Los Finaly, dos niños judíos salvados por nacionalistas vascos

Víctimas de la persecución del nazismo, primero, y del interés de Franco, luego, Robert y Gérald Finaly pudieron volver con su familia gracias a un grupo de abertzales.

UN REPORTAJE DE JEAN-CLAUDE LARRONDE

Los hermanos Robert y Gérald Finaly son trasladados en un coche. Su caso levantó mucho revuelo en Francia. Fotos: Sabino Arana Fundazioa.
Los hermanos Robert y Gérald Finaly son trasladados en un coche. Su caso levantó mucho revuelo en Francia. Fotos: Sabino Arana Fundazioa.

ENTRE todos los males de la dictadura franquista, uno de ellos es la ocultación de lo que realmente sucedió en el transcurso de esos 40 años de plomo. En 1953, un pequeño grupo de nacionalistas vascos, particularmente valientes, consiguió oponerse a la voluntad de Franco y permitió el retorno a Francia y la devolución a su familia de los jóvenes Finaly. Una historia que desencadenó las pasiones en Francia y en muchos países donde tuvo una repercusión enorme. Pero sin tener ningún eco en la península a causa de la dictadura. Una historia que aún hoy en día es aquí casi totalmente desconocida.

El doctor Finaly y su esposa, judíos austriacos, se refugiaron, para huir de las represalias antijudías, en Francia, cerca de Grenoble. Allí, nacieron dos niños: Robert, en abril de 1941, y Gérald, en julio de 1942. Los dos fueron circuncisos desde su nacimiento. Los padres fueron arrestados por la Gestapo en febrero de 1944 y deportados a Auschwitz, de donde nunca regresaron. Antes de su detención, los padres, en una situación angustiosa, habían confiado sus hijos a un conocido. Esta persona los colocó en una institución católica que los remitió a la señorita Brun, directora de la guardería municipal de Grenoble. Dicha señorita los salvó, en un primer momento de las garras de la Gestapo, pero su comportamiento después de la guerra distó de lejos de ser ejemplar.

En efecto, desde el comienzo de 1945, las hermanas del doctor Finaly quisieron recuperar a los niños. Una vivía en Nueva Zelanda y otra en Israel. La señorita Brun, quien colocó a los niños en colegios católicos, no quiso devolverlos a su familia. Los hizo bautizar en 1948. Un bautizo «gravemente ilícito», puesto que la señorita Brun no era más que su tutora provisional y no definitiva y los niños ya no estaban en peligro de muerte -¡tres años después del final de la guerra!- pero, sin embargo, válido ya que el bautismo en aquella época era considerado por muchos teólogos católicos como «irreversible».

A partir de 1949, la familia puso el asunto en manos de un albacea, el señor Keller, quien vivía en Grenoble y que inició un procedimiento judicial. En junio de 1952, el Tribunal de Apelación de Grenoble obligó a la señorita Brun a devolver a los niños y nombró a la tía de estos, que vivía en Israel, la señora Rosner, como tutora de los mismos. ¡Pero estos habían desaparecido! La institución Nuestra Señora de Sión tomó el relevo de la señorita Brun para esconder a los niños en colegios católicos. Robert y Gérald recibieron una educación católica, en la que los judíos no tenían una plaza muy honorable.

UN BREVE PASO POR BAIONA De escondite en escondite, los dos niños llegaron, provenientes de Marsella, a Baiona, a finales de enero de 1953, y fueron inscritos en el colegio San Luis Gonzaga; el mismo colegio donde los hermanos Sabino y Luis Arana Goiri habían sido alumnos, unos 80 años antes.

Pero también allí su presencia fue descubierta; algunos profesores del colegio decidieron su salida clandestina en la mañana del 3 de febrero y los confiaron a un cura de una parroquia de Baiona quien los escondió durante una decena de días con la complicidad de algunos parroquianos. El 13 de febrero, pasaron la muga de Biriatu a Bera a pie, durante seis horas precedidos por un pasador, con 60 centímetros de nieve.

La emoción fue intensa en Iparralde. Cuatro sacerdotes y un civil fueron inculpados de secuestro de menores y secuestro arbitrario y seguidamente encarcelados en la prisión de Baiona durante una docena de días y en un caso (el del padre Emilio Laxague), durante casi un mes.

UNA LARGA ESTANCIA EN GIPUZKOA El 15 de febrero, unos clérigos de Iparralde recepcionaron a los niños y, en una improvisación total, no sabiendo a quién confiárselos y habiendo encontrado por dos veces el rechazo de eclesiásticos por falta de disponibilidad material, los dejaron en plena desesperanza en el monasterio de Lazkao.

Pero tanto la Policía como los periodistas estaban tras su pista. El padre Mauro Elizondo decidió entonces sacarlos del monasterio y separarlos: el pequeño, Gérald, se quedó en casa del cura Pío Montoya en Alegia y el mayor, Robert, se quedó en Tolosa, en la familia de Patxi Arruti Urrestarazu, gran amigo de Pío Montoya, hasta finales de abril y a partir de esta fecha y hasta el desenlace, en casa del padre Andoni Andonegi Sustaeta, en Getaria.

Los padres de Robert y Gérald eran judíos austriacos que huyeron a Francia y luego fueron llevados a Auschwitz.

Todas estas personas eran nacionalistas vascos convencidos que, en el caso de Pío Montoya y de Andoni Andonegi, conocieron el exilio en Iparralde a causa de la guerra civil. Por su parte, Patxi Arruti, después de haber sido gudari del batallón Amayur del PNV, pasó largos años en las cárceles franquistas.

Los clérigos de Iparralde se situaban más bien en la línea tradicionalista de la Iglesia. En eso, eran los herederos espirituales del líder de Iparralde entre las dos guerras, el inamovible diputado ultraconservador de Donibane Garazi Jean Ybarnegaray, con simpatías franquistas bien conocidas desde la época de la guerra civil. No tenían ninguna idea en absoluto acerca del nacionalismo vasco. Pero al dirigirse al monasterio de Lazkao, confiaban por pura casualidad, la continuidad de la historia en manos de nacionalistas vascos.

LA VOLUNTAD DE FRANCO A esos clérigos de Iparralde no se les ocurrió otra cosa que dar a conocer al obispo de Donostia, monseñor Font y Andreu, el hecho de que habían dejado a los niños en Lazkao. El obispo advirtió inmediatamente al gobernador civil de Gipuzkoa, Tomás Garicano Goñi, quien, a su vez, advirtió al ministro del Interior Alberto Martín-Artajo.

Desde el principio pues, el Gobierno franquista estaba perfectamente al corriente de la residencia de los niños y el padre Mauro Elizondo -que ya había sufrido las represalias franquistas- debió jugar un papel sutil de equilibrista diplomático en sus relaciones con el gobernador civil. Franco tenía la intención de guardar esos niños en España: ellos podían servirle de moneda de cambio en los sucesivos chantajes al Gobierno francés, como los que habían concluido con la expulsión del Gobierno vasco de su sede de la avenida Marceau en París en 1951 y el cierre temporal de Radio Euzkadi, que emitía desde Muguerre (Lapurdi).

LA INTERVENCIÓN DE AGUIRRE Fue un pequeño grupo de cuatro personas, todos nacionalistas vascos, quienes gestionaron el asunto y desmontaron los planes de Franco: el padre Mauro Elizondo Artola de Lazkao, los clérigos Pío Montoya Arizmendi y Secundino Rezola Arratibel, este último hermano de Joseba, uno de los jefes de la resistencia vasca, y Cándido Echeverria Artola que trabajaba para la agencia de información y espionaje Servicios que dependía del Gobierno vasco y que sería en este asunto, el delegado del presidente José Antonio de Aguirre.

Este último intervino directamente, en una carta dirigida a final de mayo a Secundino Rezola pidiendo a este grupo y a las familias que guardaban a los niños facilitar su retorno a Francia con el fin de restituirlos a su familia: es su deber de vascos y de católicos. El 19 de junio, en una reunión en Alegia, los cuatro amigos decidieron el retorno de los niños a Francia, en contra de la voluntad expresa del ministro Martín-Artajo, quien había recibido dos días antes en Madrid, al padre Mauro Elizondo.

AITA MAURO, PROTAGONISTA Fue el padre Mauro Elizondo quien, a partir de mediados de febrero de 1953 y hasta finales de junio (26 de junio), gestionó el asunto y tuvo la suerte de los hijos Finaly entre sus manos. Muy rápidamente, demostró una sorprendente lucidez, una gran inteligencia y una sangre fría admirables. Se dio cuenta de que los clérigos de Iparralde, mal informados, se lanzaron en esta historia con ligereza e imprudencia, que la señorita Brun estaba lejos de ser «el monstruo de caridad» descrita por algunos periódicos católicos franceses sino más bien una persona interesada y codiciosa (se tendrá más adelante la prueba tangible de su moralidad de lo más dudosa). Fue él quien decidió el desenlace del asunto, con la intervención del padre abad de Belloc, su amigo Jean Pierre Inda, ante el cónsul de Francia en Donostia y el gobernador civil de Gipuzkoa. Más que Germaine Ribière, emisaria del cardenal Gerlier, arzobispo de Lyon, fue él quien resolvió el asunto. Él quedaría humilde y en la sombra y su nombre no aparecería jamás en la época y muy poco, después.

Sin embargo, él había salvado el honor de la Iglesia, mal comprometida en esta historia de enfrentamiento entre judíos y cristianos a propósito de un bautismo sobre el que había mucho que decir. También había desmontado los planes de Franco y ejecutado a la letra -en relación con sus amigos nacionalistas vascos- los deseos del presidente Aguirre.

Después de su salida del País Vasco, los niños se quedaron durante un mes en las afueras de París. El pequeño Gérald confiaría a la persona que lo alojó que no tenía «ninguna simpatía por el general Franco» y le explicaría las diferencias «entre los vascos y los españoles».

A finales de julio de 1953, los hermanos Finaly partieron a vivir en Israel con su tío y su tía. El mayor llegaría a ser cirujano y el pequeño militar. Hoy disfrutan de un apacible retiro.

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