El primer golpe de Estado en la historia de América

Retratos del mariscal Pedro de Garibay, izquierda, y del virrey José de Iturrigaray Aróstegui, derecha. (SABINO ARANA FUNDAZIOA)

Nuestro personaje, Gabriel Joaquín de Yermo y Bárcena, vino al mundo en Sodupe el 10 de septiembre de 1757, en el seno de una familia y de una comarca con fuerte tradición migratoria. Como era habitual entre los jóvenes vascos con ciertos recursos de la segunda mitad del siglo XVIII, Gabriel recibió una básica formación en letras y números suficiente para poder contribuir a los negocios de familiares y paisanos que se encontraban en las principales plazas comerciales de España y América.

Hacia México

Así, cuando cumplió los 18 años y acompañado de su hermano Juan José, cinco años mayor que él, zarpó del puerto de Cádiz en la fragata La Soledad rumbo a la casa comercial de sus tíos Juan Antonio y Gabriel de Yermo en la Ciudad de México.

Estos últimos habían llegado a San Miguel el Grande (Guanajuato) alrededor de 1755 en donde se vincularon a la poderosa colonia vasca (fundamentalmente compuesta por encartados y ayaleses). En pocos años sus tíos se convirtieron en unos de los almaceneros más importantes de la capital, perteneciendo al poderoso Consulado de comerciantes de Ciudad de México, en donde su tío José Antonio Yermo llegó a desempeñar el cargo de cónsul del partido vasco en 1786. Asimismo, participó de manera significativa en la Cofradía de Aránzazu, patrona de los vascongados, y en la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País desde 1773. Es digno de señalar cómo Juan Antonio Yermo apostó claramente por aplicar el pensamiento ilustrado que abogaba la institución vasca, fundamentado en el libre comercio, la desvinculación y desamortización de la propiedad y en el fomento de la producción e innovación agrícola-ganadera.

Gabriel contrajo matrimonio con su prima, María Josefa de Yermo y Díez de Sollano, hija de su tío José Antonio. Tras el fallecimiento de su suegro y tío, acaecido en 1791, heredó el giro comercial de la capital y un conjunto de propiedades entre las que destacaban la hacienda de Nuestra Señora de Temixco, la estancia de San Vicente el Chisco y el rancho de Tlatempa, así como las negociaciones de abastos de carne, con ganados menores de pelo y lana, en la jurisdicción de Cuernavaca.

De este modo Gabriel de Yermo se convirtió en uno de los representantes más comprometidos de los hacendados, mineros y comerciantes que conformaban el selecto Consulado de comerciantes de México.

Sus razones

¿Qué llevó a Yermo a destituir por la fuerza al representante del rey en Nueva España? Durante los últimos años del gobierno de Carlos IV, los habitantes de la Nueva España padecieron el arbitrio del aciago gobierno de Godoy, representado en México por su hombre de confianza, el virrey José Joaquín Vicente de Iturrigaray y Aróstegui (1742-1815), gaditano de originen navarro, quien se encargó de agraviar los intereses de los agentes más activos de la economía novohispana y especialmente a Gabriel Joaquín de Yermo. La explotación de la colonia como fuente de ingresos para la metrópoli, sin respetar a las fuerzas productivas de la Nueva España, hacía que se resintieran los pilares de la economía de México y despertó en la incipiente elite criolla un sentimiento de profundo agravio que influirá decisivamente en los acontecimientos posteriores.

A partir de marzo de 1808, empezaron a llegar noticias de la península, tales como la entrada de las tropas napoleónicas en territorio español, la abdicación de Carlos IV en su hijo Fernando, su posterior renuncia de la Corona a favor de José Bonaparte y el levantamiento popular de las gentes de Madrid el 2 de mayo, que crearon un profundo estado de miedo e incertidumbre en la población de Nueva España. El debate jurídico e ideológico que surgió entre los representantes de la Real Audiencia (cuerpo vinculado a los intereses de los españoles en la colonia) y el Ayuntamiento de la Ciudad de México (representante de la ascendente burguesía mexicana) por determinar quién debería gobernar la colonia en el interregno provocó que ambas partes fueran radicalizando su discurso a lo largo de los meses estivales.

Para los peninsulares, la convocatoria de la celebración de un congreso de ciudades por el virrey Iturrigaray, tal y como defendían los criollos, derivaba irremediablemente en la independencia de la Nueva España, y con ello la imposibilidad de enviar las remesas de plata tan necesarias en España para frenar el avance francés.

Yermo pudo comprobar que la presunción de que la colonia se podía perder era un sentimiento más extendido de lo que se imaginaba. Pronto comenzó a percatarse de que los españoles europeos de la capital estarían dispuestos a aventurarse en una asonada que destituyera al sospechoso virrey.

En la medianoche del 15 de septiembre y detrás de la catedral de México se dieron cita más de trescientos jóvenes (la mayor parte de ellos, empleados españoles de comercio, junto a algún empleado de Correos y unos pocos criollos) con la intención de asaltar la residencia virreinal. Yermo recuerda cómo se produjeron los acontecimientos y señala que «reunidos, pues, en los pasajes señalados entraron en el palacio del virrey a los tres cuartos para la una de la mañana del día 16, y se apoderaron de los guardias, del virrey y de toda su familia, sin que hubiera más desgracia que la muerte de un granadero del Regimiento del Comercio». Controlada la situación, se procedió a dar aviso al arzobispo y a los oidores de la Audiencia del triunfo del golpe de Estado y de la reclusión del virrey.

Los promotores intelectuales del golpe acudieron prestos a oficializar la separación del virrey y a proceder a nombrar al viejo mariscal de campo Pedro de Garibay como su sustituto. El nuevo gobierno procedió urgentemente a encarcelar a los opositores del partido criollo y a repatriar a la península al destituido virrey para que fuera juzgado. La urgencia de estos movimientos resultaba vital si querían evitar cualquier conato de resistencia en la colonia.

El golpe de Estado -sostiene Lorenzo Zavala- dividió la nación entre adictos al partido caído y seguidores del nuevo cambio. Para los primeros había miedo de expresar en público lo que pensaban por el temor a ser reprimidos por los Voluntarios, mientras que los funcionarios, los comerciantes y sus empleados y la jerarquía de la Iglesia novohispana tomaron partido por los golpistas.

Luis Villoro escribió a su vez que, después de la asonada de Yermo y la destitución de Iturrigaray, todo volvió aparentemente al mismo estado en que antes se encontraba, con el mismo código legislativo y con las mismas instituciones, aunque en el fondo todo había cambiado. El orden existente ya no se sostenía en la estructura jurídica tradicional que respetaba al criollo; sus representantes legales -el virrey y el Ayuntamiento- habían sido derrocados por la fuerza. El resto, autoridades de gobierno -Audiencia, Arzobispado, Inquisición y posteriormente la Regencia española-, no solo aplaudieron esta medida, sino que además se hicieron responsables de ella. Con este golpe se destruyó la legalidad existente.

Lo que en un principio pareció un triunfo realista, con el paso del tiempo, demostraría que la destitución del virrey por la fuerza y la consiguiente detención de los líderes criollos partidarios de un cierto autonomismo en la colonia se convertirán en la chispa que haría prender el fuego de la libertad en las colonias españolas en América.

2013, el Bicentenario  

Gabriel de Yermo demostró su compromiso con su patria creando el cuerpo de los Lanceros de la Hacienda de San Gabriel, también conocido como los negros de Yermo, a finales de 1810 cuando se pensaba que las hordas del padre Hidalgo, líder de la insurgencia mexicana, acabarían asolando la capital mexicana. Su decisiva participación en la batalla del Monte de las Cruces, provocará el cambio de rumbo del ejército independentista. Los insurgentes abandonarán el valle de México a pesar de su triunfo, y su determinada resistencia contra los enemigos hasta su muerte, en 1813, serán recompensadas por la Regencia quien ofrecerá a Yermo un título de Castilla, que el encartado rehusará porque «nunca apeteció más lustre o condecoración que su cuna de nobleza ejecutoriada, y sus propias acciones».

Pocos meses antes de fallecer escribió a la Corte reclamando el derecho de igualdad de negros, indios y castas fieles a la corona: «Por eso la constitución (1812) dejó aun a los descendientes de África abierta la puerta del merecimiento, para que puedan ser ciudadanos después de haberlos declarado españoles, y los que obren bien, como los beneméritos defensores que elogiamos (los empleados de sus haciendas), tendrán los mismos derechos que los demás ciudadanos desde que se les expida la carta que ha ofrecido la nación. Nosotros deseamos que llegue este día y que una educación más cuidadosa los prepare para todos los empleos a que ya tienen derecho en proporción de su mérito y virtudes…».

Sin duda estamos ante un personaje a simple vista contradictorio, hijo de una época convulsa en donde choca lo viejo con lo nuevo de donde nacerá una nueva era.

El 7 de septiembre de 1813, Gabriel Joaquín de Yermo falleció de pulmonía, dejando ocho hijos y un noveno que nacería pocos días después. Ordenó que su cuerpo fuera amortajado con el hábito de Nuestro Padre San Francisco y que se le diera sepultura en la capilla de Nuestra Señora de Aránzazu, en el atrio del convento de San Francisco de la capital mexicana.

Nadie como Gabriel de Yermo representa el conflicto político surgido en el verano de 1808 entre los intereses de los ricos españoles europeos y las ilusiones criollas que anhelaban la autonomía política y económica de la colonia. Además de esta característica, Yermo pertenece a ese grupo de hombres «ilustrados», avanzados en lo económico e incluso en lo social, pero que no transigieron ni un ápice en ceder poder político a la emergente burguesía criolla.

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