De entre todos los días de que ensombrecen mi ya de por sí oscuro ánimo, el de la libertad de prensa figura entre los más letales. Cada año es peor, supongo que en buena parte, por culpa de Twitter, que desde el punto de la mañana me tritura el alma a base de consignillas de cinco duros no pocas veces aventadas por auténticos canallas. Pongan esa última palabra en femenino singular y tendrán una de las formas más extendidas de referirse al gremio: la canalla. Aunque parezca ofensivo, el tiempo y la piel de rinoceronte de los aludidos han convertido el término en chiste simpático, y así nos llamamos a nosotros mismos entre risas, porque dijera lo que dijera el difunto Kapuściński, son los cínicos los que mejor se adaptan a este oficio, y él mismo fue un ejemplo perfecto.
Por lo demás, esa denominación a medio camino entra la chanza y el insulto no es mucho más inapropiada que la oficial y canónica, es decir, periodistas a palo seco. Si reparan en el vocablo, verán que nombra realidades distintas y hasta contradictorias entre sí. Se le dice periodista exactamente igual a quien se juega el pellejo por lo que escribe o cuenta que al que hace guardia junto a la puerta de la finca del famosete de turno para colocarle la alcachofa en el morramen. Entre uno y otro extremos, el resto de los grises —tómenlo por donde quieran— que componemos la manada, incluyendo una larga nómina cuya mayor cuita en esta vida es si les van a dar las vacaciones en las fechas que han pedido. ¿Nos atañe del mismo modo a todos la tal libertad de prensa a la que se hacían odas ayer? Estoy por jurar que no, pero mejor me callo.