Palabras grandilocuentes, golpes de pecho, concentraciones, fotos, lazos, hashtags, ramos de flores, reuniones solemnes, gestos adustos, firmezas ensayadas, compromisos rimbombantes, llamamientos a la unidad. ¿A la qué? Cuento hasta cien. Borro las palabras descarnadas que me había dictado el estómago. Cambio esas expresiones por una pregunta que me urge: ¿De verdad van a aprovechar electoralmente la matanza de París y, con ella, eso que llamamos de forma tan difusa como impotente Amenaza yihadista?
Qué estupidez, faltaría más. Votos son votos. La sangre siempre ha sido muy rentable. Lo hemos visto durante años. Sin vergüenza, sin rubor, a cara descubierta. ¿Cómo no hacerlo ahora que los muertos —de momento— parece que pillan una gotita más lejos? Y luego, que si los suelos éticos, que si el reconocimiento del daño causado, la autocrítica, la contrición, el flagelo público. Váyanse ustedes al guano, demócratas-de-toda-la-vida.
Vuelvo a contar otra vez hasta cien. Mejor doscientos. Respiro hondo. Reparo en que he empezado por el final. Toda esta diatriba, toda esta descarga, todo este cabreo infinito es porque en el Parlamento donde se supone que están mis representantes no ha habido bemoles a consensuar una puñetera declaración de condena de los ataques del otro día. Con ser tremendo eso, lo peor no es la imposibilidad de acordar el puñado de líneas de rigor, sino la infamante constatación de que PP y PSE tenían de saque la intención de provocar el disenso para luego correr a denunciar, como en los añorados viejos tiempos, supuestas tibiezas, cuando no complicidades, con la violencia. Qué asco.