesú salvador de la patria en peligro, es del ladrador en sepia Pablo Casado. O, claro, de su guardia de palmeros, empezando por el archiconocido en estos lares Javier Maroto, autor de una frase que es toda una declaración de intenciones. Dijo el nada añorado exalcalde de Gasteiz que los golpes de estado “desgraciadamente, hoy en día, no se dan con tanques o sables como en el siglo pasado”. Desgraciadamente. No hay más preguntas, señoría.