La Ley de la Mar y los contramaestres de muelle

El tiempo en el que se llevaba a cabo la transformación del Puerto de Bilbao fue testigo del naufragio del barco ‘SS Avlona’, lo que provocó críticas desde la prensa británica y una encendida réplica por parte de la gente de la mar de Bizkaia

Eduardo Araujo

Las enormes olas llegaban desde el noroeste, como los manotazos de un gigante irritado que descargaba su cólera barriendo de la superficie de la mar cualquier objeto que encontraba a su paso. El temporal arreciaba. Era la madrugada del 8 de marzo de 1901 y el fuerte viento llegaba cargado de oscuros presagios, sacudiendo amenazador las ventanas tras las cuales las gentes de mar de Santurtzi y Algorta –y especialmente sus sufridas familias– daban gracias a San Telmo y San Nicolás por encontrarse guarecidos en sus humildes pero seguros hogares, en lugar de estar en ese momento allí afuera, pisando la cubierta de sus frágiles embarcaciones, empapados, ateridos de frío, luchando por sus vidas, murmurando esas mismas oraciones, pero implorando ayuda y no como muestra de agradecimiento.

Algunos de los ojos que tras los cristales se esforzaban por penetrar en la inmensa negrura de la noche, eran arrantzales, pescadores habituales que, cuando surgía la oportunidad y para completar su escaso jornal, se dedicaban a tripular las lanchas y traineras con base en los puertos del Abra, que daban apoyo a los miles de mercantes que arribaban al puerto de Bilbao. En una época en la que el vapor no había impuesto todavía su fuerza y fiabilidad, y los veleros sufrían con la falta o con el exceso de viento y perecían contra las rocas, empujados por las olas y corrientes, aquellos hombres ofrecían a los buques sus servicios como pilotos lemanes, guiándoles con pericia entre los obstáculos y peligros de distintas clases, con la misma seguridad con la que un maestro de ajedrez mueve sus fichas sobre los cuadros del tablero.

Seguían una profesión antigua, que fue datada por escrito por primera vez en el siglo XV, pero que debió de realizarse ya mucho antes y que terminó extendiéndose por la mayoría de los puertos peninsulares. En ella, los bizkaitarras volvieron a demostrar sus extraordinarias dotes en los asuntos de la mar y, como botón de muestra, baste señalar que quienes la ejercieron en el lejano puerto de Cádiz, lo hacían de antiguo agrupados en una asociación de nombre Colegio de Pilotos Vizcaínos de Cádiz.

Pero, además del lemanaje –la raíz etimológica de esta palabra deriva de lema, término usado en euskera para denominar el timón de las embarcaciones–, el forzado pluriempleo obligaba a aquellos marinos a ejercer, al menos, otras dos actividades relacionadas también con el incesante trasiego de buques: el atoaje –remolque a remo de los buques– y el salvamento.

El Abra había comenzado en 1877, de la mano de Evaristo de Churruca, una ambiciosa transformación que pretendía proteger el tráfico marítimo de las salvajes mares del cuarto cuadrante. Mediante muelles, escolleras y diques estratégicamente ubicados, cerrando el paso a los trenes de olas y estabilizando la temible barra de arena de Portugalete, el ingenio del ser humano llegaría a convertir al de Bilbao en uno de los puertos más seguros de Europa. Sin embargo, aquella noche, los chubascos que cruzaban de oeste a este el Golfo de Bizkaia y barrían coléricos la costa vasca, ocultaban a quien no conociese sus aguas algunas de las obras que se encontraban a medio hacer y que finalizarían tres años más tarde, en 1904. Una escollera, sobre la que se levantaría el rompeolas de Santurtzi, constituía, por estar oculto a la vista por unas pocas brazas de agua, el obstáculo entonces más peligroso para el tráfico marítimo. Las autoridades portuarias lo habían señalizado con una voluminosa boya, que se iluminaba convenientemente durante la noche con un dispositivo de aceite de esquisto. Aquella llama cautiva habría de cobrar una importancia capital en los acontecimientos que se iban a suceder en las horas siguientes…

A unas pocas millas de aquella boya y en rumbo directo hacia ella, los 194 caballos de vapor del SS Avlona luchaban contra la fuerza desatada de los elementos, tratando de responder al mandato de su capitán, que había reclamado la entrega de toda la potencia disponible. Era aquella una embarcación mixta vapor-vela, con dos palos: trinquete cruzado y mayor con cangreja y escandalosa, construida en 1880 en Dundee por los astilleros Gourlay&Bros. En el puente, su capitán también perdía su mirada más allá de la proa, tratando de buscar alguna señal que le indicase el mejor rumbo para embocar Bilbao, puerto al que llegaría por primera vez aquella aciaga noche.

Contra la escollera

Impulsado por su máquina y la inmisericorde fatalidad, el SS Avlona surgió de la oscuridad para, ignorando la boya de señalización, chocar contra la escollera en obras de Santurtzi. Toda su estructura gimió con el terrible impacto, mientras en segundos la mar penetraba implacable por los rumbos abiertos en la obra viva e inundaba la sala de la caldera. La terrible explosión sacudió los vidrios de las ventanas en ambas orillas e hizo estremecerse a quienes escucharon el rugido del vapor al escapar violentamente de su confinamiento. De los 26 tripulantes y nueve pasajeros, entre los que se encontraba la mujer del capitán, ninguno salvó la vida y sus cuerpos fueron devueltos a la orilla por las olas durante los días siguientes.

La tragedia del Avlona provocó un debate público sobre las condiciones de navegación del puerto, el mantenimiento de la boya de señalización –se decía que la llama de esquisto se había apagado durante el temporal– y la capacitación del propio capitán. Cierto tipo de prensa británica, entre los que estaba The Daily Record, aprovechó la ocasión para atacar a Bilbao y sus pilotos, acusándoles de “ser una ratonera de muerte”, mal señalizada y con una entrada angosta y letal, y de no haber intentado siquiera el rescate de los náufragos. Señalaban los gacetilleros de las islas que los dos vaporcitos de los prácticos se habían limitado a contemplar el suceso, “cómodamente anclados al socaire del rompeolas”. Respondió a los ataques desde aquí, el propio Evaristo de Churruca, que precisó que en los nueve años desde que se había colocado la boya luminosa, habían cruzado ante ella cerca de 80.000 buques, de los que solo tres sufrieron algún tipo de incidente y siempre a la luz del día y con mar bella. También se pronunció al respecto el comandante de Marina, Víctor María Concas y Palau, que a solicitud de la Asociación de Navieros de Bilbao, pronunció estas palabras, recogidas de forma literal:

“El puerto de Bilbao, es como todos los del mundo, mucho más peligroso cuando está en construcción, que antes y después de acabado, marcada su entrada por boyas y estas luminosas, no tienen ni como boyas ni por la luz, la garantía de un faro en tierra y esto lo sabe cualquier hombre de mar, por consiguiente en una noche tremenda como la del accidente, ningún capitán que conozca su deber pretendería tomar un puerto, en el que entraba por primera vez; no debiendo hacer responsable a nadie, por nuestra parte, de lo acaecido por imprudencia del vapor, no por defecto del puerto ni de su servicio.

Si esto es sensible, no lo es menos los rumores que se dirigen a los prácticos por no haber hecho lo posible para el salvamento de las gentes del Avlona. En la noche de referencia, a pesar de ser el vapor San Miguel que hoy poseen los prácticos, mucho mejor que los dos con que antes hacían el servicio, mal podía estar fuera del puerto, cuando buques tan poderosos como los vapores Musques, Lucero y Pizarro y otros extranjeros, estaban de arribada y no procede a los que podemos mirar la cuestión de alto, como V. E. y los respetables miembros de esa Asociación y el que suscribe, hacernos eco de rencillas de muelle, de los que culpan a un pequeño vapor de no estar fuera, cuando ellos con los grandes trasatlánticos se colocaron al socaire, con muchísima razón”.

Pero, por encima de todas, la respuesta más certera y dolorosa la habían dado a lo largo de los siglos los marinos de Santurtzi, Algorta, Zierbena, Portugalete… que se habían dejado la vida cumpliendo la Ley de la Mar, ese mandamiento único, que llevan grabado a fuego en el alma los que tienen la piel cuarteada por el salitre y que proclama que la solidaridad con el prójimo en dificultades es el primer deber a bordo.

Solamente cinco años antes del naufragio del SS Avlona, al acudir al rescate del vapor inglés Raleigh’S Cross, que había varado en el Banco del Nordeste, la lancha de lemanajeMartinchu, de Algorta, había zozobrado, perdiendo la vida seis de sus diez tripulantes. Los humildes pescadores y pilotos del Abra pagaron infinidad de veces con sus vidas el impulso generoso de proteger a los que sufren y la lista de aquellos que zarparon en auxilio de sus semejantes y jamás volvieron es infinita. El escritor y navegante cántabro Rafael González Echegaray definió a quienes, desde la cómoda distancia e incluso la plena indiferencia, se limitan a criticar despiadadamente los esfuerzos que realizan otros como “contramaestres de muelle”.

Agradecimientos A mi buen amigo, Juan Mari Rekalde, que me dio a conocer esta y otras muchas historias de marinos, sin cuyo competente lemanaje no hubiese podido yo escribir este artículo. A Roberto Hernández, por su magnífica ilustración del SS Avlona, realizada con mimo para esta publicación.

El autor Eduardo Araujo: Periodista santurtziarra y apasionado de la mar. En la actualidad conduce el programa ‘Itsas tantak’, que se emite todos los domingos, de 22.00 a 23.00 horas, en Onda Vasca.

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