La canalla

De entre todos los días de que ensombrecen mi ya de por sí oscuro ánimo, el de la libertad de prensa figura entre los más letales. Cada año es peor, supongo que en buena parte, por culpa de Twitter, que desde el punto de la mañana me tritura el alma a base de consignillas de cinco duros no pocas veces aventadas por auténticos canallas. Pongan esa última palabra en femenino singular y tendrán una de las formas más extendidas de referirse al gremio: la canalla. Aunque parezca ofensivo, el tiempo y la piel de rinoceronte de los aludidos han convertido el término en chiste simpático, y así nos llamamos a nosotros mismos entre risas, porque dijera lo que dijera el difunto Kapuściński, son los cínicos los que mejor se adaptan a este oficio, y él mismo fue un ejemplo perfecto.

Por lo demás, esa denominación a medio camino entra la chanza y el insulto no es mucho más inapropiada que la oficial y canónica, es decir, periodistas a palo seco. Si reparan en el vocablo, verán que nombra realidades distintas y hasta contradictorias entre sí. Se le dice periodista exactamente igual a quien se juega el pellejo por lo que escribe o cuenta que al que hace guardia junto a la puerta de la finca del famosete de turno para colocarle la alcachofa en el morramen. Entre uno y otro extremos, el resto de los grises —tómenlo por donde quieran— que componemos la manada, incluyendo una larga nómina cuya mayor cuita en esta vida es si les van a dar las vacaciones en las fechas que han pedido. ¿Nos atañe del mismo modo a todos la tal libertad de prensa a la que se hacían odas ayer? Estoy por jurar que no, pero mejor me callo.

Aprovechar la tragedia

Si la muerte en general resulta un caramelo para los discursos políticos y los titulares, la de una niña en particular constituye una tentación irresistible. Que le vayan dando a la prudencia, a la mesura, y por descontando, a la deontología. Así de asqueroso y así de hediondo, pero los que se andan con remilgos no prosperan demasiado ni en mi oficio ni en el escalafón de los partidos. Además, siempre puede uno refugiarse en la decreciente exigencia de la clientela respecto a la verdad.

Una tragedia monda y lironda vende por sí sola, pero a poco que se condimente al gusto de los comensales, el éxito está asegurado. En el caso de la pequeña de Trebiño, los ingredientes parecían estar dispuestos adrede. A la desgracia se sumaba el contexto. O tal vez, viceversa. Los muchos datos que faltaban —y siguen faltando a esta hora—, incluidos los decisivos, eran perfectamente sustituibles por especulaciones a la medida de las obsesiones. Total, nadie los iba a echar en falta. Al contrario, quien tuviera la osadía de apelar a la cautela de la que hablaron en la facultad aquella mañana en que también estábamos jugando al mus en el bar pasaría por connivente, morroi, o en la mejor de las versiones, pinchaglobos. Qué puta manía, dirían, de atenerse a los hechos, cuando es tan fácil y cómodo moldearlos a beneficio de obra.

Me sumo, cómo no hacerlo siendo humano, a los que claman que la muerte de Anne no debería haber ocurrido. Sin embargo, no estoy en condiciones de asegurar que podría haberse evitado y menos, de señalar a ciencia cierta a sus hipotéticos responsables. No hasta conocer todos los detalles.

Mi gurú me tima

Pido perdón por llegar al humo de las velas y cuando probablemente ya se ha dicho todo sobre el falso documental —o lo que fuera— con que Jordi Évole hizo morder el polvo a millones de espectadores el pasado domingo. Soy incapaz de resistirme a meter la cuchara en tan suculenta e ilustrativa polémica. Creo que es justo anotar de saque que el solo hecho de que el programa haya levantado semejante polvareda es la prueba irrefutable de su éxito, incluso más allá de la espectacular audiencia que cosechó. Habrá que dar tiempo al tiempo, pero no me extrañaría que dentro de equis se recuerde Operación Palace como hoy evocamos La cabina de Mercero o algunos capítulos de ¿Es usted el asesino? de Ibáñez Menta. Y será cosa de comprobar también cuántas de las trolas sobre el 23-F que se colaron en el espacio se dan por buenas.

Sostienen los enfurruñados críticos que es precisamente ahí, en la difusión de falacias que un día pueden ser tenidas por verdades, donde reside lo intolerable de la emisión de la crónica fulera del Tejerazo. Se comprende la prevención, pero me parecen mucho más graves las fantasías animadas de las versiones oficiales, que ni siquiera incluían un epílogo aclarando que todo era bola. ¿Qué más da que se líe un poco más la madeja?

No es la discusión ética la que más me interesa en este caso. Lo que le aplaudo a Évole, del que no soy fan ni de lejos, es que haya demostrado a sus propios parroquianos lo relativamente fácil que es que se la metan doblada. Sobre todo, si están dispuestos a creerse cualquier cosa que les plante ante los ojos su gurú catódico. Diría que esa es la lección.

Brocha gorda

Viene de perlas tener un ministro de interior mentiroso e inhumano como ha vuelto a demostrar ser el ínclito Fernández. Sus fácilmente desmontables trolas y su asquerosa falta de sensibilidad respecto a la tragedia de Ceuta —“perdón, técnicamente fue en Marruecos”, llegó a decir— es la coartada perfecta para que un tremendo problema se convierta en pimpampum de chicha y nabo. ¿Nos remangamos, tomamos aire y vamos a la cuestión de fondo? No sea usted iluso ni tocapelotas, columnero. Y avisado queda de que como vuelva a llamar tragedia al vil asesinato fascista de quince desgraciados, le pintamos una F de facha en la frente y le ponemos mirando a Cuenca. Disfrute del momento, cándido plumilla, y súmese al pelotón de acollejamiento, que aparte de ser divertido, se saca una pasta, McLuhan bendiga las tertulias; las que pagan bien, no como la que conduce usted en la radio, menuda birria y menuda ruina.

Llevo días mordiéndome los dedos para evitar una descarga de bilis como la precedente. El remedio ha sido peor que la enfermedad porque el sulfuro se me ha disparado más allá de lo recomendable para escribir y me sale el tono desabrido del que pretendía huir en esta cuestión. Pero como no soy de mármol, soy incapaz de evitar el cabreo ante quienes se tiran en plancha a lo mollar del asunto y evitan las espinas. Que sí, que hace falta ser desalmado para no denunciar ese macabro tiro al negro que perpetró la guardia civil en El Tarajal. Sin embargo, quedarse ahí y únicamente ahí es apuntarse a la ley del embudo. También hay que preguntarse cómo evitar que vuelva a ocurrir. Eso, como diría Rajoy, ya tal.

Lo que hay que hacer

Me reprochan que mi columna de ayer terminaba en un callejón sin salida porque, después de haber descrito un panorama desolador, no señalaba lo que tenía que hacer cada cual para romper el bloqueo. Obviamente, tengo algo parecido a una opinión al respecto, pero aparte de que no deja de ser más que eso, una opinión monda y lironda, no me siento en condiciones de decirle a nadie cómo debe obrar. Fíjense que reconozco haberlo hecho anteriormente y no puedo prometer que no vuelva a hacerlo en el futuro, pues la tentación moralizadora y la ilusión de sentirse en posesión de la verdad siempre están ahí. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, ando tocado de una suerte de pudor que me impide ejercer de cátedro… o tal vez, vender a los demás los consejos que no tengo para mi.

Invitaría humildemente —ya ven que no utilizo la clásica forma imperativa— a partidos, instituciones, colegas del gremio pontificador, agentes varios y particulares en general a explorar esta vía, que básicamente consiste en prestar más atención a la viga en el ojo propio que a la paja en el ajeno. Intuyo que ganaríamos bastante (como poco, evitaríamos un puñado de situaciones ridículas) si fuéramos renunciando a poner deberes a los demás y resolviendo los afanes de nuestra incumbencia. ¿Alguien más que yo ha notado que la política es una espiral de emplazamientos cruzados sin fin? Los representantes de la cosa pública se pasan la vida instándose recípocramente a hacer esto o lo de más allá. Por supuesto, en la inmensa mayoría de las ocasiones, las exigencias son de cumplimiento imposible, aspecto del que son plenamente conscientes los que las formulan. ¿Por qué, entonces, ese empeño en reclamar al otro lo que se sabe que no está en condiciones o en disposición de satisfacer? Diría que por comodidad o, más triste, porque ese modo de actuar se ha revelado eficaz… para cualquier cosa que no sea resolver problemas.

Lo que no pasó

Los tres miembros de la familia de Alcalá de Guadaira no murieron por comer alimentos en mal estado procedentes de un contenedor de basura. Fue por efecto de un agente tóxico sin identificar, en cualquier caso, ajeno a la última cena de las víctimas, que para más señas, había sido cocinada con ingredientes adquiridos en un mercado. Si tuvieran capacidad para el sofoco, algunos denunciatodo de pitiminí deberían haber entrado en ebullición. ¡Menudas soflamas justicieras se largaron con la truculenta historia que ahora ha resultado no responder a la verdad! ¿La verdad? Ah, sí, esa que no debe jorobar los buenos titulares, según dicen los cínicos de este oficio, que por lo visto empiezan a ser mayoría. Luego tienen las santas pelotas de cantarnos las mañanas con la chorripijez esa del #Periodigno.

Pues no crean que se han dado por aludidos los santones. Ahora la culpa es del primer teletipo, que daba a entender el novelón de Dickens que corrió como la pólvora y provocó la consiguiente torrentera de bilis del quince. Supongo que habré soñado que uno de los principios básicos del curro de cuentacosas consiste en contrastar las informaciones. Ya no digo en tres fuentes, como hicieron Woodward y Bernstein con el Watergate, pero qué menos un par de llamaditas de confirmación antes de echarse al monte, ¿no? Pues, efectivamente, no; primero se dispara y luego se pregunta. O ni eso, porque en cuanto ha llegado el desmentido, la primera providencia ha sido ponerse de perfil y la segunda, que ya la veo venir, defenderse atacando. Va un café a que en las redes sociales me va a salir más de un comentarista a esta misma columna a escupirme que lo que no pasó pudo haber pasado.

Y yo, si tengo moral, contestaré que sí, que por desgracia, es muy verosímil que una familia se vaya al otro barrio por ingerir ponzoña apañada en la basura. Pero que si no ha ocurrido, no hay por qué contarlo como no fue.

Otra de tantas (2)

Vaya, al final aparecieron las dichosas palabras del presidente de Sortu tal y como habían salido de su boca. Día y tres cuartos después del primer ciclo informativo, anótese eso también, porque aquí no hay nada inocente. Es muy viejo lo de darle hilo a la cometa, que en este caso es dejar que crezca el ruido cuando tienes con qué detenerlo. Pero bueno, al grano: ¿Da para ilegalización al amanecer lo que dijo Hasier Arraiz? Hombre, fíate y no corras de cómo las gastan las fiscalías por estos pagos, pero por mucho que les pese a urquijos, covites, auvetés, maneiros (Sémper, tu quoque?) y demás postulantes de la tarjeta roja directa, no parece que los cuatro minutos de rajada contengan la excusa buscada. Desde luego, ni por el forro llegó a decir algo remotamente parecido a la barbaridad que entrecomilló el diario de Pedrojota. Se podría hacer una tesis de Periodismo o de Psiquiatría sobre cómo alguien que escuchó lo que escuchó acabó titulando lo que tituló.

Así que no fue para tanto lo de Arraiz. Ahora que me lo he repasado dos veces, puedo decir que fue simplemente un discurso político endeble y, de acuerdo con mi (hiper) sensibilidad, decepcionante. Comprendo a quién estaba dirigido y sé que si en los cartelones de atrás en lugar del logotipo de Sortu, hubieran estado la galleta del PNV, la rosa del PSE y no digamos la gaviota del PP, el portavoz de turno habría arrimado igualmente el ascua a su sardina. No espero que ninguna formación vaya a hacer la famosa revisión crítica del pasado en abstracto, y menos ante la militancia. Sin embargo, a cualquiera de las siglas mencionadas y a las ausentes sí les pido que, por lo menos, los equilibrismos sean de fuste.

Un ejemplo, que no tengo espacio para más. Dijo Arraiz que los demás están emperrados en la política de retrovisor. O sea, la misma tesis de Alfonso Alonso para darle carpetazo al franquismo. ¿Queremos memoria o no? (Continuará)