Se cumplen 78 años del bombardeo de Durango, el primero planificado contra un eclave habitado en Europa
SALVADOS. Sus corazones mantuvieron el pulso vital tras los bombardeos que sufrió Durango el 31 de marzo y el 2 y 4 de abril de 1937. Fueron supervivientes y testigos.
Sobresaltados. Nunca antes una población europea había sido atacada tras una planificación para provocar terror, pese a que Hitler ya advirtió de sus intenciones precisamente el 31 de marzo de un año antes.
Sin miramientos. Ya en 1937, en plena Guerra Civil, los generales golpistas Mola, Franco y Vigón -según acreditó en Roma la asociación Gerediaga- ordenaron la masacre con las siguientes palabras: “Sin consideración hacia la población civil”.
Bombardeados. Llegó el día, y primero en Otxandio, luego en Elorrio y después en Durango, la aviación del fascista italiano Benito Mussolini salió con todo su metal pesado. Cumplieron la matización de los generales militares españoles y asesinaron con bombas o ametrallando a más de 336 niñas, madres, niños, aitites…
Vecinos indefensos, inocentes, inofensivos. Ese día, cinco de aquellas personas de las 8.000 que tenía el pueblo fueron algunos de los que sobrevivieron entre tanta muerte y devastación. Era miércoles de plaza, y el mundo se paró. El tiempo, incluso la Historia común, se hizo añicos.
Sin pestañear. Eran unos críos y conocieron lo irracional, el terrorismo golpista que acabó con la bandera tricolor y la convirtió en rojigualda: María Luisa Larringan, José Antonio Olea, Alberto Barreña, José Luis Ariznabarreta y Begoñe Andone Erdoiza -ya fallecida- fueron algunos de los muchos que no podían cerrar los ojos porque sobrevivir era el objetivo, negado el derecho fundamental a la vida. María Luisa, ayer, recordaba la peor imagen posible. Un padre llevando en brazos a su hijo muerto, desde el casco viejo de Durango hacia el camposanto. “Lo peor es que nos dijo que iba a dejar a su hijo en el cementerio y que volvía a casa a por un segundo también muerto”, se lleva esta octogenaria inconscientemente la mano a la boca.
Ese hombre era el padre de José Antonio Olea, superviviente que perdió, por lo tanto, a dos hermanos, Daniel y Balasi, pero “también a mi abuelo Antolín, por la bomba que nos calló la casa”, da testimonio. Rememora que “mi madre le mandó a mi hermana a la calle Ermodo, a Magdalena, donde mi tío Miguel. Al salir de casa, en el pórtico, vio los aviones. En vez de volver a casa, echó a correr hacia adelante y… -se emociona- acertó. Si llega a regresar, muere”.
El padre se reencontró con el infante José Antonio, por la tarde, en el cementerio: “Eso lo recuerdo bien. Como venían ametrallándonos y me mandaban tirarme al suelo”. Catorce días después, pudieron recuperar el cuerpo de su aitite.
Alberto Barreña también evoca cómo una hermana suya, mientras corría agarrada con pánico a la mano de su madre, gritaba: “Diles que no disparen, que no quiero morir”. Tenía 3 años. Doce julios sumaba Alberto. “Hemos pedido explicaciones y querer saber. Y sin embargo, nunca nos han dicho que sienten lo que pasó. No nos han pedido disculpas. ¿Y sabes quiénes son? Son los mismos que ahora piden que se condene toda violencia”, asevera, por lo que reivindica verdad, justicia y reparación. Tras el bombardeo fueron a Bilbao. Alberto estuvo acogido en Normandía. Con 15 años volvió a Durango y supo que solo uno de los once hermanos estaba allí. Otro, Esteban, había desaparecido: “siempre he pensado que le mataron, porque el resto aparecía”.
José Luis Ariznabarreta no vivió exilio. “Los que nos quedamos aquí fuimos tan niños de la guerra, o más, que los que se exiliaron a otros países”, denuncia, “cansado” de que a los que enviaron a otros países se les siga diferenciando de tal modo. “Aquí no tuvimos nada que comer. A nosotros nadie nos homenajea, cuando fuimos quienes levantamos nuestra nación, Euskadi”, amplifica. El de Artekalea sobrevivió junto a su madre y una hermana recién nacida el 31 de marzo a una bomba que aterrizó en su casa, “pero por suerte no explotó”.
El número 31 ha marcado su vida. Su casa, en el portal 31 de Artekalea, fue bombardeada el 31 de marzo de 1937, día en que también desapareció temporalmente su padre, Juan Domingo. Su hermano Javier nació el 31 de octubre de 1944. El mismo día que este cumplía un año, el 31 de octubre de 1945, falleció su padre. Aquella mañana del 31 de marzo, Carmen Pujana salía despavorida de su casa con su hijo José Luis, de cuatro años, y con Esperanza, de uno: “Oímos la sirena y yo gritaba ¡vamos, vamos! Ella buscaba un abrigo para mi hermana. Escuchamos el ruido que hizo al impactar en la casa. No explotó”.
Murió en misa La madre de Begoñe Andone Erdoiza se libró de la muerte en una iglesia. Probó el café del desayuno de su marido para saber si ya le había echado azúcar o no. Por esta razón, al no ir en ayunas a comulgar, esta modista se quedó en su caserío Matxiñena. Una amiga suya de Oromiño que se acercó a la casa de Mónica a cambiarse de zapatos antes de ir a misa a Durango, por el contrario, murió mientras oía misa.
María Luisa Larringan acababa de cumplir 11 años. Estaba esa mañana en la cama. Sola en casa. Un tabique fue a parar a su cama. Subió al cementerio y se encontró con el padre de Olea. Por la tarde, se reunió con su madre: “Nos venían ametrallando y nos escondimos en un agujero que hizo una bomba”.
Un reportaje de Iban Gorriti