Lo de ayer en el Congreso de los Diputados fue (volvió a ser) enternecedor. Como ya venía radiotelegrafiado, decayeron las enmiendas a la totalidad del proyecto de presupuestos de Sánchez para 2022. Fue gracias a la llamada “mayoría de la investidura” que a estas alturas ya deberíamos llamar sin más y sin menos “mayoría que sostiene al gobierno de coalición”. Y que seguirá sosteniéndolo porque cuando hay que elegir entre susto o muerte, lo juicioso es decantarse por lo primero. A casi nadie se le escapa que si se cae el chiringo de coalición, hay algo más que serias posibilidades de que sea sustituido por otro liderado por el PP con el apoyo de Vox, da igual desde dentro que desde fuera. Por muy encabronado que esté Abascal con el palentino de los másteres de pega, tiene dicho cien veces que si se presenta la ocasión de expulsar a los socialcomunistas, como a él le gusta llamarlos, se pondría al lado de España. Ya imaginan lo que eso significa, ¿verdad?
Ese es el terreno de juego de la política hispanistaní actual. Por ello, da igual lo serios que aparenten ponerse PNV, EH Bildu y ERC. Las advertencias de no sabe usted con quién está pactando son seguramente comprensibles en la lógica actual, es decir, en la necesidad de escenificar, pero difícilmente trasladables a la práctica. Las amenazas de romper la baraja no son creíbles, incluso aunque vayan acompañadas de aspavientos. Lo tremendo es que el beneficiario de tal situación, el durmiente en Moncloa, no es un dechado de lealtad ni de cumplimiento de promesas. Hasta que se demuestre lo contrario, solo es el mal menor. Y hay que apechugar con él.