El 9 de junio se cumplieron 50 años de la muerte de este político franquista
SANTURTZI, José Ignacio Salazar Arechalde
Diputado en Illescas, alcalde en Bilbao, embajador en París y Vichy, ministro de Asuntos Exteriores, fueron algunos de los cargos que el astuto político franquista consiguió en su carrera política. Obtuvo bastantes más, como veremos, lo que sin duda hace buena su propia definición como carguista de la que no dejó de alardear toda su vida.
Y detrás de aquellos destinos latía siempre el carácter o la representación del españolismo en Bilbao, algo así como ostentar el título de primera espada en lo que un autor como Javier de Ybarra ha llamado la «política nacional en Vizcaya». Esa posición le granjeó en ciertos círculos no pocas simpatías y halagos al ver en él una especie de adalid en un territorio cuando menos incómodo, «donde la españolidad tenía una emoción desesperada y desterrada», según expresión de su admirador el falangista gallego Eugenio Montes.
Integrado en el mundo de las familias de la oligarquía vasca, antes del golpe de Estado del general Primo de Rivera formó parte de las candidaturas mauristas monárquicas y de la Liga de Acción Monárquica, perdiendo y ganando elecciones. Derrotado en el distrito de Bergara en 1918, su fracaso lo vinculó a los turbios manejos nacionalistas encabezados por su aborrecido Ramón de la Sota. Por el contrario, la victoria monárquica de 1923 fue para él puro reflejo de la política nacional de su admirada plutocracia vizcaina.
En la convulsa República su posición ideológica se fue inclinando a fuerzas claramente totalitarias, en torno al fascismo de Ramiro Ledesma Ramos, a quien ayudó económicamente para lanzar su revista La Conquista del Estado y al falangismo de José Antonio Primo de Rivera que, estallada la guerra, asumió con enorme entusiasmo. En este período llegó a ser detenido tras la intentona golpista del general Sanjurjo.
En las páginas de ‘domingo’
El semanario Domingo publicó su primer número en Donostia un 21 de febrero de 1937. Dirigido por el periodista murciano Juan Pujol, tenía un sesgo claramente totalitario que no disimulaba. Al contrario, fascismo y nacionalsocialismo eran ideologías que constituían la brújula de su línea editorial. En este nicho ideológico encontraron cálida acogida autores como Calle Iturrino, Arraras, Giménez Caballero, Areilza y, cómo no, el propio Lequerica.
Mientras las bombas estallaban en pueblos y ciudades, Lequerica teorizaba en Domingo sobre el sentido de la guerra, los contendientes y las consecuencias que la victoria de los suyos iban a generar. Escudriñando en los más de treinta artículos que escribió en este medio, primero con el seudónimo de El Vigía y luego con su nombre, se puede trazar con cierta profundidad su perfil ideológico.
La sublevación militar tenía como misión, entre otras, luchar contra la descomposición de la unidad de la patria. Era preciso acabar con el nacionalismo vasco por múltiples razones pero en dos de ellas incidió de una manera especial. Para Lequerica la nación vasca era un simple invento de Sabino Arana y, en su consecuencia, algo absurdo, antihistórico y, empleando sus palabras, «propio de la dura lógica de las cabezas de una tierra sin excesiva agilidad mental».
Por otro lado, el catolicismo del nacionalismo vasco añadía un grado de responsabilidad a sus dirigentes haciéndoles responsables de la guerra en el País Vasco. Sin el clero separatista -incluyendo aquí al Seminario de Vitoria y a muchos religiosos jesuitas, capuchinos, carmelitas y de otras órdenes- afirmó con rotundidad «no tendríamos hoy la guerra en Euzkadi». La crítica a ese catolicismo la extendió a escritores como François Mauriac que en los momentos desesperados de la agonía de Bilbao había salido en la defensa de la libertad del Pueblo Vasco. Para Lequerica las palabras de Mauriac no eran sino una lamentable conjura de una parte del catolicismo contra el régimen de Franco.
Lo que llamó con desprecio «curitas euzkadianos» era una obsesión no exclusiva de nuestro personaje. Otras cabezas pensantes del régimen, acaso más ágiles que las del resto de sus conciudadanos, como la de Areilza, hacían vibrar a los espectadores del teatro Coliseo cuando éste arremetía contra «la gran vergüenza del clero separatista».
Y la victoria de Franco, su victoria, exigía alejar, relegar o exterminar a los vencidos. Lo dijo Lequerica en otro Coliseo, el España de Sevilla, cuando era ya alcalde de Bilbao ante el ministro de Educación Nacional Pedro Sainz Rodríguez, proclamando la victoria absoluta y la imposibilidad de concordia alguna con el bando vencido. ¿Qué hacer entonces con lo que llamó población indeseable de exiliados? Su deseo primero fue deportar a los desafectos a África o América. Consciente de lo imposible de la medida, confió en su asimilación para lo que trajo a colación los ejemplos de Italia y Alemania.
Ambos dictadores fueron ejemplo de lo que había que obrar en el futuro. Se entusiasmó con la política industrial de Hitler y Mussolini y a éste le calificó de genial italiano de quien surgía un nuevo orden social y le ensalzó como genio constructor que sabía también utilizar las viejas piedras de la antigüedad.
En Adolf Hitler vio al gran líder en el que se debía reflejar España para acabar con sus enemigos. El Internacionalismo rojo y el Internacionalismo blanco fueron en Alemania un grave problema «hasta la hora decisiva de Hitler».
Tan ilustre intelectual no tuvo reparo alguno en utilizar en estos artículos insultos e improperios sin cuento, poco adecuados para quien iba a ser considerado el diplomático más señero del régimen de Franco. El canónigo Onaindia era calificado de traidor, los vencidos eran unos delincuentes de derecho común, curas, médicos y maestros estaban comprometidos con los crímenes de Bizkaia y el Gobierno vasco simplemente ejercía una dictadura de la estupidez.
En el ayuntamiento de Bilbao
El 19 de agosto de 1938 José Félix de Lequerica tomó posesión de su cargo de alcalde. Hasta el 22 de marzo de 1939 ostentó la vara de mando en el Ayuntamiento de Bilbao. El todo poderoso ministro del Interior, a la sazón Serrano Suñer, le nombró alcalde de la Comisión Gestora sustituyendo a José María González Careaga, y ya en su primera intervención dejaba claro el principio rector de su gestión que no era otro que ejecutar una » política nacional dentro de los postulados de la nueva España».
La labor de depuración de funcionarios municipales que iniciara Areilza tras la conquista de Bilbao, la continuaron sus sucesores, incluido Lequerica, conjugándola con una política de incorporar en determinados puestos del Ayuntamiento, desde guardas y conserjes hasta médicos, a lo que llamaban caballeros mutilados del bando vencedor.
Algunas decisiones adoptadas por el Ayuntamiento que nuestro personaje presidía mostraban de manera descarnada la voluntad que le guiaba. De gran contenido simbólico fue la concesión de la medalla de oro de Bilbao al general Alfredo Kindelán «en atención a los máximos servicios prestados por las Alas Nacionales a este pueblo durante la Santa Cruzada colaborando con las Fuerzas de Mar y Tierra en su gloriosa liberación que se realizó la inolvidable tarde del sábado 19 de junio del 37» .
Hemos creído oportuno incluir el texto literal del acuerdo municipal porque difícilmente se puede inferir mayor ofensa a los bilbainos que padecieron los bombardeos de la aviación nazi al servicio de Franco durante los 11 meses de guerra, que ofreciendo la medalla de la villa a uno de los responsables de las Alas Nacionales que tanto dolor y pánico ocasionaron. En documentos británicos recientemente descatalogados se muestra a Kindelán junto con otros militares españoles como Varela, Queipo, Aranda y otros aceptando sobornos de importantes cantidades de dinero.
En consonancia con sus ideas, Lequerica no tuvo inconveniente alguno en cumplir con las normas dictadas por el Servicio Nacional de Primera Enseñanza y destruir los libros de las escuelas públicas doctrinalmente antipatrióticos o antirreligiosos, o de autores enemigos del Movimiento Nacional. En igual línea de adoctrinamiento, restableció la fiesta del maestro y la fiesta del niño para honrar a personajes como Félix Serrano y celebrar homenajes a la bandera y otros «actos de amor a España».
Su paso efímero por el Ayuntamiento de Bilbao no dejaba de ser un pequeño escalón en el ascenso a mayores responsabilidades de alguien que, como decía la propia Corporación en la felicitación por su nombramiento como embajador en Francia, era lógico «encumbrar a los más altos puestos» ya que se trataba de uno de «los mayores valores nacionales».
Lequerica y la memoria
Embajador en París y luego en Vichy, colaboró desde 1939 con las autoridades franquistas en las entregas del presidente de la Generalitat Lluis Companys, del socialista bilbaino Zugazagoitia y del periodista Cruz Salido, todos ellos fusilados tras las farsas de los consejos de guerra de los militares de la Dictadura. En ese puesto no dejó de interpretar los acontecimientos de la guerra mundial en clave antisemita frente al temor de que el gobierno francés de Paul Reynaud llegara a «encender en unión de la judería americana la contienda de continente a continente».
Ministro de Asuntos Exteriores durante unos meses, es cierto que su posterior tarea diplomática como inspector de embajadas, embajador en Washington y delegado permanente en las Naciones Unidas ha gozado de mejor prensa. Pensamos, sin embargo, que alabarle en el desempeño de esos puestos por su acierto y eficacia, puede ser acaso el peor de los reproches. Bueno es recordar que la habilidad diplomática no se desarrolló en el país de las maravillas, sino en un régimen de hecho, en la Dictadura del general Franco con la que, por otro lado, estaba perfectamente identificado.
En el último artículo firmado como El Vigía y publicado en Domingo al día siguiente de la conquista de Bilbao, marcaba la línea de los vencedores hacia los vencidos que no era otra sino la de su eliminación, negando hasta su memoria, ideas que nos recuerdan las reflexiones de Almudena Grandes en su novela El lector de Julio Verne: «es como si aquello nunca hubiera pasado, como si nadie se acordase de nada».
En efecto, Lequerica refiriéndose a los exiliados vascos profetizó que se disolverían poco a poco para concluir «y después nada, el olvido, la extinción; y tal vez los hijos de un fanático perdido junto al Orinoco o al Amazonas guardarán un recuerdo… Así se termina el problema vasco». Era lo que exigía la victoria absoluta. La supresión del bando vencido y la negación de todo derecho a la memoria con un solo fin: el olvido, como si la guerra y los exiliados nunca hubiesen existido. Pero aquello pasó, vaya sí pasó, y es obligado precisamente para que no se olvide, recordar esas palabras de hierro expuestas por quien fue considerado por la revista Domingo como uno de los escritores «más cultos, más inteligentes y más agudos» o por el ministro franquista Fernando María Castiella como el embajador que cumplió su misión «con inmenso tacto y habilidad», opiniones que hoy volvemos a leer en autores que cuando menos, vamos a ser aquí un tanto diplomáticos, podemos considerar desmemoriados.
Aquel seudónimo que utilizara en los primeros meses de 1937 sirve para caracterizar su actuación en una época ciertamente poco dorada. Vigiló desde las páginas de la prensa falangista a nacionalistas y republicanos, desde su despacho de la casa consistorial bilbaina al vecindario de la villa conquistada y en las embajadas españolas de París y Vichy a los exiliados expulsados de su tierra. Vigilancia que le fue, no lo dudamos, de enorme utilidad para lograr otros cargos, llegando a ser procurador y vicepresidente de las Cortes Españolas, en el régimen de Franco.