Otra vez el euskera

Por más conocido que me resulte el fenómeno, no dejará de maravillarme el empeño obsesivo del PP vasco en avanzar retrocediendo. ¿Cómo va a creer nadie a Alfonso Alonso reclamando la moderación frente al casadocayetanismo que escora a su partido hasta los mismos confines de Vox o, a veces, dos palmos más a la derecha? Ni diez días después de lo que los más ingenuos tomaron como una declaración de intenciones, la sucursal genovesa en Vasconia ha vuelto a revelarse exactamente como tal acudiendo al Tribunal Superior de Justicia del País Vasco para denunciar la ilegalidad del decreto que regula el uso del castellano y el euskera en los ayuntamientos.

Así andamos a estas alturas del tercer milenio, haciendo de la lengua motivo de gresca y, sobre todo, teta de la que ordeñar algún que otro minuto en los medios, a ver si hay suerte y en la próxima cita con las urnas se detiene la sangría de votos. Para que la acción resulte más patética, ni siquiera es original. Los populares autonómicos —que no autónomos— chupan de nuevo rueda de Vox, que se adelantó en el recurso ante los primos togados de Zumosol.

Esto va, lisa y llanamente, de la competición por ver quién se sitúa más al fondo y, sobre todo, más a la derecha. Sería solo una ridiculez que no debería quitarnos un segundo si no fuera por el objeto que han escogido para medir sus crestas ultramontanas. Una vez más, han hecho presa en el euskera, al que pretenden convertir en instrumento de división a base de trolas tan zafias como la que ha desmontado el alcalde de Gasteiz. La buena noticia es que pinchan en hueso. La sociedad vasca ya no traga esos burdos cebos.

Donde quiere Vox

El gran éxito de ese peligroso cagarro llamado Vox es su capacidad para llevarnos del ronzal una y otra vez a presuntos debates que no son más que broncas de peseta. Y aun peor que eso es que las polémicas de plexiglás son, buena parte de las veces, sobre cuestiones que ya teníamos resueltas, como esta del Pin parental en la que andamos ahora. ¿O es que desde hace mucho tiempo no habíamos establecido que las madres y los padres tenemos derecho a impedir que obliguen a nuestros hijos a ser adoctrinados por un curita trabucaire contra, pongamos, las relaciones entre personas del mismo sexo? ¿Acaso no tenemos claro que no permitiríamos que los llevasen de excursión a un cuartel de la guardia civil o que les impusieran la lectura de Camino, de Escrivá de Balaguer, o Mi lucha?

Pues es para llorar tres ríos que, metidos en el barro por los abascálidos, los grandes ases de la progritud estén defendiendo exactamente lo contrario. Además, acompañando las argumentaciones con mendrugadas de altísimo octanaje, como la afirmación de que los hijos no son de los padres. Insisto: ¿aceptaríamos tal soplagaitez en los casos que he citado?

Pero no me gasto. Conozco a mis clásicos. Sé cuál es el comodín para estos casos: “¡Es que no es lo mismo!”. Claro, nuestros valores, sean los que sean, siempre son los buenos. Bajaré la testuz, pero no antes de lamentar que, por añadidura, en la cuestión de la que hablamos bastaría el sentido común. Es de cajón que hay materias del currículum escolar en las que los progenitores ni podemos ni debemos entrar. Sobre otras, sin embargo, creo que tenemos —a ver si les suena— derecho a decidir.

Iván y Pablo, qué risa

Verdaderamente, unas imágenes de lo más entrañables. Iván Espinosa de los Monteros y Pablo Iglesias intercambian chascarrillos y se descuajeringan vivos. Cierto, también se carcajea Inés Arrimadas, pero a los efectos de esta columna, permítanme que la obvie, como han hecho con el partido que medio dirige en funciones cuatro quintas partes de sus votantes. Lo que haya de comentable, denunciable o defendible —ustedes lo decidirán— está en el compadreo que exhiben, se diría que impúdicamente, el máximo dirigente de Podemos y el lugarteniente de Abascal. Sin olvidar, claro, el marco del posado-robado: los fastos por el 41 aniversario de la Intocable Constitución española en el mismo Congreso de los Diputados donde el partido liderado por el residente en Galapagar reclamaba a todo trapo un cordón sanitario sobre Vox.

Y sí, lo valiente no quita lo cortés. La de veces que nos habrá tocado en esta vida fingir jijí-jajás ante fulanos que nos dan cien patadas, bendita hipocresía social que nos evita, supongo, estar a hostia limpia todo el rato. Pero hasta ahí debe haber límites. Hay individuos frente a los que la única actitud decorosa que procede es la indiferencia; fíjense que ni siquiera digo la muestra abierta de desprecio. Más, si como ha sido el caso de Iglesias, se ha venido liderando la campaña de invectivas, cagüentales, sapos y culebras contra la formación del sujeto con el que luego se va a partir uno la caja en público. “¡Al fascismo se le combate!”, proclaman machaconamente las huestes moradas. Jamás se nos hubiera ocurrido pensar que la estrategia para derrotar al declarado enemigo fuera matarlo de risa.

Un cordón para Vox

Jamás me ha resultado simpática la expresión “cordón sanitario”. Para mi gusto seguramente mojigato, destila suficiencia por parte de quien la emplea y/o insta a ponerla en práctica. En definitiva, la idea que subyace es la de construir un lazareto para apestados de modo que no contagien a los que se tienen por lo más de lo más de la pureza, en este caso, ideológica. Y claro, si echamos mano de la hemeroteca, vemos que muy buena parte de las ocasiones en las que se ha llevado a cabo el tal cordón, en realidad se ha tratado de la marginación pura y dura del adversario político. Algo sabemos de la cuestión por estos lares.

¿Caben estas prevenciones cuando el sujeto propuesto para el aislamiento es Vox? Quizá hace unos meses —pongamos tras las elecciones de abril— hubiera contestado que era contraproducente llevar al córner a los abascálidos. Es posible que también hubiera encontrado reparos ante el hecho de que, en definitiva, esa formación debía su representación a los centenares de miles de personas que decidieron meter la papeleta con su nombre en una urna.

Sin embargo, menos de un mes después de lograr la condición de tercera fuerza política española —gracias, Pedro Sánchez—, hemos tenido sobradas muestras de a qué puntos de indignidad son capaces de llegar los tipejos y las tipejas con asiento en cualquier institución representativa. No hablamos de menudencias ni de cuestiones de matiz. Ni siquiera de profundas pero legítimas discrepancias. Lo que Vox ataca de manera sistemática, alevosa y continuada forma parte de los principios mínimos que cualquier persona honrada debería defender. Es urgente el cordón.

Vetar al vetador

Desde mis ya tres décadas en el oficio, contemplo con cara de póker la llantina tontorrona de algunos de mis compañeros porque Vox veta periodistas y medios a discreción. Entre la puñetera manía de creernos el ombligo del mundo, la tendencia al enfurruñamiento exhibicionista y la incapacidad para preguntarnos por qué ocurren las cosas, estamos dando pisto del bueno, del que engorda, a esos malotes que pretendemos denunciar. Oh, sí, queridos colegas que os rasgáis las vestiduras como no lo hacéis por otras mil y una injusticias que padecéis o de las que incluso sois cómplices: Abascal y sus secuaces no os prohíben entrar a sus actos porque os tengan manía. O no solo por eso, vamos. Buscan justo lo que han conseguido, a saber, multiplicar por ene la ya desproporcionada repercusión de sus regüeldos fachuzos.

Así va la vaina y muchos del gremio plumífero lo saben, pero se lo callan porque en este juego de pillos, los vetados saben que también aumentará su relieve y las entradas —los clics, se dice ahora— a sus cabeceras digitales. Esa, me temo, es la razón fundamental por la que no se opta por la solución más sencilla y, a la larga, eficaz, que es el veto al vetador. ¿Qué pasaría si la mayor parte de los medios que nos consideramos, en sentido amplio, progresistas dejamos de cubrir los actos públicos de los ultramontanos? Sería una medida muy higiénica.

Por lo demás, un saludo a los que, gritando tanto ahora, no tuvieron una palabra de reproche cuando no hace mucho se sacaba reporteros de las sedes a empujones o, en lo más personal, cuando el Gobierno de Patxi López vetaba a los profesionales del Grupo Noticias.

¿Qué pinta el PP?

Les hablaba ayer aquí mismo del dilema del soberanismo catalán, y particularmente de ERC, compelida a elegir entre lo malo y lo peor o, como poco, entre dos opciones escasamente gratas. No son los republicanos, sin embargo, los únicos que tras las elecciones del domingo se han encontrado en una encrucijada de difícil salida. Miren, por ejemplo, al otro lado del espectro ideológico, la papeleta que tiene el Partido Popular.

Es verdad que a primera vista los 89 escaños —contando ya el de la propina de los caprichosos restos de Bizkaia que voló del zurrón jeltzale— parecen un resultado razonablemente satisfactorio. Implican, desde luego, una mejoría significativa (aunque tampoco para echar cohetes) respecto a la bofetada de abril y, junto al desguace autoinfligido de Ciudadanos, le sitúan con nitidez al frente de la oposición. Y ahí se acaba lo positivo, que es todo meramente ornamental.

Si nos fijamos en lo que importa, tenemos ahora mismo una formación a la que los números no le dan para nada. De saque, no suma ni de lejos para ser alternativa, y tras el pacto del insomnio superado entre Sánchez e Iglesias, ni siquiera le queda amagar con la Gran Coalición, aunque fuera en la versión light que les describí en estas líneas. Claro que la cuita mayor para Pablo Casado es la que le viene —¡Quién se lo iba a decir!— por su diestra. En dos vueltas de tuerca electoral, Vox ha pasado de molesto pero llevadero golondrino a tumor con todas las de la ley. Está en juego la hegemonía de la derecha española. El PP debe decidir si luchar por ella distanciándose de los Abascálidos o compitiendo en tosquedad. Témanse lo peor.

Pánico a Vox

Cuando se anunció la repetición de las elecciones generales, muchos pensamos que lo único bueno de la vuelta a las urnas era el previsible trompazo de Ciudadanos y la bajada de humos de Vox. En lo primero, salvo sorpresa morrocotuda, parece que vamos a andar atinados; ojalá. Lo segundo, sin embargo, tiene toda la pinta de que no va a ser así. Aunque me cuesta creer —quizá es solo que no quiero hacerlo— que los neotrogloditas vayan a acercarse a la sesentena de escaños que les vaticinan algunas encuestas, no me sorprendería que tras el 10-N nos los encontremos como tercera fuerza en el Congreso de los Diputados. Bien es cierto que podemos aferrarnos al recuerdo del 28 de abril, cuando las predicciones fatídicas de hasta 40 asientos se quedaron en 24 reales, que siguen siendo un congo, pero asustan menos.

Ocurra lo que ocurra, merece la pena gastar unas neuronas discurriendo por qué los abascálidos han remontado lo que la intuición y la lógica señalaban. En el primer bote, habrá que mirar a quienes los han vuelto a poner en el centro de los focos porque necesitan un monstruo peludo que acongoje otra vez al personal hastiado y asqueado que barrunta pasar de acercarse al colegio electoral el domingo. Y si somos intelectualmente honrados, por repugnancia y miedo que nos provoquen los ultramontanos, habrá que reconocer que la parte de la campaña que no les regalan los demás la han ejecutado con gran habilidad. Sus mensajes son directos y eficaces. Lo inquietante es que esos lemas a quemarropa no han salido de un grupo de luminarias de la comunicación política. Se han tomado directamente de la calle. Ojo con eso.