En 2020 se cumplirán 80 años de la apertura y posterior cierre de la cárcel franquista de Durango, en la que agonizaron menores junto a sus madres presas
Un reportaje de Iban Gorriti
ACABADA la Guerra Civil y en los primeros compases del régimen bélico de Franco, la villa de Durango recibió a las primeras mujeres presas a alojar en la cárcel habilitada en la casa colegio de las Damas de Nevers. Fueron 350. Algunas de ellas arribaron al municipio con bebés en su seno aquel 30 de diciembre de 1939. Cabe anticipar que los menores recibieron el mismo “rancho infame” que sus madres y que solo podían tomar agua durante las tres únicas horas en las que los encargados de la prisión lo permitían al día.
A ello, agregar otro dato terrorífico: una epidemia de encefalitis letárgica que se registró el año que duró abierto aquel almacén de personas sin garantías humanitarias. “Los niños que un día jugaban alegremente al siguiente empezaban a adormilarse y ya no despertaban entre los gritos desgarrados de sus madres”, le consta al responsable del Archivo Municipal del Ayuntamiento de Durango, José Ángel Orobio-Urrutia. El próximo año se cumplirán 80 años de esta barbarie.
Seis días antes de que se designara a Leonardo Tristán como alcalde franquista de la localidad tuvo lugar la llegada de las presas procedentes de la prisión de Las Ventas, en Madrid, que se encontraba saturada tras el fin de la guerra. Entre ellas, la histórica guerrillera Rosario Sánchez Dinamitera. Y mujeres embarazadas. “Alguna presa narra que su embarazo estuvo motivado porque la violaron en comisaría”, agrega el archivero. Había presas políticas, pero también prostitutas y ladronas que “compartían espacio a veces a regañadientes”.
El hoy inexistente edificio antiguo del colegio de Las Francesas -Villa María- fue cárcel durante el calendario de 1940. No se conoce con exactitud el número de presas que llegaron a estar en Durango. Algunos de los testimonios hablan de dos mil mujeres. Según relata Orobio-Urrutia, las condiciones higiénicas del convento-prisión eran pésimas. “Las presas se quejan, sobre todo, del hacinamiento, el frío y la comida escasa y de malísima calidad”, asevera. Según narra Carlos Fonseca en el libro que escribió sobre Rosario Dinamitera, “el mayor problema era el agua. La daban solo tres horas al día, que las internas aprovechaban para recogerla en todo tipo de recipientes de los que bebían, se lavaban y utilizaban en los váteres. La comida era también infame. La mayoría de los días, arroz hervido durante horas para que los granos adquiriesen más volumen y formasen una masa”.
Docenas de mujeres se veían obligadas a compartir el suelo de una misma habitación. A los tres meses de abrir, se denunciaron los primeros problemas con el saneamiento. En abril, el jefe de la prisión comunica estar a la espera de una orden de la Dirección General de Prisiones para hacer obras de saneamiento, pero en septiembre aún no se han materializado y para entonces han surgido casos de “tifoideas”.
Masa de niños y mujeres La situación de los niños y niñas era “espantosa”. Según testimonia la presa Nieves Waldemar Santisteban, “las madres estábamos separadas con nuestros hijos en una habitación que tendría 14 metros cuadrados donde había un váter estrictamente para nosotras. Durmiendo éramos una masa de niños y mujeres, lo que tenía uno, el otro lo cogía; granos, sarna, todas esas enfermedades que se contagiaban por la aglomeración en que nos tenían”. Agrega, como gran “privilegio”, que no las encerraban como a las demás reclusas y que les permitían salir al patio a coger agua y lavar a los menores.
Una orden ministerial emitida en marzo de ese año limitaba a tres años la edad máxima hasta la que las niñas y niños podían convivir con sus madres en prisión. El resto de menores debían ser entregados de forma obligada a otros familiares o ingresados en un hospicio.
Muchas de las mujeres, presas políticas, tenían a sus familiares muertos o encarcelados, la mayoría provenían de Castilla y Andalucía y no tenían a nadie con quien dejar a esos niños. Según relatan las propias presas, “la gente de Durango se portó muy bien, vinieron a hablar con el director de la cárcel y le dijeron que los niños se los llevaban a sus casas hasta que sus familias vinieran a recogerlos, y sacaron a todos los mayores de dos años”.
“Alguno incluso no había cumplido los dos años -agregan-, pero merecía la pena aprovechar la ocasión de que aquella gente buena quería ayudarnos. Los vistieron y los alimentaron muy bien. Les llevaban el día de la comunicación a ver a sus madres, hasta que poco a poco fueron desapareciendo del pueblo porque las familias o amigos venían a buscarlos”. Concluyen que “alguno quedó por aquellas tierras porque no tenían a nadie, porque la familia estaba en la cárcel y nadie había podido ir a buscarles, pero de todas formas siempre estuvieron en contacto con su madre”.
Los bebés que se quedaron con sus madres solo tenían el rancho igual que cada recluso, sin más leche, sin nada más. “Al poco tiempo se murieron dos”. Y a ello hay que agregar la citada “encefalitis letárgica”. Orobio-Urrutia ha consultado el libro de exhumaciones de la época que se guarda en el Archivo Municipal y “se encuentran seis casos de niños enterrados en la calle Santo Tomás del Cementerio, ignoro por qué razón, y en algún caso como causa del fallecimiento figura bejez”, cita.
Cierre y traslado A finales de 1940 el Estado acuerda la devolución del Convento de Nevers a sus propietarias que llevaban varios meses reclamándolo para la enseñanza, como había sido hasta julio de 1936. El cierre de la prisión de Durango en los últimos días de diciembre de 1940 obligó a trasladar a las presas a lugares cercanos a la villa, sobre todo a Orue en Amorebieta, Santander y la cárcel más conocida de Saturrarán, en Mutriku. “El año que viene se cumplirá el 80 aniversario de esta prisión. Podría ser un buen momento para volver a recordar y homenajear a aquellas luchadoras”, propone el archivero municipal.